23/05/25.
Para Ana María Oviedo Palomares
Cumplo mi oficio cerca del mar porque ese es mi destino. Me dedico a recoger pájaros muertos, maderos que floten y las más raras estrellas marinas, las cuales se distinguen porque no conservan la pestilencia de los animales muertos. Me llamo Bruna Limoti y es el único nombre que acepto, aunque a otros les haya dado por llamarme loca. Antiguamente fui leedora en una fábrica de tabacos que se encuentra en tierra firme. Pasaba allí mis días como quien se prepara para emprender un viaje largo, a los confines de sus insondables temores, y recoge todos los datos que puedan contribuir a un recorrido sin tropiezos. Aquel oficio, profundo y olvidado, infinito y humano, me esclavizaba, pero yo lo asumía con devoción y agradecimiento, como si una gracia me hubiera sido concedida.
Compensada y serena, me entregaba a suprimir mis días entre altas paredes. Cada faena realizada al pie de la letra abría mi comprensión hacia las cosas que resultaban de mi interés, como era el caso expreso del mar. Así supe que sus incandescentes y numerosos colores, vivos y hondos, se originaban en la intensidad del sol agobiante. Suponía que me dirigía a encarnar una historia donde obtendría cierta eminencia, como si alguien existiera para esperar mi llegada. Pero una desobediencia natural en mí, cultivada desde niña, me hizo retrasar lo más que pude el encuentro con mi destino. Entretanto leía con dedicación historias escritas para mí.
La Cruz. A lo lejos, por la ventana de mi cuarto, veo un barco que enfila la proa hacia la ciudad en tierra firme. Me incorporo totalmente sobre la cama mientras dejo pegada a las sábanas de hilo parte de la costra que he construido durante la noche. Me siento en el borde del lecho para mirar mejor. Las plantas de mis pies llagados reciben el frío de la losa de barro. Mi cuerpo agoniza, no así la voluntad. Espero. Es la hora en que aparece la figura querida de mi hermana, quien trae alivio para mis heridas. He soñado hoy que desde la otra banda llega un bote y que en él viene la niña vestida de luto. Intuyo que es ese su destino. Pobre niña mía que me reza. Voy deseando su arribo mientras espero el agua que mi hermana volcará sobre mis heridas. En el horizonte del mar se desplaza un barco y yo lo miro embelesado.
Bruna. Las luces, en la casa de allá abajo, se han apagado. Tarde se han ido los amigos, pero yo he presentido desde temprano la presencia de Bruna en el corredor, en el zaguán y más allá del cerro. He convenido con ella que, cuando todos se marchen, venga hasta la parte por donde el roble ofrece a todos el placer de su sombra. El árbol es cómplice de Bruna, que llega callada y me despoja de los paños con los cuales mi hermana y mi madre me consienten. En la bañera de hormigón Bruna va lavando mis heridas, que han vuelto a ser nuevas y sangran. Mi hermana duerme soñando con remedios para mi mal y Bruna, en tanto, cuece sobre mi piel las viejas pociones del amor.
Un pájaro. Sumergido en el agua ya fría voy repasando unos versos que he borroneado esta mañana. Presiento que las costras de las llagas que laceran mi espalda están sedimentadas en el fondo de la bañera donde me encuentro. Escucho el chillido del pájaro que todas las noches viene a hacerme compañía. Entiendo entonces que es la hora de salir del agua y actúo en consecuencia. Dejo que mi cuerpo desnudo se seque sobre la cama con la brisa que entra a la habitación desde el corredor. El pájaro lanza su grito de despedida y vuela hacia el cerro situado detrás de la casa. Volverá mañana, como siempre, para recordarme que todavía estoy vivo. Volverá mañana para asegurarse de que sigo aquí, esperando.
