Una se mira en el espejo y sabe que algo está cambiando. Genéticamente. Por ejemplo, un rasgo en el rostro, el color del cabello. Los pechos. Todos los detalles revelan el fin de mi vida anterior. Excepto por un único recuerdo que me queda de mi primer escarceo amoroso: aquel libro de cuentos de un escritor español, Álvaro de Laiglesia, donde leí, por primera vez, la sátira al doctor Jekyll y los efectos de la transmutación. Quién me iba a decir que lo viviría en carne propia, o en cuerpo propio, para ser más exacta. El doctor Jekyll y míster Hyde. Yo soy la señora Hyde. Lentamente me estoy convirtiendo en animal. Trato de identificarme, no soy de la casta de los lobos. Soy de otra raza, pero soy un animal. Lo primero que percibo es que mis ojos tienen un brillo que no reconozco, casi atroz. Es como si la transparencia del espejo se hubiera apoderado de mi mirada que ya no refleja, absorbe. Y quién duda de los efectos de la luna llena en mi cuerpo. Esa redondez absoluta y grosera que me tienta, que me muestra, quizás, esa parte sensual de mí que hasta ahora no había descubierto. Me miro en el espejo y lo corroboro: mi silueta se hace más vasta, centímetro a centímetro, va creciendo en volumen, en masa de carne robusta y fresca. Pero hay detalles aún más alucinantes que ver crecer un par de nalgas o dos senos descomunales rompiendo las fronteras de mi pecho, de mi cota, de mis miedos. Los detalles… ah, los detalles. El dato pequeño, mínimo a cualquier mirada dispersa. Las uñas de mis manos se estiran como si se tratara de esas flores que se abren ávidas una vez al año y cuyo tiempo los científicos estudian segundo a segundo. Este alargamiento, desde el espejo, luce como un acto de prestidigitación y no como el movimiento espontáneo de la naturaleza impaciente y sabia. Mis uñas, ahora largas, se tiñen de un rojo que me recuerda el espectro de un cherrys in the snow, el labial que alguna vez tuve; se hacen amenazantes y provocadoras. Cualquier mujer, con una manicura así, podría convertirse en la asesina de las manos sangrantes. Pero mis manos no están hechas para quitar la vida. No. Mis manos están haciendo metamorfosis para dar placer. Eso creo. Lo mismo que mis labios, ahora carnosos como una planta del vasto desierto. Esta boca jugosa, conserva en su interior, en su cielo, la savia y el sabor del deseo. Así se ha colmado. Mis ojos destellan y succionan, eso ya lo mencioné. Qué más puedo decir. La transformación se opera ante mis ojos y ante la faz irrestricta del azogue. La luz y el tiempo del espejo saben de mí, de esta que soy ahora. Nadie más asiste a este espectáculo extraño. Sólo yo.
Pero el animal no sólo hospeda su sombra en el espejo de la verdad, también crece hacia adentro como un tubérculo porque mi pensamiento también se transmuta. Comienzo a soñar con un pene enorme y afilado. En mi cabeza se mezclan aromas, fragmentos de piel, nalgas de hombre velludas y rebosantes. Pantorrillas fuertes, lenguas húmedas y brazos titánicos. En mi alma –si es que los animales podemos tenerla– se va desvaneciendo el sentimiento, se hacen ridículas algunas palabras como amor, cariño, lástima, remordimiento. Frases como “qué pensará mi madre” pierden su sentido, adquieren una languidez que titila hasta desvanecerse y en definitiva, en mi interior, sólo queda espacio para el instinto, para el acecho, para el cálculo. Un pene enorme e infinito. Un capullo joven debe pertenecerme. Quiero probar todo lo que ha sido creado para mí. Me perfumo, es el único subterfugio que tengo para despistar. Soy un animal, pero no quiero tener el aroma de un animal. ¿A qué huelen las zorras?
Estoy lista, soy la señora Hyde. Si el doctor Jekyll pudo crear al hombre lobo, mis células han transformado mi propia composición en la de una mujer zorra. Una zorra. El espejo me lo dice, la revelación se ha consumado vastamente, el milagro está hecho. No me pregunto quién soy ahora. Lo sé de sobra. No me pregunto tampoco cómo soy. También conozco la respuesta. Sólo hago caso a lo inmediato que es el ansia que siento.
