02/11/23. No pudiste confrontarlo. Una vez más regresaste sin verlo. Las palabras se quedaron agolpadas en tu garganta, otra vez, y con ellas tu deseo de abrazarlo a pesar de la rabia. Era tu padre, ese que te hizo leer el Quijote a los siete años mientras el resto de los niños balbuceaba el ma-me-mi-mo-mu del libro Mi jardín, el mismo que sorteaba las limitaciones de un barrio cargado de miserias y sueños rotos, el que montó la escuelita de teatro para los niños del barrio y al que tus hermanos siempre reprocharon su abandono.
En el refugio siempre había carencias y cada visita se convertía en un tropel de conversas y resoluciones que se perdían entre excusas y desidias. Eras el primogénito de seis hermanos, uno de los cuales había muerto el año pasado abatido por la enfermedad y la pobreza. Eras la promesa de una familia que había migrado para Maracay persiguiendo el sueño de un trabajo estable y que, golpeada en la vigilia, construyó el hogar con el hambre tras la espalda, alojada en las entrañas.
Recibiste una llamada desde el teléfono de tu padre. Era Felipe, ese viejo amigo que un 13 de abril, sin barba y con el pelo teñido, te abrazó con el afecto de quien vuelve de las sombras. Colgaste el teléfono, te levantaste de la silla y saliste de la oficina, olvidando el almuerzo que habías guardado en la nevera y ansioso por llegar al auxilio de tu esposa.
Hacía mucho que ella no te acompañaba. Entre el trabajo y las clases, el tiempo para los afectos terminó siendo una deuda. Sin embargo, ese día, mientras miraba la sequía a través de la ventana del autobús, ella guardó tu mano entre las suyas y acompañó tu angustia. Tenías prisa en llegar porque el transporte funerario se negaba a buscar a tu viejo en el barrio porque era peligroso y, en el lugar donde estaba su cuerpo, no podían cuidarlo más.
Esa noche, por supuesto, no dormiste. La llegada de la familia y de los amigos no te permitió pensar más en los abrazos, en las conversas postergadas, ni tampoco en aquella cerveza que una vez quisiste tomarte con él y que en cambio fue suspendida por otro de tantos reproches.
Entre el calor y los zancudos fueron y vinieron las anécdotas, los recuerdos, las gestiones, las tareas… los cánticos cristianos de las tías que escuchaste inconforme e impotente porque tú siempre fuiste ateo y te parecía un irrespeto que predicaran la palabra en un espacio donde la creación no es un acto divino, sino la más maravillosa de las cualidades humanas.
Y al día siguiente, mientras te bañabas, tu esposa buscó para la despedida el Credo en un libro de Aquiles, el Nazoa. Allí, al lado izquierdo de tu padre, con el nudo en la garganta y las lágrimas contenidas, pronunciaste las palabras que nunca le dijiste y que él ya no escucharía:
“Yo crecí en una casa donde muchas veces no había comida, pero siempre hubo libros”.
La autora
Livia Vargas González
(Caracas, 1977)
Mamá de Aquiles y migrante, es escritora, traductora, investigadora, filósofa, doctora en Historia y profesora de Teoría Social en la Universidad Central de Venezuela (UCV). Fue galardonada con el Primer Prêmio de Poesia Ameopoema (Ouro Preto, Brasil, 2021), y recientemente ganó el Premio Desmadres de Literatura Escrita en Portuñol (Buenos Aires, 2023). Es autora de los libros Entre libertad e historicidad. Sartre y el compromiso literario (2008), Trânsitos Cotidianos. Passagens de uma Venezuela convulsa (2020) y Fantasmagorias da trama (2021). Ha publicado artículos de investigación en revistas académicas en distintos países de América Latina y participado en varias antologías poéticas latinoamericanas. Forma parte de la colectiva poética venezolana Querencias & Saudades.
ILUSTRACIÓN: MAIGUALIDA ESPINOZA COTTY