17-08-23. Al dar las cinco horas-destino, la señorita García se detuvo en la puerta del consultorio. Allí, ante su mesita, bajo el reflejo cálido de una lámpara estaban las manos fuertes, el corazón bondadoso, los treinta y dos años del doctor González.
—Adelante –era la misma voz de la ausencia y Erlinda García avanzó tímidamente, se sentó en una silla que la miraba con sus cuatro patas amigas y sonrió.
El doctor alzó los ojos y respondió a su sonrisa. Avanzó un poco las manos –tenía un anillo en ellas, ahora lo notaba, y una pequeña cicatriz bajaba dudando sobre el pulgar– movió suavemente un lápiz que sujetaba entre los dedos y la quedó mirando con un gusanillo de sorpresa detrás de los anteojos. En esas semanas que había dejado de ir al consultorio popular, el rostro de su antigua paciente se había perfilado y sus ojos eran más humildes y más claros ante la luz. Esos ojos le habían hecho falta pues lo hacían sentirse más seguro de sí, más lleno de ciencia y mejor amigo de la humanidad doliente. Ese pequeño jirón de fe que había echado de menos, le llevaba hasta las regiones de lo mágico y le parecía poseer entonces dones sobrenaturales que envolvían su miseria de hombre limitado y confuso. Los ojos sencillos que llenaban de sentido su profesión estaban allí y viajaban hacia el futuro.
—¿Cómo está usted? –dijo después, simplemente.
Una garúa finita enlodaba las calles pobres y sucias del barrio, cuando Erlinda García pasó lentamente, al caminar de su reumatismo, rumbo a casa. Todo estaba desierto y el silencio compacto se rompía a trechos con las voces roncas de los ómnibus que paseaban jadeantes hacia el este. De pronto azotó el aire una llamada urgente:
—Vengan ya muchachos, apúrense.
La señorita García, cincuenta y dos años, blanca, de ojos mansos y azules de asombro en una cara que fue bonita, se sobresaltó al oír el grito. Estaba hundida en sus propios pensamientos y esa era tarea suficiente para olvidar el contorno, pero vuelta a la realidad por la presencia viva de una voz que parecía haber quedado colgada en el aire, miró y alcanzó a ver a unos muchachitos que se encaminaban a la casa más cercana. Fachada amiga con un letrero cordial en blanco y rojo: Consultorio Popular - Medicina General. Y se alegró con una pequeña esperanza. Era lo que necesitaba y parecía haberle salido al encuentro. Una consulta médica para aliviar sus dolores. Media hora de atención a ella, a ella sola. Voces que la interrogaran. Manos, ojos, ciencia que la auscultaran solícitos. Media hora de importancia en una existencia olvidada. Una consulta barata, además, que estuviera a la par de sus menguadas posibilidades económicas: a pesar de eso dudó un poco en la puerta de entrada (siempre le tenía miedo a lo desconocido), pero se armó de decisión y pasó adelante. A juntar su carga de penas con las de los otros que allí esperaban. Como ella esperaría.
Erlinda García saludó en voz baja y la señorita que escribía en un gran libro le contestó amablemente, la miró un momento recogiendo con los ojos esa turbación que la acosaba y a la recién llegada le pareció entonces que se la recibía como una amiga en el consultorio popular donde entraba por primera vez, que había nacido para ella que antes lo ignoraba y solo en ese momento cobraba existencia real porque Erlinda García, pensionista del estado, había entrado allí a consultar sus males. Recorrió con la vista el cuarto poblado de pacientes, mientras confusamente oía las respuestas de un obrero que decía en tono sordo y como con cansancio:
—Cuarenta años... nací en Cañete... Sí, soy casado, con cinco hijos... vivo aquí cerca nomás, número 864... interior C.
A saltos le llegaba la voz y ella observaba a la señorita que escribía; después fue su turno y la mirada amable, un poco sonriente y las preguntas se dirigieron a ella. Entonces emprendió viaje por un camino olvidado hacia el que, simples palabras, breves e inexorables, la llevaban de la mano en un recordar inesperado.
El sol de la campiña iqueña golpeaba furiosamente porque era verano y los mangos debían dorarse ya y las uvas se hinchaban y oscurecían en un prodigio renovado cada año. Las llapanas habían comenzado su jornada hacia el mar y en las lagunas los muchachos levantaban espuma de las aguas sulfurosas. Erlinda era dueña de dieciocho años hermosos y en su corazón aposentaba un amor.
