Conocí la devoción a San Juan en 2011, cuando me fui de paseo con unos panas a Chuspa por el 24 de junio. No tenía idea de qué iba a celebrar. Para mí, solo era un día feriado a causa de la Batalla de Carabobo y ya. No contaba con que mi primer encuentro cercano con la fe de la costa me marcaría para siempre. En aquel entonces, le pedí a San Juan mi más secreto anhelo, mientras contemplaba las estrellas a la orilla de la playa. No me cumplió. Tres años después, volvería con otra comitiva de panas, a celebrar al Santo regalón. Esta vez sería a Naiguatá. Ya tenía un poco de más nociones sobre el santo, pero llegué igual de perdida. Al llegar en autobús a Naiguatá, una marea roja arropaba todas las calles del pueblo. Creí haberme confundido con una marcha chavista, y resultaba que no: rojo es el color del santo niño. Esa segunda vez tampoco valoré mucho la envergadura del momento, y solo me concentré en compartir con mis amigos y la playa. De nuevo, le pedí a San Juan lo mismo, y tampoco pasó nada. Once años después decidí celebrar al santo por un asunto de fe. De nuevo, bajé con amigos: en un emprendimiento que lleva mi gran amigo bailarín Alexander Madriz con su proyecto Alexandertours.
Nos agolpamos antes de las 7:00 AM en Plaza Altamira, y nos subimos al autobús que rentamos para la ocasión. Todos llevamos nuestras pintas rojas, para alinearnos con la celebración, y estábamos felices. Al cabo de unos 45 minutos, ya estábamos llegando al pueblo de Naiguatá, donde la alegría desbordaba por las esquinas. "Este día es muy especial, porque nuestro santo baja a llenarnos de bendiciones. Yo, ya vendí todas mis empanadas y ni siquiera son las 8:00 AM. ¡Ya San Juan me hizo el milagro! (Risas)", me compartió doña María, quien ya perdió la cuenta de los años que tiene celebrando San Juan.