05/12/24.
Durante tres años vivió debajo del Manhattan Bridge, en una covacha al borde del terraplén sobre el río, y solía pasar buena parte de sus noches mirando por un ventanuco la telaraña de luces del vasto y ruidoso puente tendido sobre el East River, los faros de los automóviles que iban y venían. Cuando estaba decaído o perezoso, se alimentaba con los desperdicios de comida que encontraba en los basureros de los restaurantes de Chinatown y Little Italy, por donde deambulaba por las tardes y al amanecer. Cuando se sentía más emprendedor, atrapaba mirlos o una especie de codorniz que a veces, durante el invierno, venían a refugiarse en los parques de la ciudad. Los mirlos eran fáciles de atrapar, con cebo de miga y cuerda de pescar. También los cazaba con una cerbatana de aluminio, que él mismo fabricó con los restos de una vieja antena de televisión, armada de dardos hechos con agujas hipodérmicas, las que solía cargar con pequeñas dosis de veneno o sedantes obtenidos en los vertederos del Beth Israel o el Bellevue, los grandes hospitales. Las codornices requerían más paciencia e ingenio. Para ellas construía trampas con cajas de plástico, elásticos usados y varillas de madera o de metal. Sea como fuere, si tenía un poco de suerte, volvía a su covacha bajo el puente con sus presas y hacía una pequeña fogata para cocinar.
Le llamaban el Chef porque sabía preparar varias salsas, y era enormemente popular por los pequeños banquetes que celebraba. Entre sus visitantes se encontraban las chicas vagabundas más atractivas, y uno que otro chico, dispuestos a todo por un buen manjar.
Celoso porque su compañera iba a cenar con el Chef muy a menudo, un malhumorado vagabundo a quien llamaban Kentucky Matt, le partió el cráneo al Chef con un madero una mañana mientras dormía. (Dormía cobijado con cartones, porque era pleno invierno, y parece que, para ahogar los ruidos del tránsito del puente, se había acostado con su walkman y escuchaba, cuando fue muerto, una fuga de Bach).
La chica denunció el crimen, pero Kentucky Matt no fue capturado. Huyó de la ciudad –dicen– como polizón en un vagón de ferrocarril.
De: Ningún lugar sagrado (1998).
Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958).
Considerado uno de los más destacados escritores de su generación en lengua castellana, es autor de una consistente obra narrativa tanto en el cuento como en la novela. Es, asimismo, un renombrado traductor al español de importantes autores de lengua inglesa. Novelas como La orilla africana (1999), El tren a Travancore (2001) y El material humano (2009), junto con colecciones de relatos como El cuchillo del mendigo (1986), Cárcel de árboles (1991), Lo que soñó Sebastián (1994) y Ningún lugar sagrado (1998), le han valido el sólido reconocimiento que hoy va asociado a su figura.
ILUSTRACIÓN: MAIGUALIDA ESPINPZA COTTY