El bordado. Esta noche Bruna ha venido cuando ya no la esperaba. Me ha despertado su aliento sobre mi cabeza. No he querido que me toque, pues me dormí con la rabia que siempre me causa su ausencia. A veces temo que no vuelva para traerme el reposo que me dejan sus caricias. Sabe que la miro desde la cama. Se ha sentado lejos, donde puede tener luz para continuar el bordado que realiza. Elabora unos pañuelos de lino crudo en los cuales entrecruza nuestras iniciales. Me resisto a su presencia distante cuando ella sabe lo que deseo. Me levanto con lentitud. Llego hasta donde ella sigue sentada sin detener el bordado. Toco sus pies descalzos. Ella prosigue su labor, pero yo sé, por su respiración, que desea que avance más allá de sus pies. Para complacerla, le beso las rodillas. Ella responde haciéndome camino y soltando la tela entamborada, que cae a un costado de la silla. La rabia me abandona y comienzo a bordar en su cuerpo, con mi lengua, nuestros nombres completos.
Una mujer puede demorarse de muchas maneras y aplazar las tareas que le fueron asignadas como ventura. En mi caso, mi tardanza se debió a que me entretuve leyendo para mujeres esclavas de un jornal, historias que contaban libertad y belleza, amor y poesía, y que hacían más llevaderas las horas de trabajo. Lo único que interrumpía mi lectura, a media mañana o a media tarde, eran las campanas de la iglesia cercana, cuando tocaban a muerto mientras séquitos caminantes acompañaban a difuntos, para consumar una despedida, dentro del cementerio, en las afueras de aquella ciudad. Al finalizar, recogía en una pequeña maleta de cuero los libros de turno y me disponía a atravesar la plaza, contando que los pájaros negros que anidaban en los robles no acudieran a picotear mi cabeza, como acostumbraban. Tuve que empezar a protegerme de los furiosos pájaros y esto hizo que, por alguna razón, la gente a mi alrededor comenzara a creer que mi cordura se marchitaba, que cedía bajo la copa de aquella pamela de fibra y cañamazo a la que recurrí para mi protección. Ya me habían echado de la fábrica donde por años trabajé como leedora. Ya los niños me apedreaban en la calle y en ninguna casa de alquiler querían recibirme, por lo cual terminé durmiendo en angostos zaguanes, donde el frío y la lluvia calaban en mi cuerpo, que se apagaba envejecido y sin dignidad. Y fue entonces cuando una mañana me encontré en el puerto mirando hacia la península.
Ahora recojo plumas y caracoles vacíos en los que puedo escuchar, en vez del mar, las historias que ya nadie relata y que yo atesoro. Recorro a diario la orilla de la playa frente a la casa del cerro y llego hasta la bahía, cerca de la ciénaga y su marisma de sal, rosada y pestífera. Desando el camino cuando el sol, somete el horizonte a mi espalda y mi sombra empieza a borrarse. La nasa que arrastro, cargada de maderos y leños, despojos de pájaros y conchas, ha dejado en la arena un rastro que es necesario desandar. Toda sombra es un defecto de luz, me digo. Por eso, a veces, cuando me envuelve la oscuridad y no me duermo, vuelve a mí en forma de pájaro, un recuerdo incierto y tembloroso que me cuenta historias del mismo mar contra la noche. Me llamo Bruna Limoti y ese es el único nombre que reconozco aunque otros insistan en llamarme loca.
De: El libro de los tratados (2022).
Esmeralda Torres (Ciudad Bolívar, 1967)
Poeta y narradora. Graduada en Castellano y Literatura por la Universidad de Oriente. Ejerce el oficio de promotora de lectura y coordinadora de eventos literarios desde la Red de Bibliotecas Públicas de la Ciudad de Cumaná, donde reside. Gracias a la calidad de su prolífica obra ha recibido numerosos reconocimientos, entre ellos, la mención publicación en la Bienal Gustavo Pereira, ganadora de la Bienal Nacional de Literatura Ramón Palomares, la Bienal Nacional de Literatura Orlando Araujo, la distinción publicación en el Premio Stefania Mosca (todos en 2011), el Concurso de Cuentos Esta Tierra de Gracia (1995) y mención honorífica del Premio Literario otorgado por Casa de las Américas, de Cuba (2023). Entre sus obras se encuentran Historias para Manuela, Cuentos de última noche (2010), Resplandor de pájaro (2020), Un hombre difícil (2011) y Callejones sin salida (2019). En 2021 fue galardonada con el Premio de Literatura Stefania Mosca por El libro de los tratados (2022).
ILUSTRACIÓN: MAIGUALIDA ESPINOZA COTTY