03/10/24.
Sabía que algo estaba a punto de suceder, una corriente eléctrica invadía mi cuerpo, un olor a ropa recién lavada se mezclaba con el de colonia. Me veía en el espejo como buscando otra mano.
Mamá y papá nos llevaron. Antes de sonar el himno me encontré frente a la puerta. Vi que algunos lloraban, otros pequeños aferrados a la reja, yo entré. Creo haber visto sonrisas, yo seguía temblando por dentro.
Un piso de granito verde se extendía delante de mí, objetos jamás vistos, estantes repletos de juguetes parecidos a los de casa, pero diferentes. Todo era diferente, jamás vi tantos niños reunidos.
El grito desesperado de otro niño me hizo voltear hacia la puerta, pero rápidamente me senté.
No recuerdo haber despedido a mamá o a papá, de ellos uno nunca se despide.
No sé si fue ese mismo día que hablé con Alexander o si vi a Ana esconderse debajo de la mesa, pero hablamos, nos contamos historias de futuros proyectos, de lo que hacían nuestros padres, de hacia dónde viajaríamos el próximo fin de semana.
La luz de un sol todavía joven iba subiendo por la pequeña ventana y era ver que también en algún momento nos marcharíamos. Fue cuando me di cuenta de que tenía las manos levantadas, algo de ejercicio, supongo, frente a una maestra que daba muchas instrucciones.
Algunos rostros me recordaban los gritos, temprano, cuando no querían desprenderse de las manos de quienes los traían.
Recuerdo que al entrar nos señalaron las pequeñas sillas, entonces no eran pequeñas, al rato estábamos sentados en el suelo, hablábamos entre sí como si nos conociéramos de muchos años.
Había cubos grandes de colores, tacos de madera con iniciales y números y muchas ganas de armar otros mundos.
Todavía conservo el olor de los creyones, el instinto de no querer despedirme de los idos, la represión de unas lágrimas al borde de un sol que ya no veía, la solemnidad del himno anunciando la misma corriente antes de salir de casa como si todo iniciara de nuevo.
No he sabido más de aquellos amigos, no he sabido más de simulaciones, como si la clase fuera estar dispuesto a reconocer que la vida no es una mano agarrada a la reja, como si el espejo ya no fuera yo sino otro, dispuesto, aprendiendo a leer aquellos tacos cuyas letras y números cambiaron sin darme cuenta.
Benjamín Eduardo Martínez Hernández (Caracas, 1980)
Antropólogo, psicólogo, doctor en Ciencias Sociales, tesista de la Escuela de Filosofía de la Universidad Central de Venezuela, donde también se desempeña como docente en las escuelas de Sociología y Psicología. Ganador de la XII edición del Concurso para Obras de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores Latinoamericana, mención Poesía (2014); de la V Bienal Nacional de Literatura Rafael Zárraga, mención Novela Corta (2021); de la VI Bienal Nacional de Literatura Gustavo Pereira, mención Poesía (2021) y del Premio Nacional de Literatura Solar, mención Poesía (2023). Primer Lugar en el Concurso de Microrrelatos Navideños para los trabajadores de Ciudad CCS. Redactor en la revista Épale CCS. Ganador del segundo lugar en el concurso de historias de la naturaleza #naturalmente, organizado por la web zendalibros.com (2024).
ILUSTRACIÓN: MAIGUALIDA ESPINOZA COTTY