19/10/23. Tango e iglesia. Mala combinación pero así soy yo. Mucha gente frunce el ceño al verme los domingos en la misa, en especial el sacerdote que no aguanta sostenerme la mirada desde que le dije que había soñado con un Dios que se suicidaba después del tan mentado Apocalipsis. ¿Sé fiel hasta la muerte? Fiel al violonchelo y a una mujer.
Pero me gustaba ir a la iglesia con Fresedo. Y con la nana que todavía lo amamanta y eso que Fresedo ya llega a los quince años.
Ese domingo, más monótono que el ritual de las mañanas de servirme café y abrir la arepa y embarrarla de mantequilla, se vio trastocado por un par de pezones y un vestido negro. Todos voltearon a mirarla, mujeres envidiosas con nariz de zanahoria y hombres que en el confesionario pedían perdón por prácticas onanistas.
Yo le vi cara de Adriana o Patricia. Hermosa y correcta en el cuerpo como los conciertos de Bach.
Fresedo la diagnosticó y la nana chirrió de celos (aclaro, la nana tenía diecisiete años y una hija en su haber cuando mi amigo nació). Venía sola a contraluz con un vestido negro ceñido que delataba sus redondeces y el delito magnánimo de no usar sostén. Tenía talante cansado y de foránea que viene a meter la uña en las vanidades ajenas. El sacerdote la miró y fue el caimán que lleva años haciendo dieta.
Esa noche no pude olvidarla, su figura toda caderas y pelo lacio tono funeral me acompañó incluso cuando fui a bañarme.
La semana empezó con un orden descomunal: el liceo y Fresedo contándome de las aventuras en el cuarto de la nana. Las prolíficas lecciones de chelo con la profesora Fiorella que hasta ese entonces fue la mujer más erótica del planeta. Los rostros que se van de viaje y los almuerzos, los libros que hay que leer para los exámenes. Y otra vez era domingo y era la iglesia. Ella entró del brazo de Mariano Libertella, un pintor fracasado que vive en la calle que tiene una cloaca rota. No puede ser su hija ni su mujer porque Libertella no gusta de las vaginas sino de los falos. Una vieja comentó con otra que se llamaba Gricel, como en aquel tango que Amelita Baltar cantaba sin gracia. Llevaba una blusa blanca que enmarcaba la pronunciación prolija de sus senos y una falda negra que jugaba a levantarse para que las piernas sonrieran, me sonrieran a mí. También escuché que se estaba quedando en la casa de Mariano.
Era hora de probar suerte con la pintura. Siempre me interesaron el Bosco, Picasso, Goya. Fresedo me ha contado que Clara, su nana, le ha permitido profundizar en ella todas las noches siempre que estén seguros de que mamá se ha tomado las pastillas para dormir. Edipo no coartado en sus fines, embalses de magma pálido escurriéndose por los predios de una piel estriada y cansada de lavar, planchar. Fresedo tiene suerte. No como yo que soy cobarde, que soy de vidrio.
El miércoles decidí pasar por casa de Libertella para enterarme sobre los cursos de pintura. Gricel abrió la puerta. Tenía una bata roja y el maquillaje chorreado como si un burro la hubiese lamido. Lucía amable como una almohada. Pero no pude contenerme y cuando me habló me di la vuelta y salí corriendo. Me oculté en el jardín de mi casa detrás del chelo silencioso y sentí morirme, sentí un sabor a eclipse en la punta de la lengua. El sacerdote estaba allí, lo vi desde la ventana de atrás, lo vi bajarse los pantalones frente a mi madre y a mi madre llenar su boca con él. La sotana en el piso de la cocina me hizo reír despacio, qué depravado es este Padre Nuestro.
El jueves volví a intentarlo con suerte. Esta vez Libertella me abrió la puerta y ese mismo día empezamos con las clases. Tuve que pintar botellas de vino, al lado de Requena que siempre nos pareció talentoso pero muy ñoño en el liceo. Todo marchaba bien, yo tarareaba un tango cualquiera de Pugliese. Todo era océano pacífico, aunque yo esperaba con endeble ansiedad el desparpajo de esa aparición: Gricel, que bajó los peldaños para llegar al estudio con la misma bata roja del otro día. Ella fue en ese momento Manuel de Falla y los jardines de España.
Sonrió al verme. Libertella le dijo que ya se podía quitar la bata y que subiera al pedestal. Se me cayó el lápiz, bueno, estaba temblando, y Requena me auscultó sorprendido pero queriendo disimularlo. Se quitó la bata y Manuel de Falla era pura baba.
Libertella la pintaba, planeaba hacer una muestra de desnudos en la galería municipal.
Toda mi infancia, con su angustia y frustración, se amontonó en ella: la nariz suave me recordaba a la de mi madre que en ese momento tendría la nariz en la entrepierna del cura. Los muslos frondosos donde me escondía cuando tronaba. La sombra sorbida de su sexo carnoso y poblado de hilitos aciagos. Los dedos alargados hasta el paroxismo. La boca mordida desde lejos. Los senos palpados en silencio como si tocara las cuerdas de mi instrumento grave y melancólico. El chelo y Gricel podrían serlo todo a partir de ahora. Podrían serlo todo si mi saliva inundara los sueños de sus pezones. Requena me miraba confundido. Libertella la amasaba con sus manos y no le importaba, no como a mí que soy un ser de vidrio.
Llegué a mi casa sin el sol sobre la espalda, mi madre lavaba los platos y a las ocho vino asustado Fresedo a contarme que su vieja se había enterado de todo y que había sacado a patadas de su casa a Clara. Traté de hacer que el chelo me hablara pero en mí todavía temblaba la imagen de sus lunares y el ombligo domando las fieras en mi sangre.
Me di cuenta de que mi pantaleta estaba empegostada de amor y que Gricel tenía la culpa.
La autora
Enza García Arreaza
(Puerto La Cruz, 1987)
Narradora y poeta. Autora de Cállate poco a poco (2008), El bosque de los abedules (2010), Plegarias para un zorro (2012), El animal intacto (2015) y Cosmonauta (2020). En 2017 participó en el International Writing Program de la Universidad de Iowa y fue escritora invitada de la organización City of Asylum en Pittsburgh. Entre 2018 y 2020 fue residente del International Writers Project de la Universidad de Brown. Ganó el Concurso para obras de autores inéditos, de Monte Ávila Editores (2007), y el III Premio Nacional Universitario de Literatura de la Universidad Simón Bolívar (2009).
ILUSTRACIÓN: MAIGUALIDA ESPINOZA COTTY