01/03/24.
¡Insondable y sagaz Naturaleza
a que por llenar tu aspiración te esfuerzas!
Tú cuidas en los autos de la vida,
de la especie Petrarca, madre mía,
porque en esa mujer de sus encantos
él engendró la raza de sus Cánticos.
Peter Altenberg - Trad. G. Valencia
Un día, después de narrar La signatura de la esfinge, Cendal dijo a Elena, su radiante protagonista:
—Ya le referí su propia historia, la de la Dominadora. Yo hoy necesito que también escuche la mía, la del profesor Cendal, el Hechizado.
Y la narró así:
“Conocí a la mujer que es su heroína en la ciudad de Los Ángeles, hace seis u ocho años. Ella entonces ya era una pintora de mérito, pero aún desconocida. Muy joven, tendría apenas unos diez y ocho años. Acudí a la exposición de sus cuadros en una modesta sala de la bella ciudad yanqui. Un amigo de la colonia hispanoamericana me había llevado a ella y no me arrepentí de visitarla. Enamorado de una de sus obras, quise comprarla y así entré en relaciones –¿cómo la llamaremos?– con miss Incógnita, la protagonista de mi historia.
“No me interesó mucho; me defraudó; la sentí brusca hasta la dureza; franca hasta la ofensa. Me dio la impresión de una mujer cualquiera, vulgar, simpática sin duda, atrayente, pero no hasta esos límites que salvan del olvido. A los pocos meses era famosa. Se disputaban sus cuadros a precio de oro. Después yo me vine de Los Ángeles y supe poco de ella. Sólo de cuando en cuando, con los amigos de allá, me llegaban noticias espectaculares de miss Incógnita. Se la veía de pronto, teatral y violenta, realizando hechos insólitos. Así supe de su casamiento con una estrella de cine, es decir, con un galán joven, muy bello, de apariencia felina. Así supe de su divorcio, apenas al año de haber casado; de su divorcio ruidoso y muy explotado por la prensa toda del mundo; de aquella violenta acción suya, en que llevó a su marido a los tribunales y lo obligó a entregarle una gruesa suma de dinero. Supe también, así, sin muchos detalles, de otras cosas violentas que por inusitadas llegaban hasta mí, a pesar de la distancia, en alas de las hojas callejeras o de una maledicencia internacional. Otros procesos escandalosos fijaron en ella la atención del público de los grandes diarios. Siempre entonces ganaba su causa y convencía a los jurados o a sus jueces. Extraña fascinación parecía acompañarla. Todos los suyos eran actos de fuerza y de violencia. Naturalmente, acabó por serme poco simpática. Murmuraciones femeninas para actos menos trascendentales, también me fueron muy penosas. Se creyera que doquier iba causaba daños u ofensas. Un día, fue otra pintora la que me dio no sé qué quejas de injurias recibidas de miss Incógnita. Otro día, un conocido escritor hispanoamericano me habló de ella con indignación. Más tarde, un viajero guatemalteco, que había visitado Los Ángeles, me refirió penosas escenas conyugales, de cuando estaba unida a la estrella de cine. Me acuerdo de que fue, por cierto, una reyerta de ferrocarril, con su marido, en la que enfocaba a los dos cónyuges una luz muy desfavorable, la que me contó mi compatriota. Llegué a sentir por ella esa imprecisa enemistad que sentimos por las personas que no nos importan, pero que nos desagradan vagamente.
