26/07/24.
El muchacho que era yo no se ha bajado de una mata de ciruela joba. Busca los gajos de frutas amarillas entre el follaje espeso y un sabor agridulce le agita la mañana, le mordisquea la sangre, le ensaliva la boca, le alivia la inquietud. Un mar extenso es la inmensidad del copo de mi mata de ciruela. Cada hoja, cada pecíolo girante ante la luz del sol, cada nervadura de los limbos brillantes, es un temblor de ola en cuyos fragores provoca zambullirse.
El muchacho que era yo se vuelve entonces marinero, se abandona a la ebriedad de un viaje en buque por la ingrávida vida de mil puertos diferentes, al paso de costas olvidadas con acantilados y cuevas, refugios de antiguos piratas malayos, pesca perlas en los placeres de Cubagua; sin brújula ni mapa ni sextante, resiste una tormenta en el Cabo de la Buena Esperanza; caza ballenas en los mares del sur bajo el vuelo de pesados arpones, más allá de una isla dorada llamada Tasmania. O se empina sobre la alta niebla, y olvida su existencia.
Otra vez, mi mata de ciruela se convierte en un abrupto campo de batalla. Y el muchacho que era yo persigue por los aires a ilusorios enemigos de juego; quiebra sus enormes ramas y rompe la cabeza, los huesos, la vida de terribles rivales. Ellos también me golpean, me descuartizan, sin poder ocultarme, me desloman, y el cuerpo forcejeante queda hecho un raleado cobertor de raspones y magulladuras. “Eso te pasa por buscar camorra”, me digo, al tiempo que entreduermo para recuperar las fuerzas y espero que la ira se pase, entre el sol y la sombra, como un agua.
También puede ser mi mata de ciruela un trozo de sabana donde apacientan vacas, a orillas de un riachuelo o perdidas por los andurriales. El muchacho que era yo se hace pastor, gamoral, cabrestero. A horcajadas sobre una horqueta, caballito cebruno siempre presto a la acción, corre camino con los otros llaneros para cayapear la faena. Entrada la noche, comparte con ellos bajo el ramizo de la cocina, arrimados al fogón. Los mayores hablan de mujeres entre veras y chanzas.
Y el muchacho que era yo comienza a adentrarse en los misterios, presintiendo no se sabe cuáles ternezas susurradas. También podía ser mi mata de ciruela: una ciudad grande con anchas avenidas y vitrinas espejeantes; muchos, muchísimos automóviles y enjambres de obreros saliendo de las fábricas. Podría ser un jardín embrujado o un circo trashumante; el templo milenario de una ciudad santa o la cueva de Alí Babá; el país de las maravillas que visitó Alicia o la selva africana donde vivió Tarzán de los Monos. En cada caso, el muchacho que era yo asumía su papel.
Si se tienen siete años y se vive en un pueblo de unos cuantos habitantes y apenas nos dejan salir a la calle, la copa de una mata de ciruela joba, o de cualquier otra mata, puede ser el universo entero.
De: Lugar de crónicas (1985).
Denzil Romero (Aragua de Barcelona, 1938 - Valencia, Venezuela, 1999)
Abogado, docente y escritor venezolano. Su prolífica obra se compone de cuentos, relatos, novelