21/02/25.
Me vi despertar con el estómago destrozado, solo y despanzurrado en mi sofá y en compañía del gato de Rebeca. La luz desaparecía por el balcón. Tuve una sensación de desasosiego y sentí compasión de verme derrotado.
Mi ser se desintegraba. Las sienes me latían acosadas por la resaca y el descontrol de la noche anterior. Un terrible presagio me llenó de incertidumbre. El salón olía a mazmorra y el gato se había orinado en mis zapatos. En cuanto pude recobrar la visión, le vi esos ojos traidores, amarillos, como lluvia ácida abrasándome la cara. ¿Por qué el puñetero gato de Rebeca me miraba con el odio que creí ver en sus pupilas, subido y repanchingado sobre la maleta de mi mujer, que vi entonces en medio del salón? Nunca me gustó ese gato sin raza. No me gustan los gatos. Odio los gatos. Pero por conservar a Rebeca hubiera hecho cualquier cosa, hasta asesinar.
Esa, esa palabra; no, no quería pensar en esa palabra: a-s-e-s-i-n-a-r.
Tuve un terrible presentimiento. Me venían imágenes desconcertantes a la cabeza. Una sensación de agobio me subía por la garganta reseca del güisqui con el que debí de continuar anoche, cuando llegué a casa, porque vi una botella de Johnnie Walker vacía, tirada sobre la alfombra junto a la maleta de Rebeca.
Empezaba a recordar. Esa maleta ahí en medio significaba que todavía mi mujer no se había largado con Eduardo. Me alarmé al verme la camisa que llevaba puesta. Me la regaló alguien en una estúpida reunión de amigo invisible, con unas flores atroces que yo, ni borracho, me pondría jamás. Ni para estar por casa.
Me incorporé del sofá hecho unos zorros. Me dolía el alma. Otra borrachera descomunal. El gato me seguía observando. Vi a Rebeca en su mirada desafiante. Reconozco que discutimos demasiado a menudo, pero eso le pone de buen humor y a su manera es feliz, sacando las uñas para afilárselas en mi cara cuando la cosa se calienta, demasiado a menudo. Yo le doy cancha y le sujeto las muñecas para acabar haciéndonos salvajemente el amor. Y le encanta a mi mujercita. El alcohol y las drogas habían pertenecido a nuestro escandaloso pasado como nos pertenece la infancia, pero agua pasada no mueve molinos. O eso queríamos creer.
Al espabilarme tuve el fatídico presentimiento de que ya no la volvería a ver. Creí recordar que Rebeca había decidido abandonarme. Una mujer como ella era normal que al final acabara por largarse. Yo soy un donnadie, un tipo burlón y ocurrente, y a Rebeca siempre le hizo gracia que escribiera, aunque fueran novelitas para yonquis y subespecies diversas con la soga al cuello en busca de una mano amiga que los ayude a salir del pozo en el que yo mismo había buceado durante algunos años, pero eso también era agua pasada. Ahora, por primera vez en mi vida, disfrutaba de un empleo de oficinista para una línea de ferrocarriles, a media jornada, tiempo de sobra para escribir, y lo hacía mejor que nunca, tras pasar por varios talleres de escritura que abandonaba a las primeras sesiones, ¡espantado! Rebeca parecía contenta jugando a ser la esposa de un escritor, sin mucho convencimiento, porque me daba palmaditas en el hombro mientras se pasaba las horas subida a la cinta de correr hasta sudar como si acabara de salir de la ducha. Y con mujeres como ella nunca tienes la certeza de que estén diciéndote la verdad.
La resaca me retorcía de angustia el estómago. No deseaba presenciar mi fracaso. Ni ver cómo me ponía los cuernos de nuevo fugándose con Eduardo, creo que a París; ¡sí, a París!; ni volver a escuchar su voz en el hipotético caso de que regresara a Madrid, en cuanto se aburriese de verle al tipo su cara de fantasma, envuelto en su manto de armiño, durante día y noche, y se cansase de su absurdo aliento a pastillas de menta. Lo estoy viendo: me llamaría desde un restaurante caro y concurrido, de esos que a uno se le nubla la vista cuando el maître te desliza por el mantel la bandejita de plata y ves la factura con tantas cifras que ruegas a Dios que te toque el décimo de lotería que guardas en la americana. Esperaría a terminarse las ostras y, bajo el efecto de las dos botellas de champagne que es capaz de beberse mi mujer, sin mojarse los labios, teclearía mi número en su móvil para darme en lo hocicos su exclusiva felicidad, dejándome caer que estaría dispuesta a regresar a casa.
