23/11/23. ¿Cuál es la manera en la que se debe ver, vestir y hablar una mujer? ¿Cuál es el peso que separa lo que está bien y es hermoso, de aquello que devela que todo está mal, viejo, descuidado y quizás, enfermo? Dos cosas que parecen que debieron haber quedado en el pasado pero que cada tanto vuelven.
Regresan, por ejemplo, cuando queremos exigir que todas las mujeres tengan una manera de hablar uniforme, que revele la correcta forma de las señoritas e incluso no les perdonemos a alguna, quizás la más destacada de todas, que su palabra huela a campo, a playa, a largas jornadas de sol y de sacrificio. Eso es en parte lo que está detrás de la persecución eterna a Yulimar, en este capítulo, donde han intentando crear un tribunal para determinar que su manera de hablar no debe ser expuesta en la publicidad.
Luego, cuando apenas ese revuelo se había empezado a diluir entre indignación y convalidación, aparecieron cientos de valoraciones sobre si Nepal había acertado con la selección de Jane Dipika Garrett para representarles en el Miss Universo.
Estas dos conversaciones, superficiales y banales, de esas que no merecen -en apariencia- ninguna referencia, nos develan que seguimos entrampados en nociones que identifican que las mujeres han de llenar extremos imposibles y que, siempre tienen sobre ellas estándares de belleza que atormentan y discriminan. Belleza del cuerpo, pero también de todas las cosas hechas, dichas e incluso pensadas.
Al hacerlo, quieren hacer desaparecer todas las otras formas de ser mujer. Sembrar desde la infancia una sensación de que nunca será suficiente, que, has de conformarte con el amor a medias o la vida sin amor; que, si la salud o la vida te hicieron aumentar de peso, mejor te resguardas y ocultas, como si el cuerpo no fuese una entidad que se expande sino su talla una condición de la que se ha de sentir vergüenza hasta que disminuya y sino se puede, declarar acabados los mejores años e irse a sentar a la mesa de las tías.
Exigirle a Yulimar una oratoria digna de un locutor de radio, un vocabulario de un egresado de alguna Facultad de Humanidades, sin exigirnos nosotros saltar como gacelas, es intentar mantener vivas dos terribles exigencias: el tener que ser perfectas y que sólo mujeres de manual sean visibilizadas, dejando afuera, las que llevan con ellas los embates del sol, del cansancio, de la maternidad, del cuidado de sus padres, del cloro en las manos, del mercado que apenas alcanza y de la educación de la escuela de la cuadra que dista tanto de las mejores academias que logran, esa perfección en todo, como aquellas a las que mandan a los futuros reyes, aunque terminen siendo más conocidos por sus fiestas y perversiones que por sus grandes talentos.
POR ANA CRISTINA BRACHO • @anicrisbracho
ILUSTRACIÓN ASTRID ARNAUDE • @loloentinta