27/03/25.
A mi padre siempre le gustaron las letras. Se dedicaba a componerlas. Las atesoraba en chibaletes junto a un Pequeño Larousse Ilustrado que siempre tenía que estar al alcance de su mano.
En la imprenta –que todavía existe pese a su ruina y al tiempo sin usarse– permanece todavía, en una repisa, una lata de leche Nido en la que mi padre guardaba celosamente los polvos para dorar y para el “alto relieve” de las tarjetas bomboneras, de bautizo y de bodas que imprimía.
Yo hacía que brotaran letras, cual flores en sus capullos, con ese polvo dorado, un tanto opaco y hermoso. Me gustaba “dorar” las diminutas tarjetas que mi padre llamaba bomboneras, y las de bautizo, que llevaban color dorado y “alto relieve”. Generalmente, mi padre imprimía estas tarjetas en papel pergamino. Las de bautizo y de bodas iban en papel hilo, igual que las de los obituarios. Las tarjetas de presentación, también eran impresas en papel hilo.
Mi padre confió siempre en la pulcritud, dedicación y limpieza de mi trabajo en la imprenta, aun cuando era una niña de, tal vez, unos 10 años. Compaginaba los talonarios de manera rápida, expedita. Había desarrollado tal habilidad en la compaginación de talonarios, tanto duplicados como triplicados y quintuplicados, que mi padre me los confiaba casi todos. Salvo que se tratara de más de 50 talonarios. Nunca los empastelaba. Era un trabajo en el que debía ser cuidadosa para que la numeración coincidiera con el original y las copias.
Había un anaquel mágico que acompañaba a los chibaletes. Era allí donde dejaba las cartas al Niño Jesús. Entre las peticiones, siempre había la de una bicicleta.
Toda esta historia viene al caso porque les voy a escribir sobre mi padre, de oficio tipógrafo. Y de mis aventuras y desventuras en la imprenta, que funcionaba en la antesala de mi casa.
En mi hogar se mantenía una estrecha relación entre la imprenta y la casa, y entre mi padre y mi madre. Decir Amado y decir imprenta era hablar de la tipografía.
La imprenta fue siempre el centro de mi casa. Y también el ombligo del mundo en mi niñez, que transcurría entre días felices, y mis noches ocultas en la imprenta, donde hacía de gata. Curiosa, silenciosa, sigilosa. Era todo un mundo para husmear, para imaginar… Una vez navegué en un mar de papel blanco de tiritas, producto de talonarios refilados en la guillotina.
Conseguí un escondite entre la pared y la Offset. Conseguí letras y logotipos llamativos en las cajas de los chibaletes. Había una Victoria (troqueladora), que aplastaba manos y formas. Las formas eran marcos de plomo donde se componían los textos, en tipos móviles, de talonarios, tarjetas y cajas. Una vez imprimimos y troquelamos 10 mil cajas de Té Garfield. Hasta mi mamá se metió en el festín. Fue un trabajo intenso que parecía que nunca iba a terminar.
Yo me concentraba mucho cuando trabajaba en la imprenta con mi papá. Era puntual y laboriosa. Fueron los talonarios y tarjetas de nuestras vidas. Los que nos daban el sustento.
Mi papá era un hombre muy responsable. Simpático con sus colegas tipógrafos. Inteligente y locuaz. Estricto en nuestra educación. Mi mamá decía que quería imponernos un régimen militar. Él hizo el servicio militar y alcanzó el grado de sargento, pero no soportó ese régimen tan duro.
Cuidaba a sus hijas como si se tratara de preciadas joyas.
Mis primos siempre recuerdan los momentos locuaces de mi padre. Cuando no tenía con qué comprarse una correa, se amarraba los pantalones con una fina cabuya, y así andaba por ese mundo barquisimetano. Muchas veces omitía los convencionalismos en su existencia y en la nuestra.
Mi amado padre (mi padre Amado) solía llevarme a la escuela al mediodía. Por las tardes me traía de vuelta a casa en su camioneta Taurus, azul y blanca.
Una vez lo esperé largo rato en la acera de la escuela, por la que me paseaba de esquina a esquina. Corría con mis amiguitas. Era una escuela de niñas. Para jugar con más libertades, dejé mi bulto reclinado en un muro bajo de una tienda de materiales contigua a mi escuela. De repente, cuando fui a buscarlo –¡oh, sorpresa!– no estaba. Me lo habían robado, con todos mis cuadernos y mi enciclopedia Arco Iris, nuevecita, porque era el comienzo de clases.
Me acerqué a la camioneta por el lado de mi padre y bajé la cabeza. Tenía las manos vacías. No dije una palabra. Mi papá preguntó por el bulto.
—Me lo robaron –dije tan triste como una farola amanecida.
Cuando llegamos a casa, mi mamá y mi papá me reprendieron. Como castigo, mi padre pretendió darme un correazo, pero en vez de correa tenía la cabuyita…
Así que nada: ni paliza, ni correa. Culminé el año escolar con libros de segunda mano.
Teresa Matilde Ovalles Márquez (Barquisimeto, 1959)
Comunicadora social de amplia trayectoria en los medios impreso y radiofónico, lo mismo que en el periodismo institucional. Egresada del Diplomado en Narrativa organizado por el Centro Nacional del Libro (Cenal). Cursa actualmente el Taller de Poesía del Centro de Estudios Latinoamericanos y del Caribe Rómulo Gallegos. Cultiva, asimismo, el género de la crónica, tanto periodística como literaria. Coautora del libro Chávez en tinta de Mujer (2012), que compila escritos de varias autoras sobre el fallecido líder venezolano.
ILUSTRACIÓN: MAIGUALIDA ESPINOZA COTTY