Por José Javier Sánchez • malaslecturasccs@gmail.com Fotografia Andruw Rojas Castañeda
En la edición dedicada al día de las madres pasé por alto a mi madre Carmen Elena, ese ser bonito que me dio la vida. Pero el destino perfecto me tenía deparado otro encuentro con ella en esta columna. Como por obra de Dios nací en La Pastora en el corazón de una familia caraqueña. En mi grupo familiar cuatro hermanos, una abuela, muchos tíos y mi madre Carmen Elena, junto al padre de mis hermanos. No conocí a un padre filial sino a ese ser que mi madre decidió con determinación que no sería mi padrastro. Para cumplir con eso ella asumió darme autoridad, disciplina, afecto, juicio. Mi madre salía a trabajar todos los días para garantizar mi sustento y contribuir con el de mis hermanos; mi madre me llevó al colegio, me dio mis primeras zarandeadas por alguna falta, me buscó en las madrugadas cuando comenzaba a beber en mi adolescencia, me alertó con ferocidad sobre los peligros de la droga y la delincuencia, no salió a perseguirme llorando la primera vez que por malcriado huí de la casa. Salió en mi defensa contra quien superior físicamente a mí pretendiera atropellarme, compró mis medicinas y útiles escolares con su sueldo y me enseñó el valor del trabajo desde los nueve años compartiendo conmigo una pequeña empresa de juegos de envite y azar. Por lo tanto mi madre de manera tácita asumió para conmigo el rol del padre, me llevó al mar por primera vez y falló con torpeza en su intento por enseñarme a nadar, también al béisbol un día y al ver cómo me estrellaban una pelota de spalding en el rostro se peleó con el entrenador y me dijo dedícate al teatro. Por esta suma de vida juntos, mi Padre es Carmen Elena.
A mi padre filial no le vi el rostro y no percibí su olor. Su fantasma me persiguió en la infancia y envidié las ficciones de mis amigos sobre los heroísmos paternos, claro que imaginé a un padre que no se embriagaba y que me enseñaba a manejar bicicleta y patear al fútbol, que me llevara al hospital, que me embriagara con sus cuentos. Para expulsar ese fantasma de mí, la poesía me dio una senda y pude exorcizar esa obsesión con un poema que escribí hace algunos años. Para Carmen Elena, mi padre, todo mi amor y mi columna de Malas lecturas y para todo aquel que espera a su padre hoy y desee verlo aparecer en su puerta, este poema de mi libro Código postal 1010.
Ayer mi padre tocó a mi puerta
Mi padre se había perdido en los tiempos y al abrirle la puerta
no reconocí su rostro
Pude percibir el olor de mi madre que aun guardaba en su camisa
Pero no era de confiar
Siempre lo dibujé parecido a mi padrastro
Ojos claros, impecable
Pero era más rechoncho y joven
La alegría se le había quedado en los caminos
Un bronceado de callejones y madrugadas adornaba su esencia
Noté sus desórdenes y me entendí mejor
Mi padre traía puesto un gabán ocre curtido por los días
Y sacó de sus bolsillos dos piedras, una chapa y un papel doblado que me pidió que abriera cuando se marchara
Y no sé qué quiso decir con eso
Solo se marchan los que alguna vez han estado
Y era primera vez que lo veía
Mi padre no expresaba ni rabia ni alegría en la mirada
Parecía estar oculto tras las frutas y botellas de cualquier bodegón ingenuo
Él era la nada, el olvido, lo huidizo
Y yo no tenía tiempo de atraparlo en un sueño
En una sonrisa
Mi padre me pidió un cigarrillo
Y le ofrecí una cajetilla con fósforos y un boleto de autobús
No quise acompañarlo
No tenía que despedirme de lo que nunca estuvo
Mi padre se fue caminando por sus laberintos
No nos abrazamos, no sonreímos
No teníamos nada que recordar
Yo cerré la puerta y me serví un trago de cualquier Whisky Inglés
En un sorbo calmé mi angustia.
Observaba un cuadro de payasos ebrios que adornaba mi sala
Mientras él desaparecía nuevamente a mis espaldas.