—¿Nombre? ¿Dirección?
Perfumaba el crepúsculo y en las rejas calientes había música de murmullos.
—Ven niña, que están dando las seis y llaman a la novena.
—Ya voy, mamá –y la chica interrumpía su diálogo con Pedro, el que había llegado de Lima y vivía muy cerca, allí, junto a la bodega–. Tengo que irme, hasta mañana Pedrito.
—Hasta mañana, mi vida –y el joven se alejaba con una dulce figura de mujer en el recuerdo.
Pedro era alto y fuerte. Había conocido a Erlinda una noche como esta, cuando la luna viajaba por los cielos iqueños en dirección a los médanos. Iban varias muchachas paseando y entre ellas estaba una que conocía a Pedro y lo presentó a las otras. Él, inmediatamente, eligió a Erlinda como acompañante y conversando se adelantaron un poco. Llegaron a casa de la chica, el muchacho se despidió de ella mirándola profundamente como inquiriendo un secreto y ella se turbó, con sentimiento desconocido. Después paseó su calle en vez de seguir la ruta antigua, por detrás del parque que era la habitual en él. Descubrió que eran vecinos y esa vecindad los unió más. Luego se quisieron, con el amor urgente y tímido de los adolescentes que tantean buscando un camino en la vida y un mundo para ellos solos.
Erlinda entró en la casa y salió luego con su madre para ir a la iglesia. Cantaban las campanas con una voz alegre que se metía en el corazón de la tarde.
Pedro, Manuel y Tataje, les decían así nomás, por el apellido, dieron unas vueltas por la plaza esperando a las muchachas que habían ido a la novena con sus madres, pero la luna embrujaba y el calor era sofocante aun bajo los viejos ficus que estiraban su sombra antigua sobre la plata de esa luz.
—¡Caramba! Cómo provoca un baño... –dijo sorpresivamente Manuel, interrumpiendo la conversación que, sobre el próximo curso universitario, sostenían Pedro y Tataje–. ¡Déjense de ir siempre por las alturas! ¿Por qué no a Huacachina, en cambio? Miren la luna que tenemos, Huacachina estará maravillosa a esta hora y con esta claridad.
Pedro dudó un momento. No sabía por qué se había puesto triste de pronto. Quizá era una buena idea la del baño. El agua estaría fresca y las arenas invitarían a tenderse un rato al pie de los toñuces y podría entregarse a recrear la imagen de Erlinda, tanto más sugestiva cuanto que no estaría presente, y soñar una vida, la vida plena juntos. En el esfuerzo y el amor de cada día.
—Vamos pues... –dijo al fin y Tataje aceptó también, con entusiasmo.
—Cincuenta y dos años... soltera... Nací en Ica... vivo cerca, calle de Los Sauces... No. Nadie me ha enviado aquí, entré porque vi el cartel...
Huacachina parecía misteriosa y embrujada a la luz de la luna. Los huarangos tirados sobre la arena eran nido de chaucatos que decían su queja apasionada y los juncos de la orilla temblaban al paso furtivo de las ratas. Al otro lado, lejanos y esfumados, los toñuces escondían un grave secreto en su olor penetrante. Las aguas eran verdes, metálicas y parecían malvadas, reflejando los rayos blancos que opacaban toda otra luz. La ternura honda de un misterio abrigaba todas las cosas.
—¡Qué hermosura! –Pedro contemplaba absorto tanta e increíble belleza.
—Es lindo, sí –contestó Manuel ligeramente mientras bajaba del auto que los llevara–.Y ahora apúrate, no sea que nos cierren los cuartos de baño.
Tataje bajó en silencio. También a él le conmovía la belleza del paisaje pero estaba habituado a venir a Huacachina en noches de luna. Comprendía que a Pedro, recién llegado de Lima después de varios años de ausencia, le golpeara fuertemente ese panorama dejado atrás en la distancia.
Pedro salió el primero de su cuarto y se sentó al borde del agua, un poco más allá, cerca de la sombra amiga de los toñuces y se hundió en el paisaje. La noche volvía las cosas irreales en esa laguna que había escuchado su voz de niño. Huacachina la de las leyendas hermosas. La de las princesas y los poetas. El lugar donde el amor se alza como infinita plegaria humana. La laguna de los ojos verdes.
