31/10/24. De la palabra areté viene una palabra antipatiquísima: “aristocracia”, diría que es un vocablo hasta despreciable, aunque sé que si la gente de la revista Hola y la antigualla noble que maneja buena parte del dinero, además del destino de muchísima gente en el planeta, leen esta afirmación me van a mentalar la madre, cosa que me preocupa en demasía.
Cada vez estamos más atomizados, la identidad se basa en poseer las mismas cosas, unas más caras que otras, aunque con la misma función. La memoria se reduce a los archivos de los teléfonos. Todo caduca.
El vocablo areté, sin embargo, se refiere a la virtud, a la fuerza espiritual y física, a las acciones heroicas, a los aspectos más importantes, más necesarios del ser humano. Si hacemos un parangón con la palabra “meritocracia” −que se hace entender por sí misma-, puede servir para comprender que quien alcanzaba el areté, podía acceder al respeto, pero también a posiciones de mando y de privilegios.
Como el poder no envilece, sino que desenmascara, quien había alcanzado al poder por mérito, legaba su riqueza, su posición ¡y el areté! a sus descendientes. A mi juicio una forma poco virtuosa de ser virtuoso. Pero eso es la aristocracia.
Sin embargo, el areté no era una estratagema de los poderosos, era parte de la cultura, de la conciencia de todo el pueblo griego. El areté era una elección trascendental y, por ende, implicaba una libertad trascendente. Aquel que desbordara su cauce perdía el areté, lo que significaba el olvido. Todos tenían que bregar con ese miedo a sufrir la verdadera muerte que es el desaparecer de la memoria colectiva.
De esa concepción nace la Tragedia o −mejor dicho- es uno de los factores que propiciaron su nacimiento: nadie puede ser virtuoso todo el tiempo. Era menester, una vez caído, recupera el areté. De allí el sacrificio de héroes y dioses, de allí el alivio profundo de los espectadores de las tragedias, al constatar que sus fallas eran parte de la vida y de la cultura. Que podía salvarse del olvido porque no estaban solos. Por eso para la actualidad la tragedia es una expresión sin sentido.
Hoy nada de eso funciona. Ahora no hay de qué preocuparse con aquel lío. Estamos solos con relación al cuerpo social, nos importa un coño ser olvidados, la fama dura 15 minutos o un montón de clips a “puñitos con el pulgar arriba”. Cada vez estamos más atomizados, la identidad se basa en poseer las mismas cosas, unas más caras que otras, aunque con la misma función. La memoria se reduce a los archivos de los teléfonos. Todo caduca. La virtud es virtual, es tan efímera, tan artificial como la industria cultural. La libertad es la mejor consigna, entre otras cosas, porque es un comodín intrascendente.
POR RODOLFO PORRAS • porras.rodolfo@gmail.com
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