05/04/24
Había una vez un hombre y una mujer. Durante siete años maduraron con pobreza y soledad un amor sereno más parecido a una amistad que a una pasión de amantes. El día que ella cumplió los veintisiete años, el hombre tomó dinero del ahorro de tres años de trabajo y se propuso regalarle algo a su mujer. Explicó que tardaría una hora o un poco más en llegar ese día a la cena y se despidió de ella con un beso en el ojo izquierdo. Siempre la había besado en el ojo derecho, o en la frente, seguramente se debía al aniversario, así que la mujer, una rubia menuda y pequeñita, preparó el plato preferido de Hamilton y puso el mejor mantel para la cena de esa noche. Algo bueno debía llegar esa tarde con el marido.
Hamilton, que era el apellido del hombre, salió de su trabajo a las seis de la tarde. Fue al centro de la ciudad y entró a un pequeño negocio de curiosidades. Al principio se fijó en una acuarela, el pintor había fijado con bastante precisión el vuelo de un pájaro que fascinó a Hamilton, y a un cazador junto a un perro, que parecían contemplar el hermoso crepúsculo del paisaje. Mejor que el bodegón y la marina, no era tan costoso como una lámpara de bronce que según el tendero había pertenecido a una vieja familia aristocrática: una auténtica reliquia y una oportunidad única para agradar a una digna esposa. Hamilton no estaba seguro. Decidió echar una mirada más, y al ver el jarrón sintió que había encontrado lo que buscaba.
No era muy grande y el cristal mostraba un tallado discreto, a Elizabeth le encantaría. Antes de entregarle el dinero, mientras el viejo envolvía el regalo para meterlo en un cofrecito de madera, Hamilton se fijó en el libro. Se hallaba en una esquina de la mesa. Al tomarlo, dejó sobre la madera un claro que reproducía con exactitud las proporciones y denunciaba un tiempo largo de olvido. Las tapas de cuero habían sido agujereadas por polillas, y solo había escrita la segunda página. Sin señales de autor o imprenta, el resto de las páginas se hallaba en blanco. Hamilton sonrió al conocer la brevísima historia. Decía: “Había una vez un tigre. Tenía siete rayas. Era tan pesado como una desgracia y tan liviano y flexible como el amor”.
Cuando Hamilton preguntó por el libro, el hombre pequeño, calvo, de corbata de raso, dijo que lo había encontrado en la calle, muchos años atrás y que no tenía intenciones de conservarlo. Hamilton salió del negocio con el cofre y el librito.
El tranvía lo dejó cerca de su casa a las siete y cuarto de la tarde. Se había demorado tanto que evitó pasar frente al bar donde diariamente bebía dos cervezas con el dueño, un tal Campbell, con quien jugaba al ajedrez los días feriados y los domingos. La muchacha lloró al ver el jarrón, y después de cenar y vivir el momento más intenso del amor rezó el padrenuestro como acostumbraba y, antes de dormir, abrió el libro y se extrañó sonreída de encontrar una sola página escrita:
“Había una vez un amor liviano” –leyó. “Tenía seis rayas. Era tan pesado como una desgracia y tan flexible como un tigre”. Le preguntó al marido dónde había conseguido el libro, “¿acaso no te gusta, Elizabeth?”, oh no, no era eso, es que la había hecho sentirse emocionada y aún no sabía por qué. Hamilton la besó en el ojo izquierdo, la abrazó y la muchacha al rato se sintió mejor y se durmió.
Al día siguiente, Hamilton le regaló el libro al dueño del bar. Campbell no leía mucho, ah pero se trataba de un cuentico muy corto, ¿verdad, pícaro Hamilton? Estaba muy contento con aquel regalo y debía celebrarlo con dos cervezas más. El señor Hamilton dijo que bien, que aceptaba solo dos, que Elizabeth lo estaba esperando, seguro, viejo pícaro, como si no te conociera y los dos hombres “¿te acuerdas de aquella gordita que vivía en la esquina y tenía los cachetes rojos?”. A las seis y cuarto Hamilton se despidió de Campbell y le pidió que cuidara el libro porque, era una verdadera cosa rara.