El joven, sentado sobre la arena, abarcando las rodillas con sus manos firmes, se sintió de pronto como una cosa más en esa fuga de lo real. El agua parecía mentira, las voces que sonaban a lo lejos en el hotel, eran como el eco de un sueño y la luz, esa claridad fantástica de la luna, iluminaba otro mundo y lo situaba en una dimensión distinta. Todo era tan hermoso y al mismo tiempo tan sobrecogedor, que le pareció de una belleza sagrada. Y sus oídos escucharon otros acentos y sus ojos miraron otra luz. Angustiado, se encontró envuelto en una bruma sólida que lo llevaba de nuevo por el camino recorrido en sus veinte años. Las manos se le volvieron leves y ausentes, el cuerpo miraba por todos sus poros y supo que iba a tocar el centro del misterio. Un grito lejano, vibrante y dolorido en que parecía llegar la voz de Erlinda, llenó su alma de pavor.
—¡Dios mío! –clamó–. ¡Señor! ¿Qué es esto?
La invocación lo volvió a la realidad y calmó su espíritu agitado de espanto. De nuevo tuvo conciencia de estar sentado allí, en la arena fría, y de las manos que sujetaban sus rodillas.
Más tranquilo, se incorporó lentamente y decidió entrar en la laguna que lo miraba como llamándolo. Subió al trampolín, allí cerca y se tiró desde lo alto. El agua verde se cerró sobre su cuerpo.
La noche avanzaba sobre las calles de Ica cuando Manuel y Tataje, desesperados, regresaron a la ciudad. No habían podido encontrar a Pedro. La laguna lo había devorado implacablemente y ellos no sabían cómo había ocurrido la desgracia. Cuando salieron de sus cuartos ya no estaba allí. Y nadie había visto nada. Huacachina cobraba su tributo anual en la vida del joven estudiante y guardó cuidadosamente su secreto.
—¿Que tienes, hija?
Había pasado mucho tiempo de la muerte de Pedro y aún Erlinda no podía olvidar la terrible circunstancia. Lo sentía a su lado, viviente como antes y muchas veces se volvía bruscamente, como si alguien la llamara. Entonces gritaba, con ese grito loco e involuntario que lanzó en la iglesia la noche del accidente, cuando le pareció que una mano helada se posaba sobre su cuello en una caricia desesperada y trémula.
En la mansión de los sueños todo puede realizarse y de repente se sintió hundida en un lodazal cubierto de hierbas que le rozaban la cara y se cerraron sobre su cabeza. Allí estaba él. Hermoso, resplandeciente y yerto.
Tendido, con las manos sobre el pecho (cruzadas, incrustadas, rígidas) pero también estaba de pie, un poco más allá y le hablaba suavemente, la miraba con una ternura inmensa y luego la sacaba de esa profunda cavidad para llevarlo de la mano hacia la luz. Y ella ya no sentía miedo. Ni sufría más.
—Nací en Ica... vivo cerca... soltera... repetía.
Y sus cincuenta y dos años lloraban la esterilidad de una vida y la tremenda angustia de la soledad amarga en su absoluto vacío: respondía mecánicamente a las preguntas y solo cuando la señorita le dirigió otra sonrisa y le dijo: "Está bien, puede sentarse y esperar turno", solo entonces se dio cuenta de que estaba en el consultorio del barrio y que el tiempo había pasado muy rápidamente, pero fue duro y áspero en su recorrido. Se sentó, colocando su humildad junto a los demás pacientes, escondiendo esa ola violenta que el pasado había levantado en la calma de esos momentos.
—Señorita García, su turno.
Una enfermera de ojos verdes la llamaba desde otra puerta y Erlinda García atravesó entre las bancas de pacientes, entró en la sala de consulta y se quedó ahí un momento: inmóvil. Frente a su mesita blanca el doctor González escribía y la luz de una lámpara caía sobre su cabeza morena. La señorita García sintió las voces del destino que despertaban desde muy lejos. Había algo en ese hombre que revivía un latido olvidado en tantos años de mediocridad, lucha contra la pobreza y trabajo rutinario (ese bordado que lleve flores azules y la plumilla menudita; o, los zapatitos tejidos al punto de arroz y las cintas rosadas) algo en las manos del médico, en sus facciones morenas y en los ojos oscuros, que levantó extrañado al notar que los pasos de ella se detenían: había algo de muerte o de ausencia.
