28/03/24
Todos los días, al final de la tarde, Marcus llamaba para decirme que estaban en la cantina de mi sector. Ellos trabajaban en el sector 6, que también tenía una cantina donde se podía fumar. Lo natural hubiera sido que fumaran allá. Tal vez les gustaba salir de su sector, caminar por los pasadizos abiertos, a pesar del frío, y ver gente nueva.
Los encontraba solos, fumando y tomando whisky, o con otra gente, ingenieras de primer año, técnicos recién salidos de turno o el ocasional veterano aburrido. Al principio me relacionaba solo con Marcus. Siempre había una silla vacía a su lado y yo me sentaba ahí. Hablábamos de las capas de nieve, de los diferentes tonos de blanco en la nieve, de la falta de vida en la nieve y, sobre todo, del horror de ese sitio lleno de nieve, donde la comida sabía a poliéster y el agua de la llave, blanca y espesa, te mataba la flora intestinal. Nos reíamos. Pero, de alguna manera, bajo su risa, se intuía una rabia vieja que no parecía deberse solo a las circunstancias.
Cuando estábamos los tres solos, José se enterraba en su computador a repasar filas de números y, si teníamos compañía, hablaba con los demás. No sé cuándo nos hicimos amigos él y yo. Para la época en que el sol a duras penas se asomaba por el horizonte, como una promesa que nunca llega a cuajar, José no traía su computador y era el más cercano a mí. El frío, aun bajo las luces refractarias de la calefacción, se colaba como una serpiente maleva y ya nadie más venía a la cantina. Nos dio por jugar dominó. A José y a mí se nos ponían morados los labios y nos moríamos de risa de nuestra falta de habilidad para soportar el frío y adivinar las fichas de los demás, mientras Marcus tiraba las suyas sobre la mesa con encono. Dejó de afeitarse y dejó de llamarme. Ponía un maletín en la silla a su lado y no me dirigía la palabra. Ahora era José el que me llamaba para avisar que estaban en la cantina.
Marcus empezó a emborracharse. Él, que era el que más aguantaba. Una vez le conté once whiskies. Once y el tipo seguía parado. Ahora nada más hacían falta dos para que se pusiera a hablar duro, a mirar torcido y a tropezarse con las mesas cuando iba al baño. Una tarde le pregunté qué le había pasado, si era el frío, si era la luz pobre de ese sol como de mentiras. Marcus me miró, hacia tiempos que no lo hacía, se levantó, agarró una silla y la tiró contra la pared. Luego de eso no volvió a la cantina de mi sector y ya no lo vi más, lo mismo que terminó pasando con el sol.
Pilar Quintana (Cali, 1972).
Autora de las novelas Cosquillas en la lengua (2003), Coleccionistas de polvos raros (2007) y Conspiración iguana (2009). Escribió también el volumen de cuentos Caperucita se come al lobo (2012), y sus relatos han aparecido en revistas de la región, de España, Alemania, Estados Unidos y Filipinas. En 2011 fue escritora residente en el International Writing Program de la Universidad de Iowa, y en 2012 fue escritora visitante en el International Writers Workshop de la Universidad Bautista de Hong Kong. Obtuvo el Premio Alfaguara de novela (2021) y premio español La Mar de las Letras (2010).
ILUSTRACIÓN: MAIGUALIDA ESPINOZA COTTY