31/05/25. Cuando uno va a ver una obra teatral ya ha firmado un contrato con el espectáculo: “vamos a asumir que lo que pasa allí es cierto”, es lo que llamamos la “convención teatral”. Evidentemente, por el mero hecho de participar en esta convención, el espectador asume que todo lo que va a presenciar no es real, y que tiene que creerlo para disfrutar del espectáculo.
Con el arte en general esta convención también se establece como parte de la relación con el destinatario. De allí que nos encontremos con frecuencia el aviso, antes de comenzar una película, que asegura que lo que se está por ver es mera coincidencia con la realidad, apelando a la convención: todo aquí es producto de la imaginación.
En el mismo sentido afirman las teorías del arte que si alguien de la vida real es incluido en el universo ficcional deja ser el personaje real en la obra. También ocurre con el ambiente y las circunstancias, aunque sea idénticas a lo real, si está en un universo de ficción ya no es la misma, aunque sea parecida igualita.
Dentro de las distopías se genera una situación distinta. Ya que las utopías y las distopías, pertenecen, por definición y esencialmente, al universo de la imaginación. Hasta hace poco se podía concluir que cualquier película encerrada en esos conceptos sólo tenían relación con la realidad como proposición metafórica. Existen obras literarias, piezas de teatro y cinematográficas, esculturas, pinturas, que aluden a distopías que en su momento eran meras amenazas, predicciones de lo que podría pasar si… y todas esas imágenes, discursos, personajes parecían confinados a ese mundo. Hoy ya no.
Parémonos frente al terrible e ignominioso genocidio en Palestina, las matanzas masivas en África; el gasto incalculable que se invierte en Inteligencia Artificial y nuevas generaciones en robótica; la continua y alarmante destrucción de bosques y especies animales; el loco comportamiento del clima; la concentración de poder y de riquezas absurdas cada vez en menos personas; presidentes de grandes potencias que actúan como bobos, o como locos supeditados a un poder a la vista de magnates internacionales; la vigilancia en calles, edificios, en las computadoras, por satélites y sofisticados mecanismos para someter poblaciones enteras; la estupidización de casi toda la humanidad abocada a consignas, a dietas contradictorias a las que van de una a otra con fe religiosa, limpiando su conciencia y centrando su impulso de independencia en las libertades individuales; la proliferación de efemérides que marcan los días haciendo baladí cualquier memoria histórica.
Ahora se puede expresar con toda propiedad: “esta distopía es mera realidad, no la cofunda con la ficción”