—Buenas tardes –dijo– siéntese por aquí.
Miró la ficha que le entregaron:
—Señorita García, dígame lo que siente...
Y fue la rutina, después, una costumbre que tenía temblores de anunciación cada sábado que Erlinda García iba al consultorio. Allí veía las mismas caras, o caras nuevas, y veía al doctor González.
La consulta ese día había sido larga y plena de satisfacciones. El médico le dedicó más de media hora preguntando, consultando fichas y, de vez en cuando, sonriéndole. La señorita García se sentó en la mecedora que había salvado del naufragio en esa marejada de sucesivos sacrificios que había sido su existencia y dirigió una mirada de contento alrededor. La vida era mejor de lo que le había parecido y ahora se estaba portando bondadosamente con ella. ¡Señor de Luren! Su pequeño montepío, bien administrado, le alcanzaba hasta para comprar de tanto en tanto unas flores, que traían a su cuartito el perfume del campo y un sabor antiguo. Los ahorros de su época de oficinista estaban intactos aún y, además, con lo que ganaba haciendo esos bordados y las labores de croché tenía para darse sus gustos y comprar los remedios que le recetaban en el consultorio –aquí su pequeño corazón dio un breve salto– pues, desde que la atendía el doctor González, habían desaparecido en buena parte sus dolores reumáticos y esas molestias de la presión. Mañana domingo rezaría en la misa para que no se acabara esa pequeña felicidad que era todo lo que su humilde ambición necesitaba. También por el médico que se le ofrecía con sus palabras y con su atención. Además. ... ¡qué buenmozo era! Con esos ojos que parecían de moro y ese pelo negro, ondulado y brillante. Un día que se levantó de su silla le había parecido como un árbol fuerte y derecho. Ella se vio pequeña, muy pequeña y anciana junto a esa juventud... Joven también y bonita, era la enfermera de los ojos verdes –pensó con un dejo de amargura la señorita García mientras se levantaba a prepararse su sencilla comida–. Y las horas vividas en el consultorio la seguían en su trajinar diario por el cuartito. ¡Y es tan guapo el doctor González!
Era sábado y, como de costumbre, se dirigió Erlinda al consultorio. Se sentía de casa y no tenía necesidad de decir su nombre pues seis meses acudiendo puntualmente, la habían hecho conocida y se le apreciaba por su dulzura, la claridad de sus ojos mansos y la escrupulosa limpieza de su persona. La señorita García pasaba revista mentalmente a los que iban por primera vez y escuchaba, o no escuchaba, las conversaciones, luego se perdía en su propio ámbito mientras esperaba turno. Pero ese sábado no pudo dejar de atender a lo que oía, pues era algo que la interesaba profundamente.
—No –hablaba don Lucas, uno de los asiduos pacientes del consultorio (hipertensión arterial, angioma capilar en la cara)–. Me ha dicho la señorita que el doctor González no vendrá más. Le han cambiado su guardia en el hospital.
Todo pareció ennegrecerse alrededor, sonaron tambores lejanos –¿o era la sangre que subía trepidante y oscura hasta el cerebro?–, y las lágrimas, esas viejas amigas de Erlinda, quisieron salir apresuradamente a la luz de la tarde invernal. Pero, por un mandato supremo de la voluntad, que se encogía y estiraba en una peña tremenda, volvieron a cristalizarse en algún recoveco de ese corazón envejecido, lleno de cicatrices y costurones de remiendos. Tal vez con uno que otro encaje zurcido por el dolor.
No vendría más... Eso quería decir que las cosas que la rodeaban no tenían ya ningún valor. Que esas gentes se habían vuelto irreales y nada la unía a ellas... Tampoco a la señorita secretaria, ni a la enfermera de los ojos verdes, de los malignos ojos verdes (descubrió en ese momento que casi la odiaba) ni la sala de espera, ni la de consulta significaban nada ahora, aunque todo seguía igual y lo único que había cambiado era un turno de guardia en cierto hospital. Cuando se repuso de la impresión recibida, Erlinda García preguntó con una dulce voz trémula, la que no lograba sujetar del todo:
—Señorita... ¿está atendiendo el doctor González?
