26/01/23. Cuenta doña Elena Frías de Chávez que cuando Hugo nació estaba lloviendo lo que sería, entonces, un bautizo premonitorio con uno de los elementos de la naturaleza que lo acompañaría a lo largo de su vida. Hugo es barinés, de Sabaneta: un pueblo desconocido por la mayoría de los venezolanos hasta que él apareció, por la televisión, un 4 de febrero de 1992. He leído a psicólogos y sociólogos que han hablado sobre la influencia determinante del medio ambiente en el carácter y la personalidad de los individuos. En el llano venezolano la vida oscila entre dos extremos: el verano prolongado y la sequía que cuartea la sabana en miles de pedacitos y que esparce sobre ella las osamentas del ganado que sucumbe ante la sed y sobre las que se posan los zamuros carroñeros en busca del último pellejito que picar. Por las tardes, un vendaval amarillo cubre los cadáveres de una nube de polvo rojizo y hace verlos como títeres espectrales; la sabana es tasajeada como con un hacha que le causa profundas heridas que son restañadas, luego, por el invierno –el otro extremo- cuando se inunda la sabana y el suelo las cubre con un pantano que es un ungüento sanador. Por el techo de paja de la casa de “mamá Rosa” se colaban gotas inoportunas que caían sobre la cara de Hugo o sus hermanos poniéndolos alertas sobre un posible desbordamiento del río Boconó. El diluvio universal duró cuarenta días con sus noches; en Macondo llovió cuatro años, once meses y dos días. En la vida de Hugo Chávez hubo veranos e inviernos prolongados y tormentosos a lo largo de cincuenta y ocho años de existencia.
II
La infancia y adolescencia de Hugo transcurrieron en medio de los extremos climáticos, ya señalados, y de forma sencilla, como corresponde a una familia pobre de un pueblo pequeño; unas veces vendía las arañas que hacía su abuela improvisando graciosas rimas, otras era un trotamundos observando las imágenes de la enciclopedia Quillet, regalo de su padre; y si no se entretenía dibujando, con fruición, con las cartulinas y las tizas de colores que le obsequiaba su tío Marcos, hasta el punto de querer dedicarse a la pintura como temprana vocación, inscribiéndose en la Escuela de Artes que expandía su imaginación aderezándola con los cuentos de la abuela. Al mudarse para la capital del estado le cayó su primer chubasco emocional que indicaba el paso de una etapa a otra: se enteró de la muerte de su admirado ídolo deportivo: “El Látigo Chávez”. Fue también cuando entró en el ignoto mundo de la política y de la historia oyendo relatos de revoluciones al frecuentar la casa del viejo comunista y exguerrillero Esteban Ruiz Guevara. Fue allí donde descubrió el mundo de los libros y de la lectura y donde inició su vida de lector “tragalibros” que lo acompañaría por el resto de su vida. El exguerrillero y los demás integrantes del grupo que se congregaban en su casa le dieron las primeras palas y escardillas para que escarbara en la árida y extensa tierra, llena de fábulas, leyendas y fantasmas para internarse en las profundidades de la memoria colectiva, para develar el misterio que lo obsesionaba desde su infancia: la vida de su abuelo Pedro Pérez Delgado “Maisanta”. Estas actividades las combinaba con su pasión por el béisbol donde lograba batear la pelota hacia lo más lejano que sus ilusiones juveniles la enviaran, observado por los ojos verdiazules de la maestra Egilda Castro.
III
En 1971 llega a Caracas a la Academia Militar, como un paso previo para convertirse en el gran pelotero que quería ser. Al poco tiempo se convence de que su camino es el de las armas y abandona su otrora ilusión; hay un fuego que lo atrapa y comienza a verse como un soldado revolucionario. Y hacia allá dirige todas sus energías que son avivadas durante largos años por diversos e intensos acontecimientos. Ya estaba convencido, cuando egresa de la academia, de su destino flamígero y poco a poco en una acción extenuante, pendulante y riesgosa: como un Sísifo subiendo la pesada piedra de la rebelión con la ayuda de otros compañeros por la escarpada montaña. Así va ganando adeptos para su causa, de a poquito, como una garúa interminable, que irá preparando el gran aguacero que vendría. Tan convencido y tan decidido estaba que el camino de la liberación popular era por la vía de las armas, que en 1982 junto a otros tres compañeros comprometidos como él, se dirigen, con enérgico trote, al vetusto y simbólico “Samán de Güere”.
Llegan muy sudorosos, que era como lloverse sobre sí mismos, y juraron, solemnemente, cumplir con su cometido revolucionario de “no dar descanso a su brazo ni tranquilidad a su alma hasta no romper las cadenas que oprimen al pueblo”. El gran cataclismo social de febrero del 89 los termina de solidificar como movimiento: no hay vuelta atrás. Así que compartiendo responsabilidades directivas con otros compañeros, sorteando múltiples y escabrosos peligros, incluido el asesinato, el 4 de febrero de 1992 hay truenos, rayos y centellas que fragmentan la noche y la madrugada caraqueña. Cuando el sol aclara, millones de personas observan a un desconocido que asume la responsabilidad de lo acontecido, admite su derrota, y lanza un inquietante “por ahora".
IV
Es detenido y pasa dos años a la sombra y tras los barrotes, cuando sale se va, según él, a las catacumbas del pueblo. Se pasea, políticamente por el país y por el exterior levantando remolinos, vendavales y ventiscas: va sembrando los vientos que cosechará el año 98 cuando arrase, como un huracán, en las elecciones de diciembre. El viejo liderazgo político y económico que mantenía sojuzgado al pueblo venezolano vuela por los aires, como las planchas de cinc que de tanto en tanto las tolvaneras que se abaten sobre las casas de los más humildes logran arrancarles; luego caían en barrena zigzagueantes para estrellarse con estruendo en el piso.