“Otro día, se supo que venía a Guatemala. Fui comisionado por centros culturales de mi país para ir a su encuentro. Acepté, porque por aquella época me encontraba muy cansado y me venía bien el alivio de un viaje por ferrocarril. La comisión de la que formaba parte estaba compuesta por muchas personas, porque miss Incógnita era ya una celebridad mundial y despertaba profundo interés. También ella venía con un largo cortejo. Naturalmente, en el tren no pudimos hablar mucho. Sólo me acuerdo de la viva atracción que sentí al verla atravesar el carro, como una soberana, entre las dos filas de los que habíamos ido a encontrarla, seguida, como fieles cortesanos, de su secretaria y de otras personas de su séquito, majestuosa, alta, fuerte, dominadora, con paso largo y rápido, parecido al tranco; con paso extrañamente firme y elástico. Me favorecieron las circunstancias y hubo de sentarse a mi lado. Tuvo la cortesía de rigor. Hablamos de sucesos mundiales, de política extranjera, de Estados Unidos, de su arte pictórico… Parecía la nuestra una conversación de diplomáticos, impersonal, cortesana hasta el exceso hasta llegar a ser casi una insolencia de salón, fría y orgullosa. Tal vez aquella mujer venía cansada. De repente sonreía y se iluminaba su rostro; pero esta sonrisa siempre era prodigada de algún alto señor, que detentaba el poder. A su llegada a Guatemala, y después que la acompañé hasta el Palace Hotel, nos dejamos de ver mucho tiempo. A mí me absorbían mis ocupaciones universitarias. A ella su arte. Parecía que aquella trágica visitante había derrochado su fortuna y pasaba en Guatemala, por vía de tránsito, mientras conseguía dineros para seguir adelante. Creí que en nuestra patria faltaría el aire respirable de un gran público y de una gran cultura para su celebridad; pero se fue quedando. Algo ata en nuestro Istmo Central a los huéspedes excelsos. Prolongó su estancia en Guatemala. Estableció una academia de pintura, arrendó y alhajó una vivienda muy presentable, y nos olvidamos de que era una personalidad mundial, ruidosa, violenta y excesiva. Parecía adormecida. Tal vez era la edad. Aunque joven aún, ya no estaba en la primera juventud. Tendría unos treinta años. O la maternidad. Porque traía con ella una preciosa niña, Alicia, de cinco años, único fruto de su frustrado matrimonio. Seguía siendo bastante bella, pero con una belleza que no me interesaba. Era demasiado alta para mí. A mí no me gustaban las mujeres altas. Un día la encontré en la calle y me invitó para acompañarla al cine. Fui con ella. Hasta entonces había sido para mí indiferente. En aquella noche empecé a darme cuenta de su terrible atracción, de que era una circe peligrosa que convertía en bestias o en ángeles a los hombres que la amaban. Esta atracción allí, en público, no pudo ser muy honda; pero bastó para que me interesase por la bella mujer. Desde entonces visité su casa, cada mes, con más frecuencia. Tomé la dulce costumbre de ir a pasar largos ratos a su lado; hasta llegar a visitarla todos los días a la misma hora”.
—Pero está usted contando mi propia historia…
—No. La de miss Incógnita. Prosigo.
“Voy a contarle sencillamente cómo me atrajo miss Incógnita. Cómo busqué a miss Incógnita. Cómo me hizo mercedes imponderables miss Incógnita. Cómo necesité para vivir de miss Incógnita.
“Como le iba diciendo, fui a visitarla todos los días. Pronto mi cuerpo salía por la puerta de su casa, al transcurrir el breve tiempo concebido a las diarias entrevistas; pero mi corazón quedaba adentro. Me iba a esperar la hora propicia para volver a verla. Y ya lejos de ella seguía viviendo para ella. Y trabajaba para ella, porque al trabajar me preguntaba si miss Incógnita gustaría de mi obra…”
—Pero estaba usted sencillamente enamorado de miss Incógnita. ¡Qué modo de desfigurar la verdad y de complicar la sencillez!
—Por imposible que le parezca yo no amaba a Elena –digo– a miss Incógnita, en el sentido que comúnmente se da a este verbo amar. Mas deje que prosiga. Tomé, decía, el dulce hábito de visitarla todos los días. Y así empezó el hechizo, porque es la historia de un hechizo la que yo le voy a referir; y su título puede ser muy bien El hechizado.
“Pronto toda mi vida tuvo por centro la personalidad de miss Incógnita. Todo estaba subordinado a ella. Puede en verdad decirse que vivía para ella; pero debe con más propiedad decirse que vivía por ella; que empezaba a vivir gracias a ella: que mi vida antes de conocerla más parecía muerte.
“El hechizo, que empezó casi inmediatamente, a raíz de nuestras primeras entrevistas, fue en aumento día por día. Cuando llegó a su mayor intensidad, se convirtió en algo tan extraordinario que a pesar de su difícil expresión merece referirse, porque envuelve la idea de una gran esperanza y de un gran consuelo para los hombres: la esperanza de que la dicha bien puede aguardarnos en la mañana de cada día; el consuelo de que no conocemos sino una pequeña parte de nuestro reino y de nuestras posibilidades: de que cada momento acaso nos entregue la llave que abre la puerta del paraíso terrenal.
“El turbador influjo de la presencia de miss Incógnita de tal modo fue cada vez más grande; de tal modo creció su atracción irresistible, que muchas veces, cuando, en nuestras diarias entrevistas, se separaba de mí un momento, para cumplir cualquier ocioso y sagrado rito del culto femenino, quemar una esencia aromada, velar una luz, traer un libro o asistir a Alicia, yo me sorprendía componiendo y recitando el verso inicial de una composición que no proseguía nunca y que gemía así suavemente:
Pero si apenas te vas
ya mi corazón te llama.
“Y entonces entreveía vagamente que miss Incógnita podía ser algo más que la leona, magnífica y terrible, de su misteriosa signatura: que podía muy bien ser la esfinge de mi primera visión, pues este símbolo oscuro, este símbolo egipcio del terror y de la voluptuosidad, era el de un vampiro femenino, que atraía hasta la muerte a sus víctimas, y que, a pesar de ser un mito solar, representaba un demonio maléfico. Y yo, que temía y adoraba a Elena al mismo tiempo, comprendía que gran parte de mi amor era producido por mi miedo”.
—¿A Elena otra vez?…
—Digo, a miss Incógnita.
—Una miss Incógnita que era también una leona como yo…
—Perdone: su terrible signo me llena de vagas obsesiones.
“Mi divina amiga –le contaba– pronto me enriqueció tanto la vida, me colmó de tantos dones, que no exageraría si le dijese que llegué a considerarme como la mitad de mí mismo; y a creer que la otra mitad era ella. Su opulenta naturaleza artística, llena de sombría magnificencia y de terrífica belleza, de tal modo estimulaba en mí al creador de arte; su alma grande de tal modo despertaba mi alma dormida, también grande, y la hacía surgir de su marasmo; que todas mis posibilidades humanas parecían multiplicarse; y que cada una de ellas alcanzaba su misteriosa y plena realización. Al mismo tiempo todo en torno de mí cobraba sentido y crecía en valor. Como ve, el fenómeno consistía en ese acrecentamiento de la vida que produce todo placer; en una intensidad de la vida, tal como la que nos da momentáneamente el alcohol, el hashish o cualquier droga embriagante. Miss Incógnita me abría las puertas de felicidad; pero no con ganzúa sino con las llaves apropiadas; no me llevaba a paraísos artificiales, sino al singular paraíso terrenal de que antes hablé.
“Me duelo de expresar lo inexpresable. ¿Cómo contar lo que no tiene nombre? ¿Cómo referir ahora, en lengua de los hombres, aquel misterio que por entonces vi encerrado en tantas cosas?, en los paisajes que no podía admirar si ella no estaba a mi lado; en el pan que me sabía mejor si lo comía a su mesa; en la música que, si la escuchaba en su presencia, prolongaba sus melodías hasta más allá de la tierra; en el color que multiplicaban matices antes no vistos y turbadores a fuerza de belleza insospechada. Yo era más receptor y, naturalmente, el mundo se agrandaba para mí: la medida de mi vaso había crecido hasta hacerme recordar aquella frase de Teresa, urgida del amor divino; y que casi parece que se profana al traerla a este amor humano: Señor, dilataste mi corazón.
“Y luego, como amor es sabiduría, yo a su contacto sabía muchas cosas. Sabía el misterio de la oruga que se arrastra; el del pájaro que vuela; el del árbol que crece; el de la estrella que pasa; el del brote de la hoja en el seno del árbol; y el de la hojuela tierna que rompe la tierra; el misterio del loco y el del genio; el de la bestia y el del ángel; el del dolor y el de la alegría; el de la pena y el del disfrute; el misterio de las materias embriagantes: el alcohol, el tabaco… y su necesidad… ¿Por qué cansarla con una lista que tendría que contener el mundo entero?
“Llegué a considerarme como una bombilla de una lámpara eléctrica. Mi destino era arder e iluminar; pero ni ardía ni iluminaba; y sin embargo no estaba muerto; aquel filete que creó Edison y que era como mi misteriosa naturaleza lumínea, no se había roto; pero yacía en la oscuridad. De pronto unos dedos divinos movían un conmutador invisible, que daba paso a la corriente misteriosa, y yo me encendía e iluminaba como un sol. La corriente, el conmutador y los dedos invisibles provenían de ella, la maga celeste, miss Incógnita. El fluido que encendía las almas era el que animaba su propia vida encendida. Si ella se iba, yo volvía a mi opaca vida de cristal apagado y a mi pena de recordar la luz de su presencia”.
—Siga. Estoy ávida de oírlo. ¡Oh qué divino mito solar está refiriendo!
—¡Encontraba en miss Incógnita tantas cosas! En ella buscaba, entre otras, un medio artístico, en mi ciudad natal, mortífero desierto para el arte… ¡Era una naturaleza artística tan ricamente dotada la de mi amiga!…
—…
—Y luego, la compañía necesaria. Robinson de una extraña isla desierta, buscaba también en ella alguien más que un loro y que Domingo para poder hablar, para poder conversar. ¡Oh una conversación humana! Antes de conocerla me moría de mudez y de sordera. Estaba hambriento de oír una voz humana. Y más si era una voz de mujer. ¡Qué inefable es la voz de la mujer! ¡Qué maravillosa es su voz, Elena!
—¿Por qué lo dice?
—Porque me llena de dulzura.
—¡Cendal!…
—Pero prosigo. ¡Ah! ¿Qué le iba diciendo? A veces me conturba tanto su voz, Elena, que apenas puedo proseguir. ¡Ah! Sí: ya sé. Contaba que estaba solo, solo hasta la muerte. Desesperadamente solo. Solo en una isla desierta. Sediento del trato humano. Rodeado únicamente de animales y de niños. Miss Incógnita era para mí la compañía humana, imprescindible. Miss Incógnita era un ser de mi altura espiritual y moral. Un ser de mi misma evolución y de mi misma jerarquía. Un ser hecho a mi imagen y semejanza. Le hubiera perdonado un crimen. La hubiera buscado aunque fuese homicida o ladrona. Ramera, hubiera seguido siendo un ser humano en mi terrible soledad. Incendiaria, hubiera besado sus voraces manos destructoras. Asesina, sus bellas manos cubiertas de sangre…
“Y además de un ser humano, era algo aún más grande para un hombre: era una mujer…”
—…
—¡Una mujer! Hemos llegado ya, en nuestra historia, hasta hablar de la mujer… ¡El tema eterno! Todo conduce a ella, porque es el ápice del mundo. Toda obra de magia no enseña sino el camino que lleva a la mujer. Aladino es un símbolo. Las mil y una noches lo mismo.
“¿Cuándo sabremos lo que es una mujer? Todo el tesoro de la cultura humana, toda la civilización, no ha hecho sino procurar enseñárnoslo. Toda novela, toda obra de arte, toda obra científica, procura hacérnoslo entender. Y así seguiremos durante siglos, hasta el fin de las edades, esforzándonos por entender a la mujer. Cuando al fin la entendamos habremos aprendido la lección final y el mundo ya no tendrá objeto.
“Toda la Historia no es sino la historia de la redención de la mujer. Empieza en la esclavitud; va emancipándose poco a poco. Cuando más progresan los pueblos más se la respeta. En nuestros días ya casi es igual al hombre; después será superior; después su soberana”.
—Sutil adulador, ¡cuánto veneno encierran sus palabras perfumadas!
—Miss Incógnita fue para mí esta Isis desvelada. ¡Oh tesoro de la amistad de una mujer! No me canso de repetir esta frase, como quien da vueltas a la misma noria, porque no puede libertarse con un concepto claro. ¿Cómo explicarle lo que yo recibía de miss Incógnita? La mujer en cada instante de la vida puede hacernos una dádiva infinita. Es la dispensadora celeste, la dadora suprema, la fuente divina. Es la administradora de esos ‘tesoros de mi Padre’ de que habló el Cristo. Todas las suyas son dádivas imponderables, sin sombra de la tierra. Aun en el dolor y en la muerte nos regala. En el dolor es Verónica. En la muerte, María. Miss Incógnita tenía su regalo siempre pronto para mí. Su regalo de las horas matinales. Su regalo del mediodía. Su regalo de la tarde. Su regalo nocturno. Su regalo para la ausencia. El inenarrable regalo de su presencia.
“Le explicaré a trozos algunas de estas dádivas para que usted conjeture las demás. Al parecer pequeñas, para mí encerraban el mundo. Así voy a hablarle de sus continuos cambios de traje. Miss Incógnita unas veces era verde como la primavera, y otras roja como un crepúsculo de los trópicos; y otras negra como la noche… Con su traje verde usaba un listón amarillo en el cabello. Con su traje rojo se ponía un inmenso rubí en el dedo anular. Con su traje negro ceñía a su garganta un collar de piedras negras. Y con todos estos trajes vestía un alma nueva…”.
—Toda mujer…
—Amiel¹ dijo que cada estado de alma equivale a un paisaje diferente. Yo le podría decir, recordándolo, que cada cambio de traje de miss Incógnita equivalía no sólo a que adquiriese un espíritu distinto sino a que me ofreciese un nuevo aspecto de la naturaleza, lleno de singular magnificencia.
“Otras veces me enseñaba encajes, telas preciosas, joyas, raras alfombras, objetos únicos que descubría no sé dónde. Un día me pareció cosa de encantamiento cuando, con ademán misterioso y andando de puntillas, como quien teme despertar a un niño, me llevó hasta su alcoba. Allí, en un ángulo escondido, me descubrió cualquier objeto bello; y digo cualquiera, porque no necesitaba para que yo lo admirase más que estar en su poder”.
—Al fin lo veo a usted algo ponderado.
—La intimidad de una mujer entraña un goce turbador. La mujer lleva la divina canasta con todos los dones de la tierra. Se nos deshace en los labios la melífica pulpa de sus frutos. ¿Comprende ahora por qué al permitirme disfrutar de su intimidad: al concederme aquella indecible gracia de penetrar al huerto sellado de su casa, su presente excedía al más regio que pudo otorgar soberano alguno? Yo vivía agradecido y humilde, como un siervo regalado con exceso por su señor. El misticismo tiene un aspecto humano y otro angélico, los dos por naturaleza puros. El misticismo del amor terreno ya sé que está muy alejado y muy por bajo del misticismo del amor divino; pero los dos son de la misma esencia. La escala de Jacob principia, así, con eslabones de atracciones humanas, para acabar en los brazos del padre celestial, que la sostiene. Depurad un amor cualquiera y empezaréis a subir por ella. ¡Y era tan pura mi amistad por miss Incógnita!… Yo estoy escribiendo mis moradas humanas, así como Teresa escribió sus moradas divinas. ¡Subsuelos de moradas celestiales!
“Cada vez que entraba en su casa me parecía profanar algo sagrado. Así es de augusta la intimidad de una mujer querida. Hubiera deseado descalzarme, como los creyentes en los templos musulmanes. Guardar silencio. Observar los ritos de un culto desconocido. Saber ostentar los más puros signos de respeto. Todo esto y algo más fue miss Incógnita para mí. Pero basta ya. Me resigno a no poder expresar nunca lo que deseaba. ¡Que el tesoro de la amistad de una mujer quede secreto y sellado, sin más llaves que las del iniciado! ¡Que no se profane nunca la intimidad de una mujer con una revelación antes de tiempo!”.
—¡Cuántas cosas bellas pone el genio de la especie en las palabras de los hombres! Puro apetito sexual. ¡Con qué bello poema usted ha envuelto su amor! Su historia es un poema de amor y nada más…
—Dura es usted hoy, Elena. Pero no importa. Déjeme proseguir.
“Yo entendí con la amistad de miss Incógnita la suprema elección que es el amor entre seres superiores; y por qué no se puede amar más a una sola mujer, con exclusión de otra alguna. El amor único es un amor total: el cuerpo y el alma. El cuerpo es mercancía de poco precio, que se vende en muchas tiendas. El alma no se vende jamás. Yo buscaba un alma en miss Incógnita; y creo haber elegido la mejor parte. Sólo que el alma puede entregarse a todos sin reservas y no se pierde ni se amengua. Es como una llama, más grande mientras más se comunica y se prodiga. En cambio el cuerpo es prohibición. Pero no para el profesor Cendal. Aquel bello cuerpo de miss Incógnita pudo haber sido de cualquiera sin dolerme…
“Y así pasaron los días para mí, prisionero en la cárcel de un hechizo; paciente de una dolencia divina. Así compuse mi obra de arte. No era preciso ya que miss Incógnita estuviese inmediatamente a mi lado para encenderme: bastaba que me conmutase. Me entregué a labores maravillosas. El mundo volvió a rendírseme en aquella temporada triunfal. Afluyó a mí el dinero, la fama, el buen éxito, el poder. Y lo mismo le pasaba a Elena. Parecía que juntos polarizábamos la energía. ¿Comprende? Polarizábamos una fuerza extraña, que era el substratum arcano de la vida y que se desenvolvía en riqueza, abundancia, poder, goce, disfrute… Captábamos una fuerza extraña.
“¡Ah, pero usted sabe que estas cosas no son duraderas! Yo vivía presa de un miedo inenarrable, en medio de mi goce. No sabía de qué modo propiciar al destino y aplacar a los hados inclementes; y comprendía que aquella celeste dicha tocaba a su fin. Había robado el licor de los dioses y tenía que purgar mi crimen…”.
—¿Y bien? Ha llegado usted al momento culminante de su narración…
—Y en él me quedo. No tengo nada que añadir. ¿No ha comprendido usted que en este mismo instante y a su lado vivo mi hora triunfal? La vivo, lleno de miedo de que se me arrebate…
—Sí; ya lo sabía. Desde el principio de su historia. Ya lo interrumpí antes varias veces para decirle que estaba usted contando mi propia historia, al contar la suya. ¿Por qué esa mistificación pueril? Miss Incógnita soy yo.
—Sí, usted, Elena.
—Vuelvo a preguntarle, ¿por qué ese velo que ocultaba la verdadera identidad de miss Incógnita?
“Sin él me hubiera sido imposible referirle de qué lejano sitio, en que la menospreciaba a usted, caminé hasta aprender a quererla y admirarla. Con toda mujer a quien odiamos o menospreciamos podríamos así, con pies ligeros, hacer este largo recorrido que para en el amor… Con la peor. Bastaría para ello conocerla…
“Y además, pudor de amigo… Sin ese velo tampoco hubiera podido explicarle todo lo que es usted para mí y cuán dulce me es su amistad.
“Fuego que interno sentí
tornó mi alma ardiente y pura
y se apoderó de mí
la divina calentura.
“En mi labor de poeta
yo me sentí tan cansado
como un titán agobiado
por el peso de un planeta.
“Sentí mis miembros estrechos
y aquella angustia distinta
que postra sobre los lechos
a las mujeres encinta.
“Y hasta los locos intentos
y hasta los antojos varios
con que asimilé elementos
a mi labor necesarios.
“Sentí masculina urgencia
y femenina ternura
y fecundé con violencia
y concebí con dulzura.
“Me separé de Elena, después de mi larga relación, con un acrecentamiento de aquella vaga zozobra de perderla que era el cruel pago de mi hechizo. Vagamente adivinaba que el hecho de vaciarla mi corazón precedería inmediatamente a su irreparable pérdida, tal como sucede con esos amantes que se retratan juntos en el momento en que, sin saberlo, ya está decretada su separación. O como esos grupos de familias numerosas que fija una fotografía breves meses antes de que la muerte empiece a segar sus miembros más queridos. Son extraños signos en la vida de las almas.
“Y entonces, cuando el sol de mi triunfo estaba en el cenit, y como lo preveía mi alma, iluminada por el amor, aconteció la desgracia irreparable. Siempre me acordé de aquella hora que fue la de mi mayor gloria, tan próxima, ay, a la de mi más cruel humillación. Como acontece siempre en almas como la mía, un amigo había marcado mi perihelio. Las palabras de un amigo, muy amado, antes irreductible y que ahora se me rendía, me daban la victoria, cuando llegó el dolor.
“¿Cómo fue aquel hecho arcano e inevitable? Fui como de costumbre, aquella tarde, una hora después de la de mi dicha, a visitar a mi temerosa Elena, y la encontré irritada e intratable. Ya mi pobre alma guardaba las cicatrices de heridas anteriores, causadas por sus garras lacerantes, pero hasta entonces había sido apenas un juguete para la gran felina. Aquella tarde infausta tiró a herir con saña. Por cualquier motivo obscuro de pronto me clavó nuevamente las garras implacables. Esta vez estaba decretada mi muerte, y fue mortal la herida. Sus frases desgarrantes me obligaron a alejarme de ella para siempre. Sus hirientes palabras me mataron. Cada vocablo castellano se volvía en su boca un diente cruel. Me retiré de su casa decidido a no buscar ya más su presencia bendita y terrible.
“E iba así, herido de muerte, vacía la mirada, hacia mi vivienda, cuando me encontré –oh coincidencia singular– al suave amigo que en la mañana de aquel mismo día me había dado la felicidad. Se aproximó a mí para felicitarme de nuevo por mi triunfo. Y entonces emprendimos un paseo, en busca del campo. Al llegar a él, yo sollocé en su pecho:
—Voy herido de muerte. Es el precio de mi obra. Así los Señores de la Vida llevan, como fieros negociantes, una contabilidad despiadada. Me llegó el cheque girado contra el futuro, a la hora de la felicidad, a la hora de recibir. Esta es mi hora de pagar. ¡Y cuán caramente!…
—No sea loco. Usted está en plena madurez. Usted ha fulgido como un sol últimamente. Su labor social es insustituible… Como su última obra esperamos muchas más.
—No puede ser. Yo podía crear cuando estaba completo. Hoy he perdido la mejor mitad de mí mismo. He perdido a Elena. Usted sabe que sin su colaboración me es imposible producir mi obra de arte.
—¿Imposible? ¿Está usted seguro? ¿No es víctima de la ilusión producida por un genio maléfico?
—No. Mi pena ha sido tan grande en este día de prueba que ha socavado la tierra hasta profundidades inescrutables. Allí ha edificado los cimientos de una arquitectura de la angustia. Lo que quiere decir que mi dolor se ha trasmutado en conocimiento, y que ya sé cómo nacen los hijos espirituales a la vida del arte.
—Diga.
—Así como para que nazca un hijo en el plano físico es necesaria la unión de un hombre y de una mujer, por aleatoria y momentánea que parezca, así para que surja la obra bella, el hijo del espíritu, es también necesario el enlace de dos almas de sexo diferente. Y sin esta unión ninguna labor artística puede alcanzar la inefable vida del arte.
—¿Entonces, la Mona Lisa, los caprichos de Goya, las preciosidades de Benvenuto, la obra alargada del Greco, la Divina comedia, cruel y luminosa?…
—Fueron el fruto de la unión de Leonardo, de Goya, de Cellini, del Greco, de Dante con otras tantas almas femeninas…
“Habría que investigar esta genealogía de la obra de arte. Y así en el mundo científico y en todo orden de cosas. Los esposos Curie nos dan el ejemplo. Él no podía comer otro pan que el amasado por su compañera. Para cuántos hombres de genio existe esta dependencia, esta limitación del amor. Cuando la compañera falta y ya no puede amasarles el pan cotidiano, se dejan morir de hambre.
“¿En qué alma de mujer, caprichosamente deformada, depositó Goya sus extrañas visiones? ¿Qué alma cruel e iluminada de mujer recibió la Divina comedia? ¿Qué alma beatíficamente serena y llena de gracia, qué armoniosa alma de mujer fue un seno para la Gioconda?
“¿Qué implacable alma de mujer colaboró, maleable y preciosa como el oro, dura y luminosa como el diamante, con Cellini? ¿Quién tiraría del alma alargada de la mujer que acompañó al Greco? ¿Qué alma femenina, visionaria y alucinada, se embriagó con Poe? Elena era mi Beatriz y mi Laura. Ida, estoy muerto. Mi genio está perdido.
“Yo, momentos, hace, pensaba: el hombre es la mitad de sí mismo; la otra mitad es la mujer. Acaso hay que buscar un concepto más exacto.
“Emerson dijo, ¡cuán sabiamente!: ‘El hombre es la mitad de sí mismo; la otra mitad es su expresión’. Pero como para su expresión necesita de la mujer, volvamos a la trinidad, de la que no podemos prescindir, y digamos: el hombre es una tercera parte de sí mismo; otra tercera es la mujer, y la otra el hijo. ¡Oh esposa del Espíritu Santo!
“¿Cómo materializarme aquí lo necesario, sin acudir a una grosera imagen? ¿Cómo decirle, sin ofenderlo y ofenderla, que Elena era para mí la matriz mental? Juntos los dos –los dos artistas– concebíamos seres maravillosos. De aquella unión de las almas nacían los hijos del espíritu. Para esto también nos es necesaria la mujer.
—…
—Se producía una divina alquimia… Y una química celeste. Yo necesitaba aquel rojo subido del alma de Elena para colorear mi alma pálida. Y los dones de extrañas materias, que sólo en su terreno podía encontrar, y que eran mi cotidiano alimento. Como una invisible paloma, mi alma venía a comer en sus manos granos de ilusión y de ensueño. Así, encendido por su llameante corazón de mujer, pude de nuevo crear mi obra de arte. También el artista es un mago. También, como una parturienta celeste, cae en el lecho del dolor y necesita el comadreo del espíritu. La mujer se lo da. Para aquel su hijo divino necesita la asistencia de lo desconocido. La mujer se lo da. Yo no he podido ser genial porque ninguna mujer me ha amado lo bastante como para ayudarme en el trance de mi maternidad…
—¡Qué sublimes horrores dice usted!
—El cosmos es también una mujer. La materia es una mujer. El mundo surgió de la luz —elemento masculino– cuando brillaba sobre el haz de las aguas –elemento femenino–. Para poder crear en alguna forma tenemos que volvernos femeninos.
—Feminidad horrenda. Parece que vacila su sexo.
—Vacila en todo artista. Esa parte de mujer a que me refiero nada resta a nuestra masculinidad; pero yo no puedo explicarle más esto por ahora. Elena, maga celeste, me dio todo lo que he enumerado. Así toda mujer puede enriquecer al hombre. La única condición exigida es que medie entre ambos el amor.
“Pero para mí el amor está perdido.
“Y ahora, sin Elena, regreso a mi mudez, torno a mi sordera, vuelvo a perder los ojos…
“Alfonso, discreto amigo, que conocía a Elena y que me conocía a mí, aceptó lo inevitable.
—¡Oh, qué dolor! –proseguí– vivo, vuelvo a mi muerte; creador, vuelvo a mi esterilidad; gozoso, vuelvo a mi dolor. Usted sabe que sin ella no puedo vivir…
“Y Alfonso, que se afligía porque no podía consolar mi angustia de muerte, dejó de verme y fijó sus ojos en la obscuridad circundante, como pidiendo auxilio. De pronto surgió del silencio exterior el sonido de un auto que se acercaba. Entonces Alfonso vio a su derecha y dijo:
—¡Sus! Mire. Ahí va Elena…
“Y a pesar de la penumbra, distinguimos el regio carro amarillo de la leona.
“La noche había cerrado y por eso Elena abandonaba su inacción. Pasaba en su raudo coche, con las luces encendidas y sus ojos aún más lucientes en la oscuridad. Estábamos en los alrededores de la metrópoli y ella pronto los salvó para internarse en el campo libre. Me pareció que al pasar sonreía, extraña, cruelmente, en la sombra.
“Sollocé, cobarde, mientras desfallecía en brazos de mi amigo, que se apresuró a sostenerme, y balbuceé, como si me pudiese oír, apretando las manos contra el pecho y pensando en todo lo que moría conmigo; en toda la obra de que me encontraba lleno, en mis hijos espirituales, nonatos, pero de los que ya me sentía henchido:
—¡Piedad para las cosas que llevo aquí conmigo!
“Inútil ruego en la noche, inclemente y sorda.
“Elena, la nocturna cazadora, que sólo hace su presa en las tinieblas, corría hacia los espacios abiertos, llevando mi alma despedazada entre sus fauces sangrientas…”.
1. Amiel: Enrique Federico Amiel. Filósofo y escritor suizo (1821-1881). Autor de Diario íntimo.
De: La signatura de la esfinge, 1933.
Rafael Arévalo Martínez
(Ciudad de Guatemala, 1884-1975)
Poeta, escritor, ensayista y dramaturgo guatemalteco muy reconocido, considerado uno de los antecesores del realismo mágico. Es una de las figuras más importantes en esta renovación, porque aportó a la narrativa hispanoamericana técnicas, temas y corrientes esenciales en el desarrollo de la literatura contemporánea. Entre su obra más conocida tenemos Una vida (1914), El hombre que parecía un caballo y otros cuentos (1920), El trovador colombiano (1920), El señor Monitot (1922), La oficina de paz de Orolandia (1925), La signatura de la Esfinge (1933), El mundo de los maharachías (1938), Viaje a Ipanda (1939), Manuel Aldano (1914), Nietzsche el Conquistador: la doctrina que engendró la segunda guerra mundial (1943). Entre los reconocimientos que obtuvo destacan las condecoraciones con la Orden del Quetzal de Guatemala y la Gran Cruz de la Orden de la Independencia Cultural Rubén Darío (Nicaragua).
ILUSTRACIÓN: MAIGUALIDA ESPINOZA COTTY