Salgo a la calle, estoy hambrienta. Son las diez de la noche. Y las sombras me recubren solo un poco, porque de este cuerpo que ahora ostento, debo asomar aunque sea el borde, la silueta. Cintura pequeña, sesenta y siete centímetros de diámetro. Senos inflados, par de esponjas de hormonas soñadoras, noventa y ocho centímetros compungidos, comprimidos, canonizados. Mis caderas y mis nalgas. Ah, mis nalgas. Masa sólida y blanda, dúctil, rosada, fértil. Así salgo a la calle. Llevo puesto un vestido rojo frambuesa de seda que se adhiere a estas curvas nuevas como si desde siempre hubiera estado allí, rozando mis cueros. Una sandalias desnudas, desprovistas de todo adorno innecesario que pueda opacar las garras de mis dedos, tersos y encendidos con el mismo esmalte de las manos. Todo lo demás me sobra. No quiero excesos, no quiero ni joyas ni accesorios ajenos a esta transpiración casi salvaje. Lo que distrae, aquello que brilla a la atención, estorba a los sentidos y los neutraliza, los aleja de la verdadera avidez.
Para iniciarme, deambulo por una calle céntrica de esas que a las diez de la noche han mudado también su estirpe, se han enrarecido, y sus pobladores incógnitos se debaten en la caza de la presa. Yo también estoy al acecho. Yo también soy una vengadora furtiva, un predador sediento que busca la purificación. El boulevard de Sabana Grande está repleto de gente joven. Las calles empedradas apenas se iluminan con las miradas perdidas de los mancebos y la luna redonda como mi desvelo. Aquí estoy y la noche es joven y mis ojos vidriosos opacan cualquier claro de luna.
Él se llama Huber, no estudia, es vendedor ambulante de muestras de medicamentos allá en su país, su rostro es casi tan hermoso como el de un ángel. Todo él es traslúcido, blanco, glaseado. Me gusta. Detrás de esa apariencia inocua y desteñida tengo la certeza de que habita un animal de otra especie que no es la mía. Nos tomamos una cerveza en un café donde todos fuman. Es el contrasentido absoluto: tomar cerveza, en un café, donde lo que se hace es fumar. Tomamos otra. Después, nos camuflamos juntos en un baño público. Entramos juntos y nadie nos mira. Antes de levantarme la falda de mi vestido frambuesa, él me pregunta mi nombre. Sólo le respondo: “Soy la señora Hyde”. Él repite mi nombre en francés, con su voz casi callada, y en sus labios, la hache de mi apellido de estreno no suena, es totalmente muda, como debe ser la identidad. Silenciosa para pasar inadvertida. Yo me apresuro y desabotono sus pantalones de moda: unos Levis de botones. La angustia se enciende con cada botón. Se exasperan mis dedos, mis uñas rojas tropiezan con todo lo que se les acerca, el metal de cada botón, el ojal deshilachado, el promontorio crecido que guarda dentro. La cuenta apenas comienza.
Un pene craso y filoso. Pero no es el suyo. Es el de un hombre que entra borracho a orinar y nos sorprende enredados sobre la pared. Pero ha bebido demasiado. Huber no apaga mi furia, y el borracho tampoco.
Qué es lo que busco, no tengo dudas. Dónde, he ahí la incógnita. Mientras tanto engullo algo de comer para saciar al menos mi apetito secundario. Escojo un tarantín ambulante de comida mexicana. Delante de mí, una fiesta de perros, una orgía de perros, me recuerda mi naturaleza animal. El macho se me acerca con las mandíbulas abiertas. No tengo miedo pues sé que no padece de rabia, sufre de instinto, que es un padecer que subyuga, debilita, nos convierte en esclavos. Dejo de mirarlo pero él a mí no. El vendedor de tacos mexicanos lo espanta con la intención de hacerme fiesta. No lo pienso, lo huelo. Es su sudor. En el fondo, él no dista tanto del perro callejero. Un duelo de miradas se cruza entre los dos machos –hombre y perro– y el hombre resulta vencedor. Allí, en esa cama de hojalata improvisada que es el carromato de comida, me toma por lo que soy, la mujer zorra, o sea, La señora Hyde. Su falo no es una arista colosal, mucho menos un capullo de alelí, más bien parece un tamal, pas mal…Mi perfume, afortunadamente lo opaca todo, llega a sedar la orgía de perros que nos observa como quien asiste a una clase práctica de anatomía conyugal, suaviza el espesor del picante y del maíz en fritanga. Y todos los probables clientes de tacos llegan al kiosco como si cada taco o cada tostada pudiera salir premiado con mi persona –o con el animal que soy–. No exagero. Podría haber inventado una cabellera tersa y plateada como la que recubre a cualquier zorra, podría haber inventado una dentadura nueva e incisiva para mí. Pero no es cierto. Toda mi sensualidad se reduce a un aroma, a un deseo y, por supuesto, a la masa crecida de mi cuerpo. Después de todo, menos mal. No me habría gustado que la avaricia, la banalidad y la opulencia del lujo humanos me transformaran en abrigo de piel.
