23/11/23. ¿Era ella muy alta? ¿Era yo muy pequeña? A veces la memoria nos juega estas tretas. Creemos tener aprisionado un recuerdo y de pronto se nos esfuma en la niebla del tiempo. ¿Iba vestida con túnica blanca y llevaba en la mano una vela encendida? A lo mejor la túnica era morada y no llevaba ninguna vela.
La recuerdo con el cirio extendido, inextinguible, entre sus dedos larguísimos.
¿Silenciosos y terribles sus pasos?
No lo sé. ¿Cómo era realmente Ánima Sola? Tenía unos ojos negros, grandes y coléricos, como si una luz infernal le ardiera muy adentro.
En la calle desierta aparecía su figura altísima, teatral.
¿O era yo quien hacía de aquello un teatro? No lo creo. Los otros niños también le temían. Nunca tuve miedo a los fantasmas. Me reía de ellos. Pero Ánima Sola era un fantasma vivo. Y eso sí me asustaba. Escapada de una tumba al mediodía. No a la hora de los clásicos fantasmas, las doce de la noche, sino a pleno sol, como si quisiera que su presencia se afirmase para siempre en el recuerdo. Lo que más me asustaba era el misterio de su vida, no de su muerte. Siempre pensé que estaba disfrazada, pero ella creía en su disfraz. Aquello no era engaño. Era real y tangible, como sus pasos en la acera.
Ahora, treinta años más tarde, pienso que nunca supimos dónde tenía su morada.
¿Bruja? Nunca lo fue para mí. Siempre identifiqué a las brujas con las escobas, los gatos, las hierbas y las brasas candentes. La luz de Ánima Sola era fría, espectral. Más que encender, parecía apagar las cosas. Hasta la luz canicular del mediodía valenciano, hasta las nubes violáceas que a esa hora tenían un ribete dorado, hasta el verde intenso de los árboles de la casa de Beatriz.
Tan alta, tan sola, tan oscura. ¿Llevaba aquella vela para alumbrar su propia oscuridad o para hacer más claro el día?
Sola, recorriendo las calles calcinadas, despoblando de niños aceras y ventanas. Era el espanta-niños, pues en aquella hora hasta los pájaros huían de los aleros o se encogían solitarios en sus jaulas de oro. Una jaula siempre es una jaula. Una tarde, a la hora de la siesta, abrí la gran pajarera. Al principio los pájaros no se dieron cuenta. No conocían las alas de la libertad. Me metí en la jaula y comencé a espantarlos, a animarlos a volar, a subir a las nubes. Cuando ya terminaba mi tarea, alguien dio aviso a mi madre y apareció uno de mis hermanos mayores con la correa. Hasta la perdiz encanecida había levantado vuelo. Me gané soberana paliza. “Niña mala”, “inventora”, “destructora”, “insoportable”. Los latigazos caían indiferentes sobre mi vestido delgado y mis piernas flacas. Sólo miraba el vuelo de los pájaros. Al día siguiente volvieron casi todos y se posaron sobre la tela metálica. El turpial, el azulejo, el cristofué, la paraulata. Tercamente recuerdo al periquito portugués, tan pequeño, tan verde, picoteando la tela, empecinado en entrar. Y la perdiz encanecida, sentada como una anciana a la puerta de la jaula, esperando su comida. Intuí que la libertad no tiene sentido cuando se está habituado a la esclavitud.
¿A qué viene esto? Yo estaba pensando en Ánima Sola, alumbrando en pleno día, el pánico de unos niños que en aquel tiempo no habíamos aprendido a volar. Después las alas se hicieron fuertes y tentadoras. Casi todos emprendimos el viaje, cada cual a su manera.
Yo me fui lejos, muy lejos. Al regresar he comprendido que el exceso de libertad es también una forma de esclavitud.
Ánima Sola, ¿en dónde estará la vela con que alumbrabas las calles del mediodía valenciano?
¿O es que nunca, jamás, existió?
La autora
Lina Giménez
(Valencia, Venezuela, 1929-2004)
Narradora y poeta, María Adelina Giménez Torres publicó Anastasia (1955), Poemas del ocaso (1982), Al otro lado del tiempo (1984), El águila ciega (1996), Monólogo con soledad y Conjuros para no morir (ambos en 2000). Miembro de la Academia Nacional de la Lengua, por el estado Carabobo, desde 1994. Fue colaboradora del diario El Carabobeño, la revista Infórmate, del Índice literario de El Universal y directora de la página literaria Hora cero. Ganó el Concurso Arístides Rojas (1955), una Mención Honorífica en el premio de la Asociación de Escritores de Venezuela (1982) y el Premio Único del Instituto de Cultura Hispánica (1983).
ILUSTRACIÓN: CLEMENTINA CORTÉS