Rebeca es de ese tipo de mujer. Le gusta hacerme rabiar y pavonearse para dejarme claro que soy un náufrago rescatado del Titanic, pero de tercera o cuarta clase.
En el fondo de mi ser esperaba que, tarde o temprano, consumara el acto de largarse con el primero que le ofreciera una vida mejor. Pero lo que nunca imaginé, ni en el peor de mis sueños, es que yo pudiera ser capaz de llevar a cabo, con bastante exactitud y para evitar la hipotética llamada de Rebeca desde el hipotético restaurante, las locas ficciones de una novela que, por cierto, había leído en dos ocasiones.
Siempre me asombró la fantasía del autor. El viejo Mailer, el duro y seductor de Los tipos duros no bailan que le fascina a mi amiga Susana. ¡La dichosa Susana! Ella misma se encargó de regalarme esa novela la famosa noche que vino a cenar a casa con Eduardo, su segundo y rebuscado marido. No sé de dónde narices saca a tipos así.
Empezaba a comprender. Según se oscurecía el salón, mi cabeza se recomponía lentamente. Tuve la impresión de que Susana ya no era mi gran amiga de juventud. Nos conocemos desde el instituto. Con ella me une (o unía) un vínculo especial desde que nos graduamos, cuando se convirtió, de la noche a la mañana, en una rubia oxigenada y escondió sus zapatos planos en lo más profundo de su ser. Es remilgada y convencional y nunca sabes lo que está pensando de verdad. Sus ojos brillan como si estuvieran a punto de cometer un asesinato. Durante todos estos años habíamos cuidado nuestra amistad con delicadeza, como un jardín del que no queríamos cortar una flor, hasta que le presenté a Rebeca. Se cayeron razonablemente bien. Las dos tan rubias, compitiendo por ser la reina de la noche, me hacía gracia de verdad. De vez en cuando salíamos los tres, y luego con las parejas sucesivas de Susana, hasta que conoció al segundo hombre de su vida (o eso dijo), reencarnado en la absurda figura de Eduardo. Un tipo con aire de haber salido de un partido de polo, porque juega al polo, y con más dinero que la fábrica de la moneda, su principal atractivo para las mujeres.
Y, santo Dios… ¿Por qué las Navidades pasadas tuve la infeliz idea de invitarlos a cenar a casa? Para mi sorpresa Rebeca se metió en la cocina (algo inusual) y preparó un estofado con chocolate, cuyo ingrediente principal no era el caco sino el cannabis. Gracias a ese mágico componente, que los cuatro compartíamos como se comparten los secretos, nos estuvimos riendo como auténticos imbéciles durante toda la noche, hasta terminar con el mueble bar. A las cuatro de la madrugada Eduardo y mi mujer estaban tiesos en el sofá y Susana y yo bajamos al 24H de María de Molina a por otra botella de güisqui y más cigarrillos.
Cuando regresamos, esos dos la habían armado.
Rebeca y Eduardo estaban en nuestro dormitorio. Se apareaban como auténticos cangrejos. Creo que el colocón de ellos era tan descomunal que no tuvieron ni el detalle de echarse las sábanas por encima cuando abrí la puerta con la botella de güisqui en la mano para ofrecerles un trago. Mi primera reacción fue echarme a reír como a quien le cuentan un chiste que no entiende, pero Susana montó en cólera. Jamás la había visto tan fuera de sí. Su rubio y esponjoso cabello se erizó como las crines de un caballo a setenta kilómetros hora. Mi reacción no fue tan veloz, me lo tomé con cierta filosofía. Susana corrió hacia mi sofá del salón insultando a mi mujer, como poseída por el diablo, y se dejó caer medio desmayada por la impresión. Se tapó la cara con las manos y comenzó a sollozar como una loca. La abracé para consolarla. Reconozco que yo ya iba menos borracho, y pensé que Susana había perdido el juicio, pues seguía llorando y maldiciendo a mi mujer, a su marido y al pobre gato que huyó de una patada en el trasero que le atizó la buena de mi amiga.
