06/03/25. Pocos días en el año se han ganado mejor su contenido de memoria como el 8 de marzo. Esta fecha, obrera en sus orígenes, muy lejos de la mercadotecnia que nos inunda de rosa y morado, de flores e ideas de autoayuda, contiene las trazas de un siglo XX de luchas. Un siglo que suena a tanto no es más que un puñado de años, que un centenar de veces que se repitió una fecha y en esta ocasión es sobre todo la conmemoración de cómo, marchando a su ritmo, en sus propias olas, las mujeres lograron que el derecho en casi todo el mundo fuese cambiando.
¿Serán nuestras hijas, nuestras nietas más libres, iguales y sufrirán menos acoso, violencia o discriminación que nosotras? La apuesta está en el horizonte.
Nos cuesta hacernos a la idea, pero nuestras abuelas y sus madres, las abuelas de estas fueron poco más que cosas. Las declaraciones de derecho las ignoraron, las cosificaron. En vez de describir sus derechos, determinaron cómo debían ser los acuerdos de las familias para casarlas. Incluyendo los derechos que surgían cuando un hombre las raptaba –sí, se las llevaba sin permiso de nadie, quizás con el acuerdo de la mujer o no-, la lista de cosas a las que el matrimonio las obligaba que mi abuela llamaba “la cruz” que obtenían como Cristo y que era tan extrema que les quitaba hasta el derecho de decidir si querían o no tener relaciones sexuales o hijos.
Las cosas han cambiado mucho. Tanto que no nos damos cuenta, que puedes leer esta hoja mientras tienes un teléfono y trabajas o caminas la ciudad. Saber leer, era como pensaban las pioneras parte fundamental para alcanzar la igualdad, el derecho al trabajo, el derecho a la salud y a decidir dónde, cómo y para qué vivir. Desde esos momentos que parecían promisorios, la trama se ha enrarecido. Algunas españolas hablan que transitamos tiempos en el que los derechos se quieren borrar. Primero porque la violencia no cesa, luego, porque la mujer como concepto –base de la idea de que somos sujetos de derechos- se ha desdibujado y finalmente, por esta terrible ola neoconservadora que atravesamos.
¿Serán nuestras hijas, nuestras nietas más libres, iguales y sufrirán menos acoso, violencia o discriminación que nosotras? La apuesta está en el horizonte. Una de las claves para que ello sea posible es la memoria. Saber quiénes somos, quiénes hemos sido y soñar en conjunto lo que aspiramos ser.
Durante un poco más de tres años este espacio ha intentado dedicarse a esos asuntos. Poder tomar aquellos estudios que nos develaron que el hombre de la prehistoria también fue mujer para poner sus nombres y rostros en otros períodos, como la Colonia, la resistencia indígena o la gesta de Independencia. Hasta llegar a las que todavía viven o apenas han dejado de hacerlo y entendieron que la “cuestión femenina” no era un asunto de segundo orden.
Ha llegado el momento de ponerle a esta columna, al menos por los momentos, un punto final. Esperando que algunas de sus historias hayan abierto el corazón o las ideas en algunos de sus lectores, profundamente agradecida por el trayecto recorrido, por el libro que surgió como hijo de estas líneas y el bonito recuerdo del Premio Nacional de Periodismo que consiguió.
Es bonito darse la oportunidad de hacerlo cuando algunos temas están en alto, en el mes que las mujeres se reúnen a debatir y a hacer; cuando aparecen publicaciones que reivindican a las compañeras científicas o cuando en las plazas se firman pergaminos para jurar que se recuperará la memoria de la Venezuela mujer que no se ha visibilizado. Por eso, hay despedidas que no son más que ganas de seguir andando y la promesa de volver.
POR ANA CRISTINA BRACHO • @anicrisbracho
ILUSTRACIÓN ASTRID ARNAUDE • @loloentinta