23-04-23. Pablo supo que Carlitos no iba a volver cuando vio a su mamá entrar al rancho a los gritos, mientras las tías la sostenían para que no se cayera al piso o se arrancara los pelos. Después le dieron una pastilla con vino y la pusieron a dormir. A él le dijeron que se portara bien, y lo abrazaron mucho, porque sabían cuánto quería a su hermano.
A Carlitos lo habían matado, y el cuerpo apareció flotando en el Riachuelo, boca arriba –cosa bastante rara, porque los ahogados solían quedar boca abajo–. Pablo se fue corriendo al fondo de la isla, y se metió a llorar en una de las casillas abandonadas. Ya estaba desobedeciendo a su madre, porque a ella no le gustaba que fuera para el fondo, donde vivían los densos, que tomaban mate en los pasillos todo el día y después salían a la noche todo mal, o se los llevaba la policía, o los mataba la policía o se tiroteaban entre ellos y con la policía. La gente de adelante les tenía miedo, porque en Montaña, la calle principal, se andaba bastante tranquilo: con negocios de ropa y almacenes, casi parecía un lugar normal.
En el fondo era distinto, pero a Pablo le gustaba. El fondo quedaba más lejos del Riachuelo, el aire apestaba menos y no se escuchaba tan claro el plop plop del agua negra, que le hacía acordar a un monstruo dormilón que, algún día, se iba a despertar y les iba a tirar el puente encima; pero no el puente Avellaneda, el viejo, ese de fierro oscuro que no servía para nada pero a alguna gente le parecía lindo aunque era igual al espinazo del monstruo, así, al aire libre. Algún día el agua aceitosa iba a cubrir el puente viejo, iba a tomar forma, y toda esa oscuridad se los iba a llevar, como se acababa de llevar a Carlitos.
Cuando terminó de llorar se fue a buscar al Chino, su mejor amigo que vivía solo porque tenía al papá preso y la mamá se había ido a trabajar a Constitución y no había vuelto más. El Chino se caminaba la isla todo el día y por eso estaba cada vez más flaco. Además, había empezado a fumar. Era muy inteligente, y conocía lo que pasaba en la isla, hasta los secretos, y eso que de muchas cosas nunca se hablaba.
Sabía, por ejemplo, lo que le había pasado al pibito que vivía al lado del San Telmo. Primero se fue a Constitución a pedir, porque le dijeron que ahí estaba la posta. Después agarró la bolsita y la empezó a necesitar, porque pasaba eso: la tenías que oler todo el día o te volvías loco. Unos tipos le prometieron darle bolsitas gratis. Gratis de plata: tenía que chuparles la pija o alguna otra cosa así como pago, de degenerados que eran. Después de un tiempo el pibito apareció en el Argerich, se había querido tirar debajo de un coche. Lo salvaron. Lo trajeron de vuelta. A la semana se tiró al Riachuelo y se ahogó. Muerte segura, con ese aceite que parecía los pelos largos empastados de las mujeres cuando tapan las cañerías y hay que sacarlos o tirarle a la cañería soda cáustica.
El Chino había visto animales muertos flotar y pudrirse, cachos de carne, intestinos de vacas. Pablo no había visto tantas cosas: no se acercaba al agua, trataba de andar lejos de la orilla y del muelle. La teoría del Chino era fácil: el agua negra pedía pibitos, había que entregarle chicos de vez en cuando, tipo ofrenda, como a las Mais cuando pedían cosas para favores. Por eso los policías le habían hecho cruzar nadando el Riachuelo a ese pendejo que se llamaba Emmanuel en Pompeya. Eso lo hicieron porque son unos hijos de puta, dijo Pablo. Más vale, dijo el Chino, pero ¿por qué tan pero tan hijos de puta? Si lo querían matar, con pegarle un tiro ya estaba. ¿O acaso no matan pibes todos los días? No: lo hicieron cruzar porque el Riachuelo los convenció, porque el Riachuelo habla.
El Chino nunca le había escuchado la voz, pero hay cosas que se saben, que son obvias, aunque no haya pruebas.