—¡Es una ramera! ¡Jesucristo, cuánto la odio! ¡Quiero irme de aquí! Por favor, Rafa, ¡sácame de aquí!
¿Qué podía hacer más que abrazarla otra vez? Cogí las llaves del coche y la llevé a su casa. A mi regreso, Eduardo había desaparecido y Rebeca dormía a pierna suelta sobre las sábanas. Por la mañana, a ninguno de los dos nos apeteció mencionar el incidente nocturno y corrimos un velo como quien baja el telón de una horrible obra de teatro, hasta que ayer Susana lo levantó. Bien levantado.
Desde esa noche dejamos de salir con Susana y Eduardo y no volvimos a verlos, como es natural. Aquella torpeza de mi mujer supuso un antes y un después en nuestras vidas.
Este incidente había ocurrido diez meses atrás. Y ayer mismo, de eso me acuerdo perfectamente, Susana se presentó en mi oficina de los ferrocarriles para invitarme a almorzar. Los exalcohólicos tenemos un olfato especial para oler la verdad que no deseamos ni ver al día siguiente. Me sorprendió gratamente volver a reencontrarme con Susana. Por su aspecto tan serio y su rostro tenso, pues se mordía el labio inferior continuamente, algo le preocupaba, y mucho. Bajamos a la cafetería de la estación y nos sentamos en una mesa discreta, tras pasar por el bufete y pillarnos un menú de 15€. Llevaba una falda negra muy estrecha, tan estrecha que creí que no se la podría sacar en la noche. Sus ojos negros me parecieron más violentos y atractivos que nunca. Pensé que era una pena no haberme casado con ella. Pero nunca fui su tipo, sobre todo porque mi sueldo no es el que una mujer de su clase espera de un hombre. Su cabellera rubia y salvaje le caía por los hombros como una promesa incumplida. Para mi extrañeza ni tocó el panaché de verduras porque sacó del bolso, en cuanto nos sentamos, un ejemplar muy manoseado de la novela del viejo Mailer. Ella me había regalado uno igualito aquella fatídica y última noche en mi casa que yo no quería ni recordar, porque mi mujer pasó unas semanas insoportable, metiéndose con Susana cada dos por tres, sin mencionar explícitamente su etílico apareamiento con Eduardo, y me gritaba: “Estúpida amiga tuya…, no sabe aguantar una broma, ¡es una remilgada y una hipócrita! ¡Menuda mosquita muerta! Pobre Eduardo. A mí por lo menos se me ve el plumero. ¡Que la follen!”. Yo no entendía el porqué de aquella aversión repentina hacia Susana, si consideramos que fue Rebeca quien se acostó con su marido.
Así es mi mujer: explosiva e inmisericorde; audaz, tan audaz que creo que Susana y yo tuvimos que pararle los pies, con un pasado oscuro y de escasa familia, ya desaparecida. Gracias a Dios.
Pero vuelvo al almuerzo de ayer con Susana en la estación porque tengo la impresión de ver su pérfida cara abriendo el libro de Mailer. Despegó sus labios rosados para decirme que lo estaba releyendo por enésima vez y no dejaba de asombrarse a sí misma de las ideas que le rondaban por la cabeza. “La cabeza, sí, la cabeza”, dijo, saboreando esas palabras. La miré perplejo por las significaciones que tienen las cabezas en la novela. Y lo que a continuación vino a contarme me alarmó completamente.
—¿Qué está pasando? –pregunté.
—¿Que qué está pasando, preguntas? Tu mujer se está follando a mi marido. Desde esa cenita en vuestra casa.
Me sentí como aplastado por un tren de mercancías conducido por Susana.
—¿Estás segura? Son acusaciones muy graves. ¿Tienes pruebas? ¿No estarás estresada por esa fea impresión? Estábamos borrachos, habíamos fumado, fue una tontería… Ella hace cosas sin sentido, pero liarse con Eduardo…
—No fue una tontería, Rafa, ¡en absoluto! El jodido Eduardo me lo ha confesado esta misma mañana. ¡Está loco por ella y se largan! ¡Se largan! Han estado viéndose todo este tiempo, los muy…. Pobre Rafa, esta guarra te la ha pegado bien pegada. Voy a omitir los detalles de la espantosa discusión con mi marido, pero solo te digo que Eduardo me ha firmado un cheque por más de lo que jamás le hubiera sacado por echarme a un lado y dejarle el camino libre. ¡Pobre imbécil! Nadie me ha humillado de esta forma tan horrible. ¡Oh, Rafa!, tenemos que hacer algo. ¡Me va a abandonar! Y es la segunda vez que me sucede… ¡No lo soportaré! Me tenía que haber casado contigo, ¡mierda!
