A mis hermanas y hermanos, creyentes como yo.
lo ido
volverá
por sus veredas
Laura Antillano
16/12/24. La ciudad, esta Caracas nuestra de todos los días, es un vientre, un vientre grande donde van a resguardarse los creyentes. Y es ella con su manto que va recibiendo las ofrendas, flores, flores de todos los colores, sobre todo blancas y azules, los colores de la virgen.
Le tengo mucho fe a esta virgen, yo le prendo su velita como lo hacía mi esposa.
Tal vez la imagen les haga recordar a ellas, ancianas y no tan ancianas, cierto hálito europeo, francés para ser más exactos…
Prado de María sigue siendo un pueblo, me dice el viejo andando por una de las aceras de la Calle Real de Prado de María, la misma que, compruebo a pesar de haber transitado por allí desde hace años, alcanza a la avenida Roosevelt en uno de sus costados, desde allí puedo ver algunos de los barrios con sus calles que desembocan en El Valle, ¿Los Jardines? No, San Antonio, la conversación sigue hasta llegar al corazón mismo de una fe que se remonta al momento mismo del acontecimiento que impulsa llegar hasta aquí, un banco caoba esmeradamente cuidado por la misma devoción que hoy decora las columnas del templo con globos igualmente blancos y azules e imágenes pintadas de la virgen con distintas inscripciones que exaltan la fe.
Y es que esta advocación mariana se remonta al año 1830, cuando la virgen empezó a presentársele a la hoy santa, Catalina Labouré, en París, Francia, en la víspera del día de San Vicente de Paul, el 18 de julio, guiada por la voz de un niño que la condujo hasta donde estaba la presencia de la virgen en una capilla…
Cincuenta y nueve años más tarde se inicia la construcción de la iglesia La Milagrosa en Prado de María, Caracas, para rendirle honores a esta virgen, culminándose en el año de 1891.
La medalla fue lo único que se salvó, morí, caí sobre la acera, en una curva de la plaza Madariaga, se llevaron unos lentes nuevos, recién comprados, morí, perdí el conocimiento, Tere (su esposa) fue la que me dijo eso: la medalla fue lo único que se salvó, claro y yo. Le tengo mucho fe a esta virgen, yo le prendo su velita como lo hacía mi esposa.
Lo acompaño, entramos a un local a la derecha del templo, pregunto por los tradicionales calendarios con la imagen de la virgen de La Milagrosa, agotados desde hace días, venga el martes.
Es miércoles 27 de noviembre, el día de su advocación, tampoco hay medallas en este local, pero afuera sí, justo a la entrada, varios quiosquitos, comida, estampitas, crucifijos, típica vendimia en estas ocasiones.
Y es que estas y estos que seguramente también creen, celebran todo lo que pueda traerles este día, además del posible cumplimiento de promesas, el indispensable capital para llevar algo más a sus hogares.
Caracas, he dicho, es un gran vientre, más aún si pensamos en las numerosas advocaciones marianas que vienen celebrándose desde mayo hasta este día en que, al menos para la familia de quien me acompaña, cobijan los pequeños altares de una fe antigua, algunos, —más jóvenes-, afinan sus guitarras, eléctricas por cierto, como la misma fe que empieza a congregar a los fieles, quienes, persignándose, van entrando al templo.
Puedo distinguir en sus pechos, estampados bajo un fondo blanco, la imagen de la virgen. Me acerco un poco más, abuelas con andaderas en el primer banco, un poco más allá, una de ellas, que puede levantarse por su propia cuenta, sostiene un enorme ramo, se dirige al pie de la virgen, otra, un poco más joven, seguramente una hija o sobrina, le indica que se centre más, lo que entiendo como un ejercicio mimético que permite expandir el símbolo de lo que he venido a presenciar: el instante en que la devoción es capturada fugazmente por la cámara para la posteridad.
Regreso al banco, tómame una foto, me dice, se levanta y va directo a la virgen, aquí, no lleva flores, todo él es una ofrenda, un agradecimiento. Luego, yendo hacia una de las capillas, a la izquierda del altar central, tómame otra aquí. Me fijo en el instante en que una especie de aura rodea uno de los arcos. El calor es fuerte, las fotos, íntimas, serán compartidas con sus hijos, partícipes de una fe que no sabe de fronteras.
El calor se hace más intenso, los ventiladores, escasos, apenas pueden respirar. Falta poco para que inicie la procesión, está pautada para las cinco de la tarde. Salimos del templo y siento que cada vez entro más a una herencia todavía no muy conocida para mí. Al fondo, los primeros cantos, breves ensayos de lo que se avecina.
Volteo, el templo, con su jardín de pinos plantados justamente para exaltar una grandeza que a veces, así lo creo, sigue pasando desapercibida para muchos, me dice algo más de lo que alguien, insistiendo en colocarme un prendedor con la imagen de la virgen que, seguramente, ella misma no aprobaría, no por razones estéticas sino por el carácter mercantil que, evidentemente, aplasta toda posibilidad de comunión entre los fieles.
No gracias, y vuelvo a girar. Allá va él, seguramente pensando en todas las veces en que ha venido aquí, seguramente esperando encontrarse de nuevo con ella, la que La Milagrosa llamó primero que a él.
POR BENJAMÍN MARTÍNEZ • @pasajero_2
FOTOGRAFÍAS ALEXIS DENIZ • @denizfotografia