27/06/24. Cuando hablamos de persecuciones religiosas, automáticamente pensamos en religiosos perseguidos. Nos cuesta pensar en religiosos persiguiendo, al menos que nos refugiemos en el confort de ubicar el asunto en los países no occidentales. Allá ocurren las mismas cosas que en occidente, pero allá es horrible. Los pañuelos en la cara son tres veces más opresivos que las tetas operadas o las cejas tatuadas. Los enfrentamientos religiosos en el Oriente Medio son una ignominia, las masacres del occidente cristiano no tanto. No es una reyerta fanática, es por petróleo, la geopolítica planetaria.
Este artículo no pretende hacer un estudio de la dicotomía poder/religión. Solamente quiere reflexionar sobre cómo se puede actuar de manera invasiva, castradora, impositora en nombre del bien, de la verdad, de la justicia, de la igualdad, de Cristo. No nombraremos a Torquemada, ni a Savoranola, o a Bruno, ni a las hogueras; tampoco vamos a nombrar la persecución a los papistas en épocas de Shakespeare, por parte del poder protestante, ni a las mujeres quemadas en Salen. Tampoco vamos a mencionar a la cruz y el arcabuz como la vanguardia del genocidio para invadir América antes de que se llamase así.
Nos interesa un caso curioso, nada sangriento, nada espectacular, que obedece a la misma lógica de actuar en nombre de Dios, del bien que se ampara en la lógica del libre comercio, de la moral, la salvación de las almas, etcétera. Los párrafos anteriores funcionan como marco conceptual de eso que inauguró Gramsci, caracterizando el contexto ideológico-cultural como una forma de normalización de las estructuras de poder, de opresión.
En fin, el tinglado que nos ocupa, tiene que ver con las salas de cine y teatro. Distribuidores internacionales y empresas de exhibición concentraron el negocio en centros comerciales, en donde se privilegian refrescos, cotufas, tequeños y demás “snacks”, sobre lo que se esté proyectando. A esto se le suman los grupos religiosos que parecieran andar a la caza de salas de espectáculos en las calles para utilizarlos como templos. Total, nos quedamos con apenas unas cuantas salas teatrales y ninguna edificación para cine. Podemos comprar ropa, maquillaje, crema de afeitar, forros para teléfonos, obras de teatro, películas de estreno; todo a la moda. Vamos a la antigua sala de cine a recibir la palabra. El precio es un diezmo que, de paso, sirve para entrar al paraíso.
Por eso no es de extrañar que el Teatro Tilingo, hermosa, tradicional sala de espectáculos para los niños, ahora esté en manos de los adalides de la paz, del amor, de Cristo. ¡Si Dios existiera, seguro que estaría arrecho!
POR RODOLFO PORRAS • porras.rodolfo@gmail.com
ILUSTRACIÓN ERASMO SÁNCHEZ • (0424)-2826098