05/12/2022. La ilusión de la “fama” que nos brindan las redes sociales (RRSS) se alimenta, principalmente, de un espejismo cimentado sobre la saturación del ego. Aunque muchos no lo acepten, entrampados en la idea de cierta notoriedad virtual, nos paseamos entre uno y otro algoritmo presumiendo vanidosamente de atributos superiores, pero sin virtud alguna que no sea la ocurrencia que recibió quince manitas en gesto de aprobación (likes), que para un ejército de kamikazes de la generación de cristal simbolizan el alto standing de la empatía comunicacional.
Hay quienes de verdad acumulan millones de seguidores entre los intrincados laberintos de la gran red, por saber mercadear las estratagemas que recogen como fruto la popularidad, recibiendo por ella recompensa monetizada y cuantiosa que les llevan a hacer de esa “especialidad” su modus vivendi, mientras más superficial e incoherente más rentable. Sentenció el semiólogo, filósofo y novelista italiano Umberto Eco poco antes de su muerte: “Las redes sociales le dan derecho de palabra a legiones de imbéciles que antes hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la colectividad”.
Como una de las Kardashian, muchos nos embriagamos de jactancia cuando veinte likes nos aprueban algún comentario “ingenioso”, y lo sostenemos y celebramos en largos “hilos” de conversación donde reforzamos la grandilocuencia de nuestra opinión. En el abecedario sobrevenido de las redes, el término que traduce esa propensión es “influencer” o líder de opinión, anglicismo que cualquiera utiliza hoy para autoreferenciarse, como un muchacho de Guasdualito con treinta y dos seguidores en su cuenta de Instagram donde se autodescribe como “personaje público”.
Falso influencer, entonces, es aquel que contó un chiste viejo y recibió el aplauso de cinco familiares, dos compadres, una muchacha que lleva pendiente y algún desconocido que no había leído el chiste antes. Y sí, forma parte de “legiones de imbéciles” que copan las redes sociales distribuyendo sus pensamientos sobre el estado del tiempo, el sabor de una hamburguesa, la otredad, el paisaje, el destino del chavismo, el desorden de su habitación o su paso por el Darién. Son sentenciosos y absolutistas y así como reparten culpas, racionan clemencia entre establecimientos comerciales para ver si le sacan unos “cobres” a punta de publicidad o a través del intercambio por un jugo y una empanada. Mientras van grabando todo con su celular o ensimismados haciéndose “selfies”, se escudan en una patente de corso, “es que soy influencer”, como si fueran mártires de una heroica misión.
POR MARLON ZAMBRANO • @MarlonZambrano
ILUSTRACIÓN ERASMO SÁNCHEZ