No he terminado de exprimir aún el zumo de este hombre, del rey del taco, cuando diviso por la ventanilla del carro de latón un rostro único: él es. No está, no se asoma, no espera por mí sino por su cena mexicana. Pero es él. Lo reconozco de inmediato con mi olfato que desde hoy es mi sexto sentido, mi tercer ojo y mi intuición femenina al mismo tiempo. Él es un pene magno e ilimitado. Él es mi lobo. El desenlace está cerca.
Me compongo el cabello, desordenadamente defraudado del encuentro azteca que acabo de concluir. Salgo apacible, manejando diestramente y en la oscuridad los tacones de mis sandalias que son como dos edificios altos, delgados y desnudos. Como las torres de El Silencio. Tres escalones, y estoy en tierra, junto a él.
—Podemos tener algo, si quieres –le digo– porque yo tengo algo… mucho que darte, que te gustaría probar
—Ah, ¿sí? .Y cómo lo sabes
—Se huele –afirmo con toda seguridad
Él se ríe con una dentadura propia. Puedo ver que casi no tiene caries y que su lengua es enorme. No sabe cuán intensamente penetran los aromas y las imágenes en mí; seguramente a él, con esa lengua, le caben en la boca todos los sabores del mundo. El sabor a párpados, el sabor a ombligo, el sabor de los árboles de la mañana, el sabor del agua espesa, del trueno, el de un pájaro inquieto y atroz. “Ven para contarte, ven para decirte”, le digo yo. Él comienza a caminar y yo le sigo. La luna está llena y por tanto, la calle es menos inmunda con su luz higiénica y blanca. Caminamos juntos, lo cual es un avance si se toma en cuenta que caminamos juntos, solos, en la noche, y apenas quedan los perros, la manada de machos que me acecha, pero que se da por vencida y parte hacia la otra acera.
—Si quieres podemos hablar.
—¿De qué? –dice tan parco.
—De cualquier cosa, mi vida.
Y así caminamos sin nada o poco que decirnos. Qué más da. Quién dijo que un pene tiene el deber de ser buen conversador. Quién.
Llegamos a una esquina donde un hombre arremete contra una mujer. La azota con las manos, con los pies. Ella cae sobre la acera y grita herida, pero nosotros no podemos hacer nada. Y mientras la mujer gime, yo miro al hombre que me acompaña y descubro que él podría ser el hombre de mis sueños, es decir, un hombre alto y robusto, de rostro anguloso y firme y seguramente de sentimientos convencionales; solitario de profesión –si no, qué hace conmigo a esta hora–; aventurero de oficio –si no, qué hace conmigo a esta hora–; amante apasionado y dueño, en fin, de un pene afilado –si no, qué hago yo con él a esta hora–. No me importa que piense que soy una zorra, qué otra cosa podría ser yo. Todo lo contrario, la sola idea de que lo piense me da placer. Él no imagina quién era yo hace dos horas, la perfección, la corrección y compostura, el ser más digno de todos, la estrella de un manual de urbanidad; siempre camuflando. Pero ahora soy la señora Hyde, gracias a Dios. Y yo me pregunto a estas horas por qué no se ha hecho ninguna película sobre mí. Por qué tanto hablar del hombre lobo y tal, y de mí, nada. Eso es discriminación. Pero bueno, ¿qué hago yo pensando en la discriminación a estas horas y con este hombre idílico junto a mí?
Llegamos a las puertas de un hotel, quiero decir un hotel de paso, o sea un hotelito, un lugar más feo que bonito, sucio, oscuro como la boca del lobo –otra vez con lo del lobo, hasta yo me contamino de Hollywood– un lugar que me recuerda que esto no es Londres y me corrobora también a lo que he venido. A purificar mis apetitos, señores. Él no me pregunta mi nombre, pero sin embargo le digo que me llamo Eduarda Hyde a lo cual él permanece impertérrito porque claro, con estas tetas y este cuerpo qué más da el nombre que tenga. No agrega el suyo –a mí sí me habría gustado conocerlo– pero de todos modos entramos los dos al vestíbulo, él toma la batuta como lo hacen casi siempre los hombres y solicita la habitación. Paga y toma la llave, luego subimos escaleras arriba, laberinto arriba, supurando los dos, desde ya, ungüentos de amor; contrayendo los dos, desde ya, el olfato, para no aspirar el hedor a orín. Se escuchan algunos gritos, algunos jadeos que nos transportan al placer con antelación y alevosía, y llegamos al cuarto. No hace falta describirlo, todo lo que es necesario saber es que tiene una cama o algo que se le parece. Todo lo demás, lo mismo que una joya, distrae, sobra.