Cansado por el trabajo, Campbell abrió el libro antes de irse a dormir. Cuando leyó el cuento por segunda vez, volvió al negocio y se bebió tres cervezas más. ¿Acaso Hamilton se había vuelto loco? ¿Sospechaba de él? ¿Qué maldito cuentecito, francamente? “Había un pesado como una desgracia” (¿Dios mío, qué significaba aquello?). “Tenía cinco tigres” (¿qué era eso, por Dios santo?). “Era tan liviano como una raya y tan flexible como el amor”. ¿Sería que estaba demasiado cansado y la cabeza le marchaba mal? Campbell guardó el libro en un viejo armario, le pidió a su mujer que lo levantara más temprano y se acostó. Cinco años más tarde fue el escándalo y todo el mundo vio el momento cuando los policías se lo llevaban y oír los gritos y ver el llanto de la mujer de Campbell era terrible. ¿Quién se iba a imaginar que Campbell contrabandeaba con opio? A Campbell lo había denunciado un gordo amarillo, desdentado, que no se quitaba nunca una gorra de capitán. Lo sospecharon porque desapareció del barrio un día después de haber sido detenido Campbell, y lo confirmaron cuando la prensa publicó el crimen: lo encontraron en una casa deshabitada, con cinco balazos en el vientre.
Quince años después, fueron rematados los muebles de la familia Campbell, por una miseria. El bar fue clausurado, y viuda la mujer de Campbell, se fue de Londres a vivir el resto de sus días en una casa de campo. El armario fue adquirido por Elizabeth no tanto por necesidad de aquel trasto viejo sino por piedad y cariño a la pobre Mini. El armario fue a dar al galpón donde guardaba la leña y el carbón, y allí resistió la primera guerra, y el año veinte, una niña muy astuta y curiosa, la nieta de Elizabeth, sacó todas las cosas que había dentro. Papeles, cartas, una vela, cordones de botas, un cuchillo, y ah, un librito. Le fascinó encontrar un libro en un armario tan viejo. El libro era tan viejo como abuela Elizabeth o quizá mucho más. A pesar de la humedad se había conservado bastante bien. Por lo menos tenía las tapas enteras, ¿verdad? Y si tenía huequitos, bueno, no tenía importancia porque ella podía llenárselos con la masa del pan, y había que ver lo bien que estaban todas las páginas del libro. Claro que era muy raro que solo tuviera una página escrita. Y con una voz que emplean los niños para contar un extraño descubrimiento que hicieron anoche al acostarse, y ver que papá y mamá o un hermano y una muchacha, se dijo asustada: “había una vez un amor tan flexible”, flexible, ¿qué quería decir eso? “Tan pesado como una desgracia. Tan liviano como una raya. Tenía cuatro tigres”. ¿Qué cuento tan adorable, verdad? No había sol para calentar el librito, pero al menos podría pasarle un paño, limpiarlo, y después lo escondería en el bolsón del colegio. Y así, desde ese día, Jane Hamilton cumplió los quince años como “la niña que tiene un libro de un tigre en su casa”.
Jane se casó con un americano del sur, un tipo larguísimo y callado que venía de Phoenix, Arizona, prometía enriquecerse en diez años y sabía como cosa extrañísima, hablar el francés y adivinar una que otra vez el nombre de alguna ciudad que no fuera de Inglaterra o de Francia y a veces acertaba al preguntar si tal señor no era el que había escrito tal novela de amor.
