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Ernesto Lecuona

22/10/25. La maravilla de las bibliotecas personales, es que casi siempre hay un libro olvidado que aparece cuando tiene que aparecer. Así apareció aquel de Sindo Garay, que bastante punta le sacamos, en nuestro trabajo sostenido sobre la trova cubana que hemos venido realizando. Eran mis primeros días en La Habana, cuando me encantaba salir a caminar a comprar discos, que me los compré toditos, sobre todo los de una tiendita que había en Capitolio, y sobre todo libros, que eran tan baratos, que pocas veces dejé de adquirir, y sino me los obsequiaban, como aquel con un perfil de Benny Moré de Amín Naser, que nos regalara Radamés Corona, luminito de la orquesta de Riverside , la del cabaret Havana libre , con importantes testimonios de la vida de Moré. En eso andaba, cuando aparecía, picándome el ojo un librito, lo digo por lo pequeño, pero en realidad un librote, “Cuatro músicos de una villa”, que resulto ser de Leonardo Depestre Catony, prologado, por cierto por mi amigo Helio Orovio, en edición de Letras Cubanas de 1990.

 

Ya me había nutrido del libro del amigo Luis Bigott, en prólogo de Leonardo Acosta, un especialista cubano que conocí en algunas sesiones del Coloquio Boleros de Oro en la Habana, quien deja constancia que así transcurre la historia del bolero cubano que nos trae Luis en detalle, desde las peñas de los viejos trovadores finiseculares influidos por el cadencioso ritmo del cinquillo danzonero, pasando por los agitados años transcurridos entre la furia del son oriental y los vendavales sociales y políticos; por aquí desfilan Pepe Sánchez, Sindo Garay, Villalón, Rosendo Ruíz y Manuel Corona, amigo del poeta y líder comunista Rubén Martínez Villena, quien también compartió en los años 20 la bohemia del Grupo Minorista, cuyas filas tenían como maestro a don Fernando Ortiz y contaban con dos jovencitos que prometían mucho en las letras y se llamaban Nicolás Guillen y Alejo Carpentier. Y cuando el vendaval no dejara en pie ni al teatro Alhambra, en los difíciles e incoloros años 30 la "trova intermedia" se mantenía amurallada en las peñas, pero asomada a las ondas radiales, mientras surgía y pasaba el danzonete, se fortalecían las jazzbands y llegaban nuevas influencias bolerísticas desde Yucatán, Veracruz y Ciudad México, que irían conformando imperceptiblemente el estilo de los “pianistas-compositores” de la próxima generación.

De esa pléyade de trovadores insignes, que hemos venido reseñando, surge también el pianista compositor Ernesto Lecuona, el prodigio de Cuba como lo calificara Ricardo Bada en su columna Los puntos sobre las Ües. Lecuona había nacido en Guanabacoa, el 6 de agosto de 1895 (aunque en su lápida sepulcral, en el cementerio neoyorkino Gate of Heaven, de Hawthorne, consta que fue el día 7) en cualquier caso, nació una criatura a la que sus padres bautizaron como Ernesto Sixto de la Asunción Lecuona Casado. Para los efectos, en realidad fue ciudadano español, en ese momento Cuba todavía pertenecía a España, aunque lo fue tan sólo tres años. Todo aunado a que era hijo menor del periodista canario Ernesto Lecuona Ramos, lo que tal vez anunciaba su amor por España y Una Suite española Andalucía con seis partes: Córdoba, la Alhambra, Gitanerías, Guadalquivir y la famosa Malagueña. Además dedicó una obra a El Escorial, que se titula “Ante el Escorial”, fantasía para piano.

Sin embargo, no por eso, el culto a las raíces africanas y la música criolla, quedarían fuera de su circunstancia, al decir de Ortega y Gasset, pero antes debemos hablar de “La comparsa”, que también tiene su cosita afrocubana, una de las primeras creaciones musicales de Lecuona reveladora del genio de su autor, de su condición de compositor nato y de los fundamentos de su pensamiento musical. En ella se desarrolla una sintaxis musical, donde se integran los factores de la tradición con la real inventiva e imaginación propia de sus extraordinarias facultades. Sino que lo digan Chucho Valdés, Michel Camilo, Gonzalo Rubalcaba, en ese divino performance tocando los tres La Comparsa, de Lecuona, que evoca las imágenes de una comparsa del carnaval habanero, -en crónica de Ecured-, a la vez que es percibida por el oyente, en su verdadero carácter de baile traslaticio; es decir, se escucha la comparsa, cómo surge desde la lejanía, se desplaza y acerca hasta el momento climático en que se encuentra justo a nuestro lado y continúa su paso para irse alejando en la distancia y desaparecer. Y si quedaron fallos, maten la liga con Frank Fernández junto a la Orquesta Sinfónica Juvenil en la Sala Simón Bolívar de Venezuela.

Lecuona, que aprendió a tocar el piano con su hermana Ernestina, fue un niño prodigio que ya dio su primer recital a los tres años y a los trece había compuesto su primer opus, la marcha titulada Cuba and America, en la portada de cuya partitura puede leerse la dirección del compositor: «Ernesto Lecuona, Prado 5, Havana, Cuba». Desde muy joven destacó en la Escuela Nacional de Música de La Habana siendo alumno de Joaquim Nin (padre de la escritora y memorialista Anaïs Nin), quien al irse a París lo dejó bien recomendado en manos del pianista y compositor neerlandés Hubert de Blanck, afincado en la capital cubana.

Hubert de Blanck, que en 1918 fundaría la Orquesta Sinfónica de Cuba, ejerció durante aquellos años una gran influencia en Lecuona, y su gestión le abrió las puertas de las salas de concierto europeas y norteamericanas, gracias a lo cual fue conocido y reconocido a uno y otro lado del Atlántico, elogiado por gente como Ravel y Gershwin. Por cierto, que en algunas biografías llaman a Lecuona “el Gershwin cubano”, si bien haciéndole honor a la cronología debiera decirse que Gershwin fue el Lecuona gringo. En próxima entrega, hablaremos de su impacto en Hollywood, y en Estados Unidos en general.

Leo Brouwer, otro buen amigo, asegura que lo singular de las interpretaciones de Lecuona (tío abuelo suyo al que conoció personalmente) en realidad nieto de Ernestina, “es un sonido especialísimo, uno de esos sonidos inimitables. Curiosamente tenía una serie de características en sus manos como las de uno de los más grandes pianistas de la historia, que él jamás vio, que es Vladimir Horowitz. Ambos tocaban con la mano chata, ambos con unos dedos de este largo (que no son precisamente los mejores para el piano), pero sin embargo son dos de los mejores pianistas, o dos de los mejores toques” que hubo en la historia de ese instrumento. Lo que me resulta motivo de reflexión es que Lecuona ya tocaba el piano cuando Horowitz aún no había nacido, era ocho años menor que su colega cubano. Y un inciso: nadie ha sabido explicarme en qué consiste tocar el piano “con la mano chata”.

¡Esto es para largo… ¡Porque ni siquiera hemos tocado Siboney, ni María la O!

¡Llévatela Gouveia!

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