El Chino se armó un porro y ofreció, pero Pablo le dijo que no, porque cuando estaba mal no fumaba, se ponía peor. Además, ¿qué iba a hacer ahora sin Carlitos? Había un montón de gente en la isla que organizaba marchas, ayudada por unas personas que venían de Capital: estaban convencidos de que a Carlitos lo había matado la policía. Seguro que tenían razón, pero no había sido eso solamente, pensó Pablo. Si el Chino tenía razón, la cuestión no se arreglaba con hacer mierda a los policías o mandarlos presos. No se iba a terminar nunca, porque el monstruo no se iba a ir. Siempre iba a querer más y siempre iba a conseguir gente que le habilitara lo que necesitaba.
Él sabía lo que pasaba abajo del agua negra, desde muy chico. Una sola vez se había subido al bote para ir hasta La Boca, con su papá, cuando todavía estaba vivo, antes de que se lo comiera el bicho. Y había visto los cientos de deditos del monstruo tocando el bote y los remos; su papá hablaba con un amigo, ni lo miraba, pero Pablo sintió que le faltaba el aire y quiso decirle papá mirá esos dedos, dedos flacos pegajosos, a medio formar todavía, pero iban a hacerse fuertes algún día, él se dio cuenta y tenía nomás cinco años.
Ahora tenía ocho, y ya sabía demasiado. Que el agua no se dejaba limpiar, por ejemplo. En la isla se hablaba de que nadie cuidaba a la gente ni se decidía a limpiar el Riachuelo porque, total, eran pobres, si se morían mejor, menos problemas, menos pobres chorros brutos sucios. Qué importaba si se contaminaban, si los chicos se enfermaban con manchas en la piel, si nacían deformados, sin ojos, con brazos de más o de menos, con el corazón del lado derecho, las mujeres que abortaban en seguida de embarazarse, y cáncer a cualquier edad y en todas partes del cuerpo, una forma de matarlos sin que tuvieran que pegarles tiros.
Pero el Chino le había contado otra cosa. Una vez había venido una cuadrilla de limpieza. El Chino, que se llevaba bien con todo el mundo y le sacaba conversación a cualquiera porque no hablaba para nada como un villero, y la gente se impresionaba, se puso a conversar con uno de la cuadrilla y después terminaron borrachos. El limpiador le contó la verdad. Tenían que hacer como que trabajaban, pero no tenían que empezar de verdad. El hombre no sabía muy bien por qué les habían dado esa orden, a lo mejor porque alguien se quería quedar con la plata del proyecto. Pero el Chino investigó más y encontró una información que entonces a Pablo le pareció muy rara, y ahora le resultaba totalmente creíble: había gente que sabía del monstruo dormido, y no quería molestarlo, porque esa gente se hacía una idea clara de lo que podía pasar. Entonces armaban planes de limpieza, los publicaban en los diarios, los anunciaban en la tele, pero no los hacían nunca. Hasta podían ser cómplices del monstruo. Les convenía. A mí me encantaría pensar que no limpian nomás de hijos de puta, dijo el Chino. Pero me parece que quieren que todo quede como está, o quieren que siga adelante y no cambiar, porque nadie sabe qué es el Riachuelo. Quién duerme en el barro allá abajo. Qué pasa si se lo molesta.
Nadie sabe.
De Uno a uno: los mejores narradores de la nueva generación escriben sobre los 90. Editorial Sudamericana-Mondadori. Buenos Aires, 2008.
La autora
Mariana Enríquez
(Buenos Aires, 1973)
Licenciada en Periodismo y Comunicación Social por la Universidad Nacional de La Plata. Publicó las novelas Bajar es lo peor (1995), Galerna (2013) y Cómo desaparecer completamente (2004). Es una destacada cuentista en el género de terror, ha publicado Los peligros de fumar en la cama (2009), Chicos que vuelven (2010) y el libro de crónicas Alguien camina sobre tu tumba (2013). Es conocida como parte de la generación de “nueva narrativa argentina”. En 2019 ganó el Premio Herralde.
ILUSTRACIÓN JAVIER VELIZ