Jane viajó con su americano a un nuevo continente donde uno abría un grifo y llenaba la casa de un líquido negro que estaba transformando al mundo. Pero el Peter murió en la segunda guerra, quedó viuda, con una niña bellísima, poco dinero, y el libro. Se casó por segunda vez con un español que hacía postales. Fue a los treinta y siete años de edad, en Navidades, que regaló el libro. Se lo entregó a su hija, a Lilian, que comenzaba a vivir los años dorados y a ser deseada por todos los muchachos de la calle. “Tómalo”, le dijo junto al arbolito, “es el mejor recuerdo que tengo de mi infancia, de mi Inglaterra, de mi familia”. Después de la cena Lilian pidió permiso y prometió volver temprano, solo estaría con una amiga que vivía muy cerca. Jane le sugirió que se llevara el libro para que lo mostrara a la amiga. Lilian besó a la madre y a su padrastro, y estrenó un lindo abrigo rojo que había sido antes de la mamá. Al encontrarse con Doc abrió el libro, y aprovechando la luz de la casa de la fiesta, leyó la historia del tigre y se echó a reír. “No sé cómo puede causarte gracia –diría Doc, un adolescente que mataba el tiempo rompiéndose las espinillas de la cara–, a mí me parece que es tan inmundo como pasar la noche con los ancianos inmundos y malditos de uno, ¿sabes?”. Ella se sentía feliz porque Doc le tenía la mano ahí y le gustaba mucho que se la dejara ahí y Doc espantó un gato y comentó que había robado cinco litros de leche y varias latas de sardinas. “Tu mamá debe tener perforado el cerebro”, dijo Doc antes de despedirse con un beso de Lilian, porque había leído que “Tigre una vez una” (¿Qué?) “había rayas” (y dígame eso), “tres tenía desgracia una como pesado” (qué ridículo). “Era liviano tan y amor como flexible”. Mañana vienes sin eso puesto, le gritó Doc.
Lilian se convirtió en una desbordante belleza. Un año después de haber perdido a Doc se escapó de la casa con un carpintero del barrio; un hombre que podía ser su padre, alcoholizado y colérico, esos tipos robustos que saben contar un chiste, que hacen bromas pesadas y que se matan con cualquiera porque no le tienen miedo a nada y porque no aman nada.
En mil novecientos sesenta, a los veintisiete años de edad, con una vida oscura y extraordinaria, desbaratada por alcoholes y drogas, fue asesinada en cualquier parte de Nueva York, por cualquier estúpido motivo, como suelen morir esas bellezas perfectas. ¿Quiénes eran sus padres? ¿De dónde había venido? ¿Tenía dinero? ¿Alguna criatura? ¿Alguna deuda? Dejó, entre otras cosas inservibles, un librito y una fotografía que debía corresponder a una fiesta de campo. Ahí las flores, seguramente los pájaros y una brisa que apenas movería las hojas y algunas ramitas debiluchas. Había una niña rodeada de personajes de bastón y sombrero, señoras con botines y pajillas luminosas, un perro que fue alcanzado por la foto, y se podía distinguir, si uno se empeñaba en seguir aquel absurdo rastro de felicidad dentro de aquel cuartucho inmundo, un librito que la niña de la foto sostenía entre las manos y contra una rodilla de una hermosa matrona. Por detrás leyeron: “Fiesta de mis doce años, en casa de tío Tom. Jane Hamilton Lawrence”.
