12/10/23. Hoy les confesaré algo que ocurrió hace mucho tiempo, tiene que ver directamente conmigo. Se trató de una práctica que hasta el sol de hoy la he mantenido en secreto y que causó mucho daño. Sólo espero que después de revelar detalles, esta noche pueda conciliar el sueño y que a partir de entonces, el alivio a mi espíritu sea la absolución divina a mi alma. Recuerdo claramente, transcurrían los años 78-80. Siempre por el mes de mayo, en el barrio, todos los ranchos eran inundados por ejércitos, enjambres de moscas de todos los tamaños y todos los colores. Las más asquerosas eran las verdes, eran de un gran tamaño, pero independientemente de eso, su color verde brillante hacía que de uno surgiera una especie compasión: eran hermosas.
Por ese tiempo yo contaba con 5 o 7 años de edad, una vaina así. Cada mañana se convirtió en rito el atrapar moscas con mis manos. En honor a la verdad esta práctica se repetía incesantemente en el transcurso del día. Consistía en una cacería sin cuartel y despiadada. Era la velocidad de mis manos versus la velocidad de ellas, para su desgracia mis manos siempre solían ser más rápidas. En mis manos, recuerdo que cada mosca era colocada dentro de unos adornitos que tenían una especie de orificios por la parte de abajo y que mi mamá los tenía ahí en la repisa de vidrio. Cada mosca que caía en combate en mi puño era conducida dentro del orificio de dichos adornitos que eran colocados nuevamente en la repisa. Para cerciorarme de que estaban, ahí me asomaba y por el cristal podía ver su desespero intentando escapar. Ahí las dejaba y me iba hasta el siguiente día.
En la mañana, muy temprano, al levantarme lo primero que hacía era ir a la repisa, levantaba lentamente el adornito y ahí yacían ellas, todo cadáver. Había otro método diría yo más letal, pues la desesperación se presenciaba en vivo y la muerte llegaba en fracciones de segundo. Fíjense, en vez del adornito, introducía mi puño con la mosca dentro en un pipote con agua, medio aflojaba el puño hasta que entrara suficiente agua, lo suficiente para comenzar a sentir la desesperación de la mosca y de un ahogamiento cantado. En fracciones de segundo abría mi mano lentamente y veía cómo emergía desde la profundidad el cadáver de otra víctima que dejaba flotando en el agua. Les confieso que ambos métodos fueron mis preferidos.
Había un tercer método que consistía en sorprenderlas con un latigazo que se ejecutaba con una liga. Este último método no me gustaba mucho –aunque en más de una ocasión lo utilicé porque después del latigazo el cuerpo de la víctima quedaba esparcido por todas partes–. La liga quedaba ensangrentada al igual que paredes, pisos, muebles y mesas, dependiendo el lugar donde se llevara a cabo la ejecución. Que cuántas víctimas fueron, en verdad perdí la cuenta. Después del primer año, quizá pasaron del millón, tal vez fueron muchas más. Escúchenme, con esta confesión no pretendo el perdón de nadie, en verdad no me interesa. Sólo busco el alivio a mi alma, poder acostarme con mi conciencia tranquila de que todo el mundo ya sabrá lo que sucedió. Que no fueron las políticas sanitarias de la época las que acabaron con aquella plaga. Sólo quiero dormir en paz, en tranquilidad sin tener que escuchar ese maldito susurro, este maldito aletear dentro de mi cerebro que como campanas, cada madrugada, repican por mí.
El autor
Jesús “Pirulo” Sanoja
(Caracas, 1973)
Promotor cultural, ha publicado Bebedizo (2019), Entre papagayos te veas (cuento, revista Épale, 2018). Obras inéditas: Conjuros para espantarte (poesía), Sin protocolo (poesía, Cuentos infantiles para adultos). Ha participado en recitales en varias ediciones del Festival Mundial de Poesía, Venezuela; recitales comunitarios en el marco de la Feria del Libro de Caracas y otros recitales comunitarios.
ILUSTRACIÓN: MAIGUALIDA ESPINOZA COTTY