01-03-23. Habías soñado que venías de un cuarto luminoso y entrabas en un viejo teatro obscuro. Caminabas a tientas sobre el elevado tablero de la iluminación, guiada por el brillo de una rendija, en el otro extremo. Algo te impedía avanzar, y te sostenías precariamente de las cuerdas, como de las barandillas de un puente. Desde la altura adivinabas las cabezas quietas de los espectadores…A quién esperarían ¿a ti o a Agustín? Una sensación de angustia amenazaba tu equilibrio, pero el fulgor de la luz que tratabas de alcanzar te sacaba del vértigo.
De pronto se corría el telón y aparecía en escena un caballo erguido. El escenario estaba rodeado de soldados armados y tú tenías que llegar hasta el animal antes que comenzaran a disparar. Pero no podías moverte sino lentamente sobre el puente interminable, hasta que un teatrero amigo, tomándote de la mano, te puso entre bambalinas. Apenas comenzabas a cruzar el escenario cuando el caballo, de un solo salto alcanzó la platea y se perdió.
Habías recordado el sueño, pero con miedo, la tarde de ese mismo día, al enterarte de que Agustín estaba en peligro: alguien había informado a la policía de un contacto político de Agustín, la mañana siguiente, frente a un conocido restaurant de la avenida Miranda… ¡Nadie sabía cómo avisarle!¡Tú tampoco!...Pero al momento comprendiste que el tiempo de él era un solo tiempo atado con el tuyo. Y que serías capaz de tejer una red que te permitiera avisarle.
Comenzaste a recordar nombres. Visitabas lugares, te movías cautelosa y apasionada, con la prisa que imponía el peligro de muerte que lo amenazaba. Se agudizaba en ti un sentimiento íntimo que te hacía sentir a Agustín, próximo en muchos sentidos, pero sobre todo, en el afecto fraterno y simple, de dos iguales, sin importancia, que sin embargo, estaban involucrados, no solamente en un mismo sueño sino en el mismo abismo, entonces desconocido, en el que se apostaban esos sueños.
Tarde ya, la ciudad era un río creciente de acechanzas. Amigos y enemigos se movían diestramente. Los delatores se habían multiplicado. Los contactos se manejaban con gran dificultad…Pese a todo eso, tú no permitirías que lo mataran…Tal vez en esos momentos Agustín, despreocupado, leía, veía televisión, hacía el amor, o dormía… (“Esa noche me pariste otra vez”).
Jamás en todas tus experiencias habías sentido el acoso de las horas y el desasosiego de la incertidumbre… ¿Habría funcionado la red de avisos que tú habías tejido?
Dormir sería aceptar el desamparo de Agustín…En la amanecida, contemplabas los pájaros que se desprendían del Ávila y sentiste que una fuerza apacible te llenaba: frente a la inmensidad, que no los arropa sino los deslumbra, los pájaros cantan sin saber si es bello su canto. Sencillamente, cantan; es lo único que pueden hacer…
Si los contactos habían funcionado, tú misma le avisarías. Y te fuiste al lugar de la cita.
Ya la policía estaba allí acechándolo. Tú te ubicaste en la estación de gasolina, orientada hacia la esquina del restaurante El Alazán.
Desde allí, lo alertarías…
De Aire de las cinco, 1992.
La autora
Yolanda Osuna
(Tovar, estado Mérida, 1929- 2008).
Graduada de Letras en 1956, fue profesora de Castellano y Literatura en las escuelas de Comunicación Social y Letras de la Universidad Central de Venezuela. Magíster en Literatura Hispanoamericana por el Instituto Pedagógico de Caracas, y doctora en Semiología y Sociología de Literatura por la Universidad de la Sorbona, París. Entre sus publicaciones destacan: Tres ensayos de análisis literario (1982), La memoria de los días (1986), Aire de las cinco (1992), Ética y estética en Cesar Vallejo (2017).
ILUSTRACIÓN JAVIER VELIZ