“A mi hija la mató su belleza”, dijo Jane Torres Hamilton, cuando el inspector encargado del distrito quince le señaló al hombre que había asesinado a su hija. Era muy grande el negro. Jugaba beisbol, trabajaba en una carnicería de la esquina y conocía a Lilian lo insoportablemente poco, lo miserablemente poco que puede conocer un negro que está obligado a soportar diariamente más de cincuenta kilos en la espalda, y que solo puede verla, a ella, una mujer rubia y amada, pero sobre todo rubia y sobre todo amada, una que otra vez cada quince malditos días, con el trato de buenos días o buenas tardes señorita Lilian, sí, la chuleta, señorita Lilian. Oh Dios. Él era un negro bueno, lo juraba y había matado lo más malditamente bello y perfecto de toda su vida. El negro lloraba con un retazo de la tela del vestido de la muchacha, y se golpeaba la cabeza contra la pared. El inspector le entregó, entre otras cosas, un libro, y le preguntó a la señora Torres, si ella podía dar alguna pista más, porque entre los vecinos se había hablado de visitas nocturnas, de gritos y borracheras, de hombres que vomitaban las escaleras, de mujeres negras que cantaban o amanecían borrachas en la puerta. “Era como una desgracia un amor tan tigre” leyó el inspector. “Tenía dos rayas. Tan liviano y flexible como pesado”. La señora Torres conservó el equilibrio con el brazo del viejo Torres, y después de guardar el libro dijo que su hija no era esa cosa muerta y que ella no quería saber más nada de nada en este mundo.
Dos meses más tarde, Jane y su marido, Pedro Torres, abandonaron la ciudad de Nueva York y se trasladaron a Washington, ciudad que fue considerada por los pocos amigos que frecuentaban la casa de los viejos, más apropiada por sus parques y su tranquilidad, que Nueva York, cada vez más infernalmente ruidosa, cruel y tan llena de amargos recuerdos. El libro viajó con la pareja en tren, y finalmente pasó a ocupar un lugar fijo encima de la mesita del recibo del nuevo departamento.
Tres años pasaron sin que el libro cambiara de lugar. Una tarde de primavera, la señora Torres fue a sentarse al balcón para contemplar los cerezos que recién estallaban ahora, además del color del río y del color del cielo y del aire seco y fresco de la mañana. Una mariposa entró al balcón y después de detenerse un instante sobre el brazo de la señora, se inmovilizó sobre la baranda del balcón. Era celeste y blanca y muy grande. La vio temblar y después salir despistada, volando hacia un norte nuevo, desapareció confundida con la mañana. La señora Torres cerró los ojos y pensó en la granja del tío Tom. ¿A qué olía la hierba húmeda de la granja? ¿A qué olía el trigo seco? ¿Cuál era el verdadero color de la ciruela? ¿Por qué siempre había sentido ternura por las ovejas cuando las veía lejanas desde la ventanilla de un tren? Ahora que había surtido con suficientes recuerdos amados la memoria, ahora que había conseguido nutrir de poderosos momentos de dicha una madura nostalgia, y que aquella nostalgia le había intensificado los apetitos de amor y de belleza, ahora que estaba preparada para morder la dicha y saborear íntegramente su jugo, oh Dios, ¿por qué justamente ahora sentía que perdía la vida? La señora Torres apretó con angustia el brazo de la silla, cerró los ojos y poco a poco, a través de una galería de parientes, fue alejándose cada vez más de sí, hasta caer en el vacío oscuro y fantástico de las señales de los sueños.
Se durmió un momento y despertó con un ruido, vio una pelota de tenis deslizándose sobre el piso del balcón hasta golpear otra vez una hoja de la puerta ventana. Luego oyó abajo la voz de una criatura y poco tiempo después sintió el timbre y supuso que venían a buscar la pelota. Se hubiera levantado, pero los años la habían llenado de un peso insoportable. Así que mirando hacia la puerta gritó: “Está abierta, empújala”. Entonces apareció la niña. Era pecosa. Rubia. Y un poco descuidada. Habló asustada y la señora Torres no le entendió. “Acércate” le dijo. “No tengas miedo, ven”. La niña obedeció. Caminó en puntas de pie sin pisar con los talones. Jane le acarició la cabeza al notar que la niña tenía dos dientes menos. La vio agacharse, coger la pelota y mirar hacia la puerta del departamento. “¿No quieres quedarte un momento conmigo?”. Ella negó con la cabeza. “¿Quieres chocolate?”. La niña, que se llamaba Doris, dijo que a ella le gustaba mucho el chocolate pero que le daba vergüenza estar ahí con unos zapatos tan sucios. Jane la convenció y le dijo que los chocolates estaban en la cocina, en una lata que tenía un caballo pintado en la tapa. Jane supo después que Doris tenía ocho años de edad, vivía sola con un tío y no sabía mucho de sus padres. Jane le habló de Inglaterra, de algunas historias verdaderas y otras que inventó, y se sorprendió al oírse una carcajada por un relato de Doris. Desde entonces la niña frecuentó la casa. Hubo que gastar un poquito más todos los meses porque Doris comía mucho chocolate y porque muchas tardes se quedaba a almorzar con los viejos.