Quería asegurarse de que no había oído mal o quería oír mejor y hacer su decisión que ya estaba hecha interiormente sin que ella lo supiera o sabiéndolo. Preguntó, pues, y la secretaria le contestó mirándola un poco sorprendida de esa nota subterránea en su voz y de que ella, la silenciosa, hablara.
—El doctor González no podrá atender más en este consultorio, pero ha venido el doctor Medina y él la seguirá tratando.
Otra vez el silencio pero ahora poblado de voces internas. La señorita García se levantó suavemente y con la misma voz sin inflexiones con que saludaba, dijo:
—Si me permite, regreso dentro de un momento.
Y se fue sin mirar atrás.
El Barrio de Los Sauces tiene solamente un árbol viejo y retorcido que le da su nombre y al pie, casi en el agro con su acequia de bordes irregulares, está la casita de Erlinda García.
La calle se parece a cualquier otra calle de suburbio, con su aire de cosa vieja e improvisada al mismo tiempo. Esa tarde de invierno parecía más triste, más gris y húmeda a la señorita García. Casi dos semanas que no iba al consultorio y sus males habían rebrotado peligrosamente. Pero ella no iría donde nadie; que fuera el doctor González pues él, solo él, tenía el secreto de su mejoría. Sentada en su antigua mecedora pensaba y volvía a pensar en el problema. Ya no bordaba con la misma prolijidad de antes y sus clientes se quejaban de que las flores, antes tan perfectas, ahora le salían un poco mustias, con las puntas desiguales y un aire de vencidas que daba pena. Los zapatitos también parecían torcidos y a veces se les soltaban los puntos. La señorita García tenía que averiguar dónde trabajaba, en qué hospital atendía el doctor González.
La mecedora se mueve suavemente, en la cocinita a kerosene va a hervir el agua y la taza de vidrio espera a un lado, con bolsita de té adentro. En la habitación hay un clima de esperanza y de fe, en esa lamparita encendida frente a la imagen del Señor de Luren. Han tocado las seis en la iglesia cercana y son otras las horas que hoy escucha Erlinda García, distintas de aquellas atormentadas de las dos últimas semanas pues en su bolsa raída, pero cuidada, se dobla inocente un papel: (Dr. González, Hospital...) la inercia de las cosas permanece indiferente al contenido y ese papel no se considera más importante que otros tantos, por ejemplo: aquellos en que el chino pulpero anota la compra de comestibles a cualquier ama de casa, ni menos importante que esos documentos ampulosos con grandes sellos y rúbricas (considerando que... por lo tanto se decreta...). El papel está allí, con su blancura inmóvil y desentendido de todo, como si no contuviera la felicidad de un ser humilde, de una persona humana que lleva en su corazón una carga de amor que se devora a sí mismo y se conforma con poco: alguna palabra afectuosa, una mirada de ojos oscuros y bondadosos, un minuto de la atención prodigada generosamente a los que sufren.
Hierve el agua con un borboteo sonoro, la señorita García vuelve de su mundo mágico y casi ágilmente se levanta de su mecedora. A prepararse una taza de té.
Al dar las cinco horas-destino, Erlinda García se detuvo en la puerta del consultorio. Allí, ante su mesita, bajo el reflejo cálido de una lámpara, estaban las manos fuertes, el corazón bondadoso, los treinta y dos años del doctor González.
De Otros cuentos (1963)
La autora
María Rosa Macedo
(Perú, 1909-1991)
Pintora y escritora, considerada una de las figuras más importantes del movimiento indigenista en su país natal. Fue, además, una de las primeras mujeres que publicó libros de cuentos en el mercado editorial peruano. Cultivó la escritura narrativa y entre sus publicaciones destacan los libros de cuentos Ranchos de caña (1941) y Hombres de tierra adentro (1948), y la novela Rastrojo (1943). Sus relatos, impregnados de las vivencias de su infancia, suelen retratar la vida de los pequeños pueblos de la costa central peruana, habitados por campesinos costeños, andinos y afroperuanos. Obtuvo el primer premio en la categoría novela en el II Concurso Literario Latinoamericano de la editorial Farrar & Rinehart de Nueva York (1943).
ILUSTRACIÓN: CLEMENTINA CORTÉS