—Venga, Susi, como en los viejos tiempos, eh, mantengamos la calma.
Susana lloraba de nuevo ante mí. No supe qué hacer, ni qué decir, pero la volví a abrazar en medio de la cafetería, sin darme cuenta de que era yo el destinatario de otro engaño. Levantó su bonita mirada de ojitos negros, enrojecidos, y exclamó:
—Pero, ¿no te das cuenta? ¡Se largan mañana! –vi en sus labios la forma del pánico—. A las siete de la tarde, en tren, con destino a París, ¿me oyes? ¡A París! Salen desde Chamartín. ¡Y no pongas esa cara! ¿No te lo crees? ¡He visto los dos billetes con mis propios ojos!
Me llevé las manos a la cabeza y pensé en las veces que Rebeca me había pedido que la llevara a París, en el mismo tren, y por supuesto en Gran Clase, en cabina individual, cocinero y champagne, ¡mucho champagne!; y siempre le di largas. París no es una ciudad que me guste, y viajar en tren, después de desperdiciar todas mis mañanas en las oscuras oficinas de una estación, no me ilusionaba especialmente. Y, con astucia, se lo había sacado al incauto de Eduardo haciendo buen uso de todos sus encantos. El muy estúpido había picado. En el fondo, es algo que le pega a Rebeca. A ella le apasionan los trenes nocturnos (es decir: todo aquello que se pueda hacer en la oscuridad) y colarse en las tiendas de una nueva ciudad, a desfalcarlas, si le es posible. Rebeca, definitivamente, no poseía alma.
Tras las terribles revelaciones de Susana e intentando mantener mi cínico escepticismo, solo me pude acordar de que Susana y yo salimos de la estación y nos metimos en una de los cientos de tascas del barrio de Huertas. Y luego en otra y en otra; y un güisqui tras otro, y así hasta perder el sentido. Creo que tomamos un taxi porque un coche blanco con franja roja casi me atropella. Recuerdo un fuerte empujón para meterme dentro, y se me ha borrado de la memoria todo lo que hicimos después.
Me levanté por fin del sillón, medio mareado y dispuesto a averiguar qué había sucedido la noche pasada. Enseguida me llamó la atención el hueco de la estantería. ¡Faltaba el libro de Mailer!, el que me regaló Susana, el que había desplegado con aire de triunfo en el almuerzo de la estación, si se puede llamar así lo que hicimos. Los pensamientos tenebrosos me llegaban a la cabeza como bombas atómicas. Mi cerebro se convirtió en un banco de niebla. Miré el reloj. Eran las seis de la tarde. Faltaba solo una hora para que París me arrebatara a mi mujer. ¿Y si la noche anterior yo había sido capaz de tomar drásticas medidas para evitar ese viaje? borracho y emporrado para tener valor, empujado por ese tren de mercancías conducido por Susana. ¡No! No me creí capaz de semejante barbaridad. ¡Acabar con la vida de Rebeca! ¡Cortarle la cabeza a mi mujer como en la novela de Mailer! Quizá, esa era la idea retorcida de Susa con el rollo del libro, para forzarme a hacer algo tan terrible. Llegué a la conclusión de que ciertas mujeres estaban desposeídas de alma. Pero no era el momento de pensar en almas sino en cuerpos, y el de mi mujer no estaba en casa.
Registré frenéticamente todas las habitaciones. Rebeca había sacado sus prendas de los cajones y faltaban zapatos y ropa interior, seguro que todo lo encontraría en su maleta. Quedé atrapado en un mar de dudas y preguntas descabelladas. Estaba seco. Me temblaban las piernas. Fui hacia el mueble bar y me serví una ginebra. Era lo único que había. El trago me despejó el cerebro y me armé del valor suficiente para acercarme a la maleta de Rebeca, dispuesta en medio del salón, como si alguien la hubiera dejado allí por algún motivo. El gato se había escondido, y fue cuando vi el libro que faltaba de la estantería, tirado detrás de la puerta del salón. Me acerqué como quien se acerca a la escena de un crimen y entorné la puerta lentamente, dando con el pie la vuelta a la novela. Para mi horror estaba manchada como de sangre por los lomos y le propiné una patada para alejarla de mí como si fuese un inmundo escarabajo.
