17-08-23. Escalinatas arriba sudaba y jadeaba con paso agitado. Habiendo pasado la hora de la comida, el sol reflejado en las carrocerías engrosaba el vaho de la tarde y el vapor de sus lentes. A 35 grados centígrados, la cita de Camilo se hacía cuesta arriba, tan empinada como los escalones que subía uno a uno con su maletín y el ramo prometido.
“Llegaste tarde, mijo”, lo recibió impávida. Con mirada hacia la vista de una ciudad ajena que le parecía extraña. El tiempo transcurre de a saltos y asaltos es lo que ahora presencia Eulalia. El silencio la cubre y protege de un pavor circundante y omnipresente a todas horas.
“Acá lo prometido, señora Eulalia. La botella de ron se me rompió subiendo”. “Sí, ya se siente el olor en tus pantalones. ¡Parece que te hubieras hecho! Jijiji”. “Bueno mijo, gracias por haber venido. Acá los días pasan y uno ya no sabe cuándo es mañana o el año que viene... Ya ni recuerdo cuándo fue que me trajeron acá. Empecé a caerme en la casa. Por cualquier golpe los huesos se me rompían, fíjese! Ya no podía amasar las arepas porque las manos me ardían. Luego las piernas se me dormían. Si se fija bien ahí tengo esas várices grandotas, aunque siempre me froto con mentol; ya sabe, para no sentir dolor”.
Camilo la observaba en silencio. El corte de aquellas hebras blancas y brillantes le recordaban algún tiempo feliz a lo garçon, caminando por la plaza. No se atrevía a interrumpir. Se preguntaba si un minuto de su juventud le llegaba en algo a la alegría de aquellos años.
Suspiró.
“Y pues entonces mis muchachos, mis hijos decidieron que yo ya estaba muy necia para la gracia. Cuando Muñoz se fue yo me hice cargo sola de la casa, tres hijos pequeños, la pobreza. A mi madre le había prometido jamás volver a casarme para que no hablaran de mí en el pueblo. Dirán que Eulalia de Muñoz vivió de hacer arepa, pero no de andar de zoqueta dándoles mal ejemplo a mis muchachos. Me dediqué a cuidar el corral de las gallinas, ir al mercado los sábados y las arepas después de misa”.
Camilo pensó en su madre, divorciada y sola. La carrera, la profesión, los gastos, la vida y la disfuncionalidad. Recordó la noche que había confesado ser homosexual y el rictus de desprecio. “¿Será que nunca me quiso?” Se preguntaba.
Eulalia se explayaba a contarle a Camilo de su vida y avatares. Reía como cuando tenía 15 años y se iba de paseo con sus primas a la Plaza Campo Elías. Cuando conoció a Muñoz, Pedro Eustaquio Muñoz, panadero de 45 años. Pero las horas pasaban y el tiempo de visita menguaba.
“Cuando mis hijos me abandonaron yo sentí un vacío muy grande, mijo. Creí que se me había acabado el mundo. Seguía haciendo cuatro arepas pensando que algún día iban a aparecer por aquella puerta pidiéndome la bendición pero nada. Aparecieron el día de la caída. ¡Ay! ¡Qué alegría sentí al verlos! ¡Se me olvidó el regaño que pensaba darles, la mala cara que pensaba ponerles! Hasta se me olvidaron las arepas, porque había pasado toda la mañana tirada en ese suelo... Pero ellos llegaron y ni me vieron. No me dijeron nada, mijo. Ni siquiera me pidieron la bendición, me desperté en una casa rara y sin nadie con quién hablar. Si acaso me hubieran dejado en mi rancho y yo les daba de comer a las gallinas, pero qué va.
Así que empecé a ver qué podía hacer de bueno en aquella nueva casa. ¿Y para qué mis hijos me habrán traído acá? Ay, si acaso me hubieran dejado ver a mis nietos. ¡Ya deben estar tan grandes! Entonces en esa nueva casa empecé a tejer, a conocer y a cuidarla. Y les tomé un cariño tan inmenso que me dije que cuidaría de todos ahí. En la mañana les echo la bendición y en la noche les cuido el sueño. Me asomo a la ventana a coger el sereno y limpio todo y lo pongo presto. Pero eso sí, ¡Que no se atrevan mis hijos a tratar de sacarme, no señor! Esta vez sí que no los dejo entrar a mi nueva casa. ¡Que Dios los perdone!”
“Precisamente, doña Eulalia, de eso quería hablarle”, interrumpió Camilo. Mire madre, yo le agradezco mucho lo que está haciendo por nosotros en la casa pero yo... yo también tengo derecho de hacer mi vida ahí, no tiene por qué estar espantando a mis amigos cuando la casa está sola...”
Eulalia fijó su mirada infinita en los ojos del tímido Camilo. Sonrió.
“Ay perdone, mijo. Es que yo le he tomado un cariño que lo quiero ver realizado y hecho un hombre. Saliendo de esa casa con una buena mujer, bien casado y echando pa’lante. Pero está bien, yo no molesto. Gracias por los claveles, mijito. ¡Cómo se ve que me conoces! ¡Así eran los ramos que me traía Muñoz! Venga para darle un beso en la frente y echarle la bendición”.
Escalinatas abajo sintió el viento. Los rayos del sol anunciaban el ocaso en las paredes. Camilo pensaba en silencio en su propio abandono, en la madre de la que más nunca supo y su propia espera. Pensó en todos aquellos amantes infructuosos en aquella vieja pensión, el desencuentro y su soledad. Pensó en Eulalia, y su sonrisa de cobijo le trajo paz. El próximo domingo pasaría por allá: sección este, vereda 4. Lápida 458a
“Aquí descansa Eulalia Pacheco, viuda de Muñoz.
Recuerdo de sus hijos y nietos”.
Los claveles rojos aguantarían aquel calor.
La autora
María Eugenia Acero Colomine
(Caracas, 1977)
Traductora inglés–alemán por la Universidad Central de Venezuela (UCV), docente de idiomas en diversas academias e institutos. Periodista para la revista Épale CCS, con experiencia en medios como Radio Nacional de Venezuela, La Radio del Sur y Telesur. Autora de los poemarios Una y nos vamos (2021), De milagro (2023), Protocolos para el olvido y Canela en rama (inédito). Ha participado en talleres de narrativa y poesía en la UCV y el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Celarg).
ILUTRACIÓN: MAIGUALIDA ESPINOZA COTTY