27-07-23. Fueron muchas las ocasiones en las que Adela tomaba una siesta vespertina disfrutando de la brisa fresca que corría en el patio trasero, desplazándose a través de la puerta que llevaba a la cocina y dispersándose por su casa en la Villa de Santa María, una urbanización de clase media en la costa sur de Puerto Rico, bastante cerca de las playas tornasoladas del mar Caribe. El humor salado en el aire mezclado con el aroma de las flores del jardín y la danza rítmica de las palmas se le antojaban como un suave arrullo después de las atareadas horas del mediodía. Tenía como norma aprovechar la mañana para hacer toda clase de diligencias bancarias, compras y sencillos oficios caseros que prefería reservarse para así quedar liberada el resto del día. En ocasiones, su marido decidía almorzar en casa compartiendo breves momentos antes de retornar a la oficina y no se volvían a encontrar sino hasta las 7 u 8 de la noche.
Así pues, cada tarde le presentaba el mismo reto de encontrar algo placentero que hacer o alargar las horas de reposo en aquella vida bastante despreocupada, ya que no tenían niños y hace varios meses la pareja había acordado que Adela se tomaría unos meses de vacaciones antes de volver a intentar embarazarse; una empresa en la que llevaban más de tres años, sin el más mínimo atisbo de éxito.
En el patio, guindaba una hamaca mediana de tonos azules, comprada por su madre hace muchos años en un viaje a Venezuela; se había convertido para ella en una suerte de barca de los sueños donde pasar el tiempo de ocio, y esa tarde de agosto la sentía seductora como nunca. Vestida con una camiseta de escote pronunciado y shorts de franela con su cabello recogido en un moño a punto de deshacerse, se incorporó al paisaje lleno de flores y cubierto por una grama delicadamente mantenida por un viejo jardinero de confianza, extendió su cuerpo diagonalmente y cubrió sus ojos con lentes Ray-Ban recién comprados.
Se durmió, casi inmediatamente, aun cuando la brisa soplaba un poco menos que de costumbre y la temperatura se elevaba un par de grados por encima de la media. Pequeños cristales transparentes recorrían su cuello hasta el pecho y sobre sus labios se dibujaba un pequeñísimo pozo de los deseos que hacía más brillante su rostro; una fina capa de humedad cubría sus muslos firmes y tersos.
Era el perfecto semblante de una mujer joven y hermosa de 30 años; una mujer hermosa y solitaria de 30 años.
Un sobresalto la atacó sin despertarse, una serie de temblores consecutivos, escalofríos, pálpitos incontrolables se apoderaron de ella, de todo cuanto la rodeaba; de pronto, un jadeo, sutil, casi imperceptible parecía colarse entre los poros de su piel enrojecida por el sol. No se trataba de un sueño, porque nada de esto se correspondía con el mar de pensamientos involuntarios que iban y venían en su cabeza. Entonces noto que los temblores y jadeos subían de tono y se hacían más inquietantes, de modo que no pudo evitar abrir los ojos buscando la razón de tan curioso disturbio en su lánguida paz.
En lo alto de un muro que separaba su casa del patio contiguo, se apoyaba una palmera tupida en la que un hombre maduro de aspecto tosco y desaliñado, murmuraba palabras indescifrables con los ojos entreabiertos y apretaba fuertemente los dedos de una mano contra el tronco del árbol mientras la otra frotaba todo cuanto se podía hallar en su entrepierna. Agitada y confundida gritó una vez, y luego se cubrió el rostro con ambas manos avergonzada ante aquella invasión, más bien, violación descarada de su intimidad; corrió hacia el umbral de la puerta trasera asustada ante la idea de lo que aquel hombre podía hacerle al verse descubierto mientras le escuchaba decir en voz alta toda clase de obscenidades y la invitaba a apreciar las distintas dimensiones de lo que su mano estimulaba sin ningún pudor. Se escuchaban carcajadas de victoria en el momento en que Adela descubrió sus ojos presas de una inconfesable curiosidad morbosa. Ella pensó que, en últimas, era en parte responsable de lo ocurrido por exponer su cuerpo con tanta ligereza a sabiendas de que los vecinos suelen contratar celadores y jardineros que saludan siempre con esa mirada y ese tono tan lujurioso.
Las lágrimas le corrían por el rostro avergonzado de sí misma, escuchando la voz del hombre que le exigía abrirle paso en su cuerpo a la lava ardiente que estaba por desparramarse sobre sus preciosas y consentidas azaleas. ¡Qué descaro! ¡Qué atrevimiento! ¿Cómo podía ese pobre hacerla sentir tan abrumada, y sobre todo tan humillada? Aun así, ella no pensó en llamar a la policía o a su esposo, no pensaba en nada más que aquellas sensaciones y la adrenalina envenenando su cuerpo.
Un silencio extraño se impuso en el ambiente, como ese silencio antes de la explosión de una bomba nuclear, no se escuchó nada más, ni pájaros, ni brisa, ni carros en la calle frente a las residencias...
Fue como atravesar a otra dimensión.
El jardinero se había bajado del muro lentamente, seguro de contar con una total impunidad en aquel vecindario de clase media, tan solitario en horas de oficina. Sin duda se sentía satisfecho del resultado conseguido y por ello se reía cruelmente, sádicamente se podría decir. Pero al pasar frente a la casa de Adela notó algo que le dejo pasmado, a tal punto que se borró la sonrisa de su rostro. La puerta y reja que siempre permanecían cerradas con llave, ahora, después de todo lo ocurrido, se encontraban curiosamente abiertas de par en par.
(Inédito)
La autora
Sonia Jaramillo
(Caracas, 1973)
Fotógrafa, diseñadora gráfica y artista visual independiente. Docente de la Universidad de las Artes, con más de 23 años de carrera artística y docente. Con un gran número de fotografías publicadas en diferentes medios y expuestas en espacios formales dedicados al arte, así como espacios informales. Colectivista y promotora de la cultura en todas sus expresiones.
ILUSTRACIÓN: CLEMENTINA CORTÉS