Jamás olvidaré los ojos de Mireya, el cabello de Mireya, los labios de Mireya. Jamás olvidaré ese qué sé yo que tenía Mireya cuando hablaba con acento andino. Hablaba como cantadito, como si cada palabra respondiese a una nota musical.
Ambos teníamos como diez años, más o menos, cuando nos conocimos. Ella era sobrina de una de las vecinas fundadoras del barrio, oriunda de esas tierras andinas. Vecina de esas que terminan siendo familia de uno. De esos vecinos que en colectivo, una vez llegados a la comunidad, terminamos construyendo la casa, la escalera, los sueños. De los que comíamos en el mismo plato, y la casa de uno era también la casa del otro.
A eso de las tres de la tarde iniciaba mi estrategia para ver a Mireya. En mi patineta me iba zigzagueando los callejones que no medían más de un metro de ancho y con el riesgo latente de que el perro que siempre estaba acostado por la casa del señor Luis (papá de Huesito) me mordiera una nalga. Aun así, esta amenaza nunca fue obstáculo para que yo pudiese verla. Ya cerca de su casa, lo primero que hacía era emitir un silbido, era algo así como una clave, una señal que por medio del viento le hacía saber que me encontraba por ahí. Luego pasaba una, dos y hasta tres veces frente a la puerta de su casa, me lanzaba en mi patineta por las escaleras, volvía a silbar hasta que por fin aparecía. Y ahí estaba su rostro del otro lado de la reja, el más hermoso, ahí estaba la canción, mi primer discurso, las mariposas esas que revolotean ahí, justamente en la boca del estómago.
Era ella atravesando su mano entre la reja, trasgrediendo esa frontera ferrosa hasta subvertir el tiempo con su mano entrelazada a la mía. Ahí se nos iban las horas entre la risa y la conversa. Entre el degustar un helado de tamarindo y una jalea de esas que en temporada de mangos no podía faltar en la casa de la señora Carmen, la dueña del mono José Antonio. Y bueno… así trascurrió casi un año, hasta que sus padres decidieron que ya era tiempo de que Mireya volviese a sus tierras andinas. La noticia de la partida inmediatamente congeló mis extremidades. Quizá en uno o dos días debía partir.
Ese día nos lloramos todas las lágrimas, nos abrazamos por el callejón de la señora Arelis, al mismo tiempo que familiares de ambos nos intentaban separar. Nos aferramos cada uno al tórax del otro sin importar el desgarramiento, hasta que por fin lograron separarnos. El esfuerzo de nuestras manos por entrelazarse nuevamente quedó perdido en la distancia, en la brecha que poco a poco se iba zanjando entre ambos. Después de unos minutos no la vi más. Yo quedé sentado en las escaleras. Ya no había lágrimas, solo un zumbido, un aturdimiento que habitaba en mi cabeza. A las 5:30 de la tarde, en un radiecito, no sé de dónde, a lo lejos, se dejaba escuchar Cuando llueve, llora el sol, de Alí... "no me digas que estoy loco, si mis labios entreabiertos siguen nombrando tu nombre, si tengo pequeño el pecho de tanto amor que te tengo, yo aún te sigo queriendo. Aunque llore con el sol, si en tu ausencia está lloviendo…”.
El autor
Jesús “Pirulo” Sanoja
(Caracas, 1973)
Promotor cultural, ha publicado Bebedizo (2019), Entre papagayos te veas (cuento, revista Épale, 2018). Obras inéditas: Conjuros para espantarte (poesía), Sin protocolo (poesía, Cuentos infantiles para adultos). Ha participado en recitales en varias ediciones del Festival Mundial de Poesía, Venezuela, recitales comunitarios en el marco de la Feria del Libro de Caracas y otros recitales comunitarios.
ILUSTRACIÓN: CLEMENTINA CORTÉS