Una tarde de otoño, Jane le pidió a Doris que se llevara el libro que estaba sobre la mesa. A pesar de la estación el sol aún calentaba un poco en la piel. Era una fresca tarde de octubre, y ya había hojas muertas sobre los jardines y sobre la calle. A Doris le encantaba pisarlas y oír el crujido bajo las suelas. Se llevó el libro a la orilla del Potomac y dio tres vueltas a la manzana, pisando las hojas más tostaditas antes de subir a casa. Cuando tío Henry la encontró pasándole el pañito al libro, le preguntó dónde lo había encontrado y por qué le pasaba el paño a esa cosa tan vieja. Henry se sentó en una silla, frente a la sobrina, que no dejaba de pasar una y otra vez el pañito sobre el cuero del libro. “¿Y qué dice el libro?” preguntó el tío Henry. “Es una linda historia de un tigre” dijo Doris. “Tú ya sabes leer, Doris, podrías leerme la historia, ¿qué te parece?”.
Doris se sentó en el suelo, abrió el libro y le dijo: “Pero acuérdate que no debes toser cuando esté leyendo porque me molesta mucho”. Doris leyó lentamente la historia del libro. Dijo: “Había una vez un tigre. Tenía una raya y era tan liviano como el amor”. Tío Henry mascó la pipa, miró a Doris, y Doris metió el dedo donde le faltaban los dientes. “¿Qué más?” preguntó Henry. “No hay nada más” dijo Doris. “Pero es una historia muy corta” dijo tío Henry. “Pero es una historia muy linda” dijo Doris. Dejó al tío Henry en el saloncito y se fue a su cuarto. El paño que aún utilizaba Doris para quitarle el polvo que el libro ya no tenía, era el mismo que la niña apretaba de noche para dormir.
Al día siguiente, al despertarse, vio el libro junto a la cama. Lo abrió y se extrañó. “Había una vez el amor” leyó. ¿Y dónde estaba el tigre de la historia? El tío Henry estaba en pijama, afeitándose frente al espejito del baño. “Tío Henry” le dijo. “¿Sabes que el tigre del cuento se fue?” El tío Henry evitó sonreír y eliminó unos pelitos blancos de la comisura de la boca. “Un día aparecerá” dijo después de besarla. Doris se metió el dedo entre los dientes y volvió a su cama. “Se lo voy a decir a mamá Jane” dijo. Se acostó otra vez, apoyó la cabecita sobre el libro y después de apretar el pañito se quedó dormida.
De: El llanero solitario tiene la cabeza pelada como un cepillo de dientes (1975).
Francisco Massiani (Caracas, 1944- 2019)
Novelista, cuentista y dibujante. Entre sus obras más reconocidas tenemos: Piedra de mar (1968), Los tres mandamientos de Misterdoc Fonegal (1976), Las primeras hojas de la noche (1970) y El llanero solitario tiene la cabeza pelada como un cepillo de dientes (1975). Obtuvo el Premio Municipal de Prosa en 1998, el V Concurso anual de la Fundación para La Cultura Urbana 2005 y el Premio Nacional de Literatura 2010-2012.
ILUSTRACIÓN: MAIGUALIDA ESPINOZA COTTY