Y allí estamos los dos, él y yo, solos, con una cama. Tengo miedo. El espejo nunca me dijo que tendría miedo. Trato de sobreponerme, pero el temor se resiste a mí misma. Él es, me repito. Es él. Yo lo desvisto primero. Su pecho es muy velludo, es como un hombre de peluche. Y sus brazos. Ay, sus brazos están hechos de metales dúctiles y sellados con un tatuaje de serpientes casi indescifrable. Los pantalones caen a tierra como un telón repentino y allí, escondido, puedo distinguir lo que busco. No quiero que él sienta que lo tomo como hombre-objeto, como objeto sexual; en realidad, lo que quiero es su objeto sexual. Ahora él va conmigo. Mi vestido frambuesa no rueda tan fácilmente como un pantalón cien por cien de algodón. La seda, por la electricidad del cuerpo, se adhiere a mi piel, así que él descubre lentamente mis hombros y los va besando con todo, sobre todo con aquella lengua enorme tan presta a cualquier sabor del mundo. Luego mis senos provocadores le causan un estupor de felicidad. Puedo verlo y olfatearlo porque los animales tenemos un olfato demasiado sensible y me doy cuenta de que él ha comenzado a exudar un aroma un poco rancio y aterciopelado que lo desnuda ante mi nariz. Me río adentro de mi cuerpo con una sonrisa amplia y triunfante sin que él pueda notarlo, y sé a través de mi mirada ancha y penetrante que él ya está contento.
De pronto mi vestido cae inesperadamente y él se conmueve. Se estremece todo al verme desnuda. Presiento que en segundos saltará sobre mí, ávido.
Incomprensiblemente el hombre parco se convierte en un hombre iracundo, balbuceante. Luego vocifera, se hace hostil en sus gestos y en su voz. Qué es lo que dice, no entiendo. Estoy muy nerviosa. Parece otro, como si una metamorfosis extraña también acabara de eclosionar dentro de él. Las cejas se le juntan, los colmillos se le afilan como unas estacas. Dios mío, qué le ha pasado a este hombre, al parco, al solitario. Parece un caballo salvaje. O un lobo. Parece un lobo con mal de rabia. Se me abalanza a golpearme porque mi pene es más grande y afilado que el suyo. Y yo qué culpa tengo.
Intenta golpearme con sus puños peludos pero yo, que tengo la fuerza de una zorra y de una gata bocarriba también, me defiendo. El hombre huye de mí y de él y me deja entonces con este sabor amargo en la boca, con este olor a fracaso pegado como una estampilla sobre mis sentidos.
Regreso a mi casa con la certeza de que el mundo es injusto. Voy caminando por las calles vacías y entiendo que sólo mis sinsabores lo ocupan todo. No tengo ningún subterfugio para desvanecer mi desconsuelo. Estoy desamparada en la vastedad de esta noche, y estoy presa también de la vastedad de mis instintos, de esta naturaleza extraña, de mi imagen frente al espejo, de lo auténtico de mí. Voy pensando. Y los perros, ¿también ellos huirán de mí esta noche? Pienso y sigo pensando. Yo sufro mucho más que el doctor Jekyll y, sin embargo, de él, hacen películas. Yo padezco mucho más. Perdí tres de mis uñas carmesí y mi vestido frambuesa y mi esperanza larga y mi estreno ilusionado se han malogrado juntos.
Porque yo soy la señora Hyde y no hay poción que me devuelva otra imagen, ni siquiera otra sombra, frente al espejo.
La autora.
Sonia Chocrón
(Caracas, 1961)
Poeta y narradora. Guionista. Publicada por editoriales como Alfaguara, Bruguera y Monteávila Editores. En 1988, llega por concurso al taller El argumento de ficción, de Gabriel García Márquez, en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, Cuba. De allí, viaja a México invitada por el premio Nobel para fundar el Escritorio Cinematográfico Gabriel García Márquez, donde coescribe guiones para la televisión y el cine. Ha publicado, en poesía: Hermana pequeña (2020), Bruxa (2019), Mary Poppins y otros poemas (2015), Poesía re-unida (2010), Fe de errantes. 17 poetas del mundo (2006), La buena hora (2002), Púrpura (1998), Toledana (1992); en novela: La dama oscura (2014), Sábanas negras (2013), Las mujeres de Houdini (2012); y en cuento: La virgen del baño turco y otros cuentos falaces (2008) y Falsas apariencias (2004). Su trabajo literario le ha merecido diversos premios y reconocimientos nacionales e internacionales.
ILUSTRACIÓN: MAIGUALIDA ESPINOZA COTTY