Pero los dos extremos climáticos traídos desde las sabanas barinesas caracterizarán su gobierno: en diciembre del 99, en plenas elecciones para la constituyente, la naturaleza con toda su furia se ensaña contra la población de Vargas y buena parte del país, dejando a su paso miles de muertos. En 2010 se repetiría el mismo fenómeno solo que sin la mismas consecuencias. El agua desbordada cuando no lo perseguía lo llamaba a presentarse en aquellos sitios por donde previamente había pasado. Y allí siempre estaba Chávez metido entre el lodazal y el agua dándole confianza y ánimos a los afectados. Uno de esos días de desgracia recuerdo que se fue a Antímano: la gente no quería abandonar lo que quedó de sus casas ni “los coroticos” que tanto esfuerzo les costó obtenerlos y no por afán materialista sino por lo que todo el que es pobre sabe lo que cuesta. “Vamos a salvar la vida” les arengó, y la gente renuente le creyó y lo siguió. Pero la inclemencia del agua fue igualada por la sequía que lo obligó a decretar en el año 2010, una emergencia eléctrica; con reducción de turnos laborales, cierre de centros comerciales y escuelas, etcétera. El agua de los embalses se acercó peligrosamente a sus límites y Chávez dijo, palabras más o palabras menos, algo así como que “si las nubes se oponen las bombardearemos y haremos que nos obedezcan”, pero además de estas tormentas naturales le tocó enfrentar otras políticas, económicas y sociales producidas por la naturaleza humana. La ambiciones de grupos políticos y económicos que, incluso, lograron deponerlo y secuestrarlo por cuarenta y ocho horas, y luego acometer un prolongado paro petrolero; la deslealtad y la traición de amigos, colaboradores y hasta familiares, deben haberle causado muchos dolores íntimos que jamás reveló al público.
V
Pero los duros retos de la vida no concluirían allí. En junio de 2011, se le descubre en lo más profundo de su persona un volcán que haría varias erupciones a lo largo de ese año y el siguiente, con la lava candente que laceraba su interior, pero que no apagaba la energía volcánica que lo motivaba a vivir. Valiente y decididamente enfrentó el grave percance, y a pesar de la preocupación colectiva, supo mantener la calma y el entusiasmo hasta el punto de participar en la campaña electoral del 2012, para optar a un tercer mandato, dando muestras de alegría y la vehemencia y valentía que lo caracterizó. Hasta que llegó el 4 de octubre que decretaba el cierre de campaña. Ese fue un día de enorme agitación en la ciudad de Caracas y en el país. La caballería mecanizada, o sea los motorizados, iban y venían, y toda la gente se comportaba como si estuviera participando en algo decisivo, así no fueran simpatizantes de Chávez. Compras apresuradas e intensa movilidad marcaban las expectativas crecientes de ese día: desde bien temprano el pueblo se había convocado para llenar las siete avenidas que conforman el centro de la ciudad; el bullicio y la alegría abrían brecha entre la multitud. Hasta que se desató el palo de agua (que palo nada, ¡un palazo de agua!), sin embargo nadie se movió, al contrario, gente y más gente luchaba por conseguir un puesto entre el gentío. Llovía a cantaros (que cántaros ni que nada ¡a tancazos! de los azules grandes), era tal la furia con que la lluvia se abatía sobre el asfalto y la muchedumbre que parecía llover al revés. Desde los helicópteros que televisaban la concentración, se captaban imágenes de los miles de cuerpos que semejaban pececitos de colores rojos y amarillos ondulando sobre la superficie de varios ríos. Cuando el aguacero arreciaba y los concentrados se habían resignado a empaparse, apareció Chávez a cielo abierto sin pedir un paragüitas, y mucho menos uno de los que usan los buhoneros, y le habló a la eufórica multitud con resolución y energía: como en sus mejores tiempos, sin un dejo de tristeza o preocupación y aún sabiendo el enorme riesgo que corría, sin una señal de dolor que opacara la alegría colectiva del momento: tanto de los presentes como de quienes lo veían por televisión. El acto terminó. Fue lento el desalojo del área y la gente, empapada hasta los huesos emprendió el regreso (muchos caminando), esperanzada en el triunfo que se daría el día domingo 7 de octubre. Sobre el candidato contendor se desataría una tormenta de votos imposible de negar, al contrario: no le quedó otro camino que admitirlo dócilmente, cabizbajo y debajo del techito de un quiosco cercano a su comando de campaña.
VI
Al terminar la concentración Chávez se fue arropado con una gruesa cobija de agua a aguardar el triunfo que obtendría ese domingo 7, que celebraría desde el “balcón del pueblo”. Nadie, o muy pocos, supieron las consecuencias de aquella osadía, de aquel reto a la naturaleza. Pero el volcán que tenía en lo más profundo de su humanidad haría erupción varias veces el resto del año, su lava quemante cesaría el 5 de marzo de 2013, así lo anunciaría Nicolás Maduro. Cumpliría así su promesa de consumirse por el pueblo. En Propatria, en la estación del metro, yo vi cuando se desató un repentino torbellino, hubo gente que cayó de hinojos y levantó sus brazos al cielo; los comercios comenzaron a bajar alarmados sus “santamarías” y un grupito de malandros intentaba organizar un saqueo. Dicen que ese día, al igual que el día de su nacimiento, también llovió. Y entonces Chávez, que había sido volcán, huracán y fuego, se transformó en viento y subió a los cielos para convertirse en una cumulonimbus: una nube gigante y vertical en forma de montaña o de enorme torre.
Al terminar de escribir esta crónica me asomé a la ventana y estaba lloviendo.
POR FRANCISCO AGUANA • fcoaguana@gmail.com