En ese momento sonó un teléfono móvil. Giré la cabeza en dirección a la maleta porque el sonido venía de su interior. Lo dejé sonar y sonar, paralizado, hasta que volvió el silencio más absoluto a mi salón. Ya casi no veía, la luz del ocaso estaba desapareciendo completamente.
Debía intentarlo. Tenía que salir de dudas. Miré a mi alrededor y no encontré signos de violencia ni manchas de sangre ni nada que indicara las ideas macabras que se me pasaban por la cabeza. Así que me acerqué a la maleta de Rebeca, con la camisa de flores que jamás me pondría, para averiguar qué estaba pasando, si es que pasaba algo y toda mi excitación era producto de la borrachera de la noche pasada. Recordé la clave de la cerradura que enganchaba la cremallera. Hizo clic. La deslicé lentamente unos centímetros, los suficientes para meter el brazo y palpar lo que me imaginaba: una bolsa como de basura, atada con su cinta de plástico. Algo por dentro me decía: “¡No, no sigas!”, pero seguí tocando hasta tantear lo que había dentro. Retiré la mano dando un alarido. Noté como pelo apelmazado de una cabeza, y me dije: “muchacho, serénate, mantén la calma”. Respiré hondo y volví a introducir el brazo buscando ahora sin tanto temor, para reconocer al tacto el rostro de mi mujer: su nariz puntiaguda y sus pómulos redonditos y algo rígidos, su duro cabello todo revuelto, y la oreja: ¡su oreja!, perforada con los cinco pírsines que yo mismo le había comprado en el Rastro.
¡No quise saber más!
Subí la cremallera y volví a colocar el candado. Me temblaban los dedos como si estuvieran pegados a una taladradora. Caí en el detalle del candado. Quien cerró la maleta conocía el código, y Rebeca no pudo ser, estaba claro, y no creo que Susana conociera ese detalle de nuestra intimidad, salvo que se lo hubiera preguntado a mi mujer antes de asesinarla.
“Sí, asesinarla”, eso pensé. ¡Loco de mí!
Llamé a Susana enseguida. Tras cinco inútiles llamadas solo conseguí escuchar su fría voz a través del contestador automático. Cualquiera que haya leído la novela Mailer, sabrá que lo que encontró en el zulo del bosque de Truro, en el que escondía la marihuana su loco protagonista, Tim Madden, no fue solo la cabeza de su mujer dentro en una bolsa de basura, sino dos: ¡dos cabezas de mujer! Pero yo no pensaba ir tan lejos rebuscando en la maleta para comprobar si también estaba la cabeza de Susana. Y sus cuerpos. O lo que el diablo hubiera escondido en ella.
¿Y si el diablo era yo? ¿O era Susana? ¿O ambos? Los dos teníamos motivos para asesinar a Rebeca. Pero yo no soy un asesino; como luego se supo que Tim Madden no cometió los dos homicidios cuyas cabezas alguien escondió en su zulo para incriminarlo.
Me estaba volviendo loco.
El tiempo me acercaba a la salida de ese tren con los prófugos amantes. ¿Y si el idiota de Eduardo había sufrido la misma suerte? A ver quién explicaba aquello a la policía.
Así que siguiendo mi negro código de conducta de escritor de poca monta y dispuesto a rematar la situación, me puse la americana de cuadros. Y con esa pinta de prófugo caribeño con la barba crecida y el pelo de punta por las impresiones, cogí la maleta de Rebeca, con su cabeza dentro, y la rodé hasta el garaje, la metí en el maletero como pude y salí petado hacia la estación de Chamartín.
El teléfono de la maleta volvió a sonar un par de veces durante el trayecto, hasta que paró. Mi terror se desvanecía según cruzaba Madrid. Abrí la guantera, cogí un porro de mi cajita de emergencia y me lo encendí. Lo necesitaba para idear lo que le diría al marido de Susana en caso de encontrarlo esperando a mi mujer.
Enseguida vi al majadero de Eduardo en el andén. Respiré aliviado al verlo vivito y coleando. Porque, aunque fuera un estúpido jugador de polo, no se merecía morir. Tampoco Rebeca. Pero ahora no podía pensar en muertos. Lo encontré apostado sobre una columna llamando por teléfono. Pensé en el móvil de Rebeca en la maleta. No sonaba. Me paré frente a él con la maleta de mi mujer en la mano, como un imbécil.
Cuando él levantó la vista de su móvil, me miró como si se le hubiera aparecido el diablo en persona. Casi da un alarido.
—Tranquilo, hombre. Vengo en nombre de Rebeca –dije con la voz más convincente que pude encontrar en mi garganta–. Soy un pacifista. No me gustan las escenas.
¿Pero qué idiotez estaba diciendo? Eduardo me miraba con los ojos abiertos como platos, y proseguí.
—A la madre de Rebeca le ha dado otro ataque. Está en la residencia, y mi mujer acompañándola. Ya te lo habrá contado… La anciana tiene demencia senil y le dan unos ataques terribles, pero se le pasan en 24 horas. Rebeca se dejó el móvil en casa y me llamó para que te avisara. Ella es así. Mañana se reunirá contigo donde tú ya sabes. Eso es lo que me dijo: que cogieras el tren sin ella. Dijo que mañana a medio día toma un vuelo para la ciudad que tú ya sabes. Y yo, como buen esposo que quiere recuperar a su mujer cuando se harte de ti y te abandone, vengo a decírtelo, en son de paz –y levanté la mano como si fuese un indio.
—Rafael, ¿te estás burlando? ¿Qué has tomado?
—¡Te lo juro! Mira, te he traído su maleta, para que la lleves contigo cómodamente en el tren y así mañana ella no tenga que facturar en el aeropuerto; te la pongo en bandeja, tío. Yo soy así, generoso. Quiero ser buen marido y que regrese a mi lado. ¿Lo entiendes?
—No sabía que tuviese a su madre en una residencia –contestó, aturdido.
La verdad, yo tampoco, me dije a mí mismo, porque hacía de diez años que había muerto la pobre mujer.
—Sabes tan pocas cosas de ella… –exclamé, subiendo los hombros.
—Eres un perdedor –dijo con saña Eduardo.
—Bueno…, ya sabes que soy seguidor de Adam Smith, y siempre pensé que la riqueza del hombre proviene de su propio trabajo y no del oro ni la plata ni del capitalismo salvaje.
No sé, me sentía animado y empezaba a decir tonterías. Para mi suerte, escuchamos la partida inminente del tren. Eduardo dudaba, no sabía qué hacer, perplejo y arrinconado, como a quien le meten un gol en toda la escuadra. Le acerqué la maleta. Él la agarró y la levantó en vilo; creí que se le caía, pues pesaba lo suyo y se le fue hacia un lado, pero la subió al vagón haciéndose el fuerte, y él detrás, como un autómata al que le han dado cuerda. Y yo había encontrado la llave.
A modo de despedida, mientras una súbita felicidad acudía a mi encuentro al ver al mentecato de Eduardo subido al tren, con la cabeza de Rebeca en la maleta y vete tú a saber qué más, dije, así de homenaje:
—¡Ah…! Y dile a Susana, si la ves, que los tipos duros sí bailan.
—Vosotros, como siempre, hablando en clave –me contestó, y me dio la espalda con la maleta de Rebeca cogida por el asa haciéndola rodar por la alfombrilla para alcanzar su asiento.
Y viendo partir su tren, de repente, me acordé de todo y salí en desbandada.
Relato galardonado y publicado en la Colección Premios del Tren (2014).
Mercedes de Vega (Madrid, 1960)
Escritora española autora de las novelas El largo sueño de Laura Cohen (2020), Todas las familias felices (2017), Cuando estábamos vivos (2015), El profesor de inglés (2010) y Cuentos del sismógrafo (2007). Ha publicado numerosos relatos en publicaciones colectivas y artículos sobre literatura. Ha sido galardonada por dos años consecutivos (2013 y 2014) en los Premios del Tren Antonio Machado. Su obra como narradora breve aparece referenciada en El cuento español del siglo XXI, de la Universidad de Zúrich.
ILUSTRACIÓN: CLEMENTINA CORTÉS