23/01/25. Qué se iba a imaginar el joven Ribas de 1799, afiebrado por las pasiones revolucionarias que brotaban desde Francia agitando las cabezas hirvientes del mantuanaje criollo, que dieciséis años después sufriría el mismo destino de José María España, a quien observó desde una esquina de la Plaza Mayor de Caracas mientras era descuartizado y decapitado en un acto brutal, aviso para los agitadores que pretendían desvincularse de la corona española.
Solo, intentando recuperar fuerzas para continuar una lucha inútil, fue sometido al martirio... torturado, vejado públicamente, su cuerpo desmembrado, decapitado y su cabeza frita en aceite para luego recorrer lúgubres caminos de Oriente, desde Barcelona hasta la Puerta de Caracas.
Cómo imaginarlo, además, si era un joven acaudalado de una de las familias más encumbradas de esta provincia, heredero de riquezas incalculables y casado con otra conspicua representante de la burguesía criolla de entonces, María Josefa Palacios, también rica heredera y tía del que años más tarde sería El Libertador.
Su camino, sin embargo, se labró al filo de la navaja. Siendo uno de los más osados oradores de la Sociedad Patriótica, enardecido alumno de Miranda que, inspirado por sus ideales, solía enarbolar las doctrinas más radicales, incluso por encima de Bolívar, azuzando acciones terminales para acabar con los privilegios de su propia clase en nombre de la libertad y un nuevo estado de cosas.
La guerra de Independencia fue sanguinaria, de bando y bando, aunque los manuales de historia maticen su contenido con la épica de los vencedores.
Empezando, la nuestra fue brutal por todas las circunstancias de su tiempo, encontrando especial crueldad en un hecho sin precedentes: el Decreto de Guerra a Muerte, que auguraba un desenlace fatal para todos los integrantes del bando realista, incluyendo a los canarios que, muchas veces, eran considerados de segunda clase por los españoles, a quienes denominaban “blancos de orilla” en tono despectivo. Con tal disposición, el Libertador estaba poniendo énfasis en su intención irreversible de llevar la conflagración hasta sus últimas consecuencias, que no eran otras que la libertad o la muerte.
Entonces los episodios de crímenes inauditos eran comunes. Boves arrasaba pueblos enteros, coronando la jornada con la violación de mujeres y niñas. Bolívar, por su lado, ordenaba la degollina de cualquier peninsular o isleño que se le atravesara en el camino: por esos días decidió pasar por las armas a los que hubiera en las cárceles de Caracas y La Guaira y a los que quedaran por ahí realengos, en los días de la derrota de Campo Elías en La Puerta, en 1814. Tuvo que venir Arismendi a completar la tarea, pues Ribas desobedecería al Libertador en un acto de polémica compasión. En total, ochocientas víctimas tuvo la jornada que se extendió por varios días, como nos cuenta Juan Vicente González en la más completa y apasionada biografía sobre el general patriota.
Pero el destino, imperturbable en sus designios, encontró a Ribas traicionado en Tucupido, en 1815, tras la derrota de Urica, la huida de Bolívar a Cartagena y la pérdida de la Segunda República. Solo, intentando recuperar fuerzas para continuar una lucha inútil, fue sometido al martirio —como muchos miembros de su extensa familia—, torturado, vejado públicamente, su cuerpo desmembrado, decapitado y su cabeza frita en aceite para luego recorrer lúgubres caminos de Oriente, desde Barcelona hasta la Puerta de Caracas, frente al acceso principal del Camino de los Españoles en La Pastora, donde su rostro chamuscado, retocado con el sombrero frigio de la Revolución Francesa, ondeó hasta 1821 como expresión dramática del destino de los independentistas.
POR MARLON ZAMBRANO • @zar_lon
ILUSTRACIÓN ASTRID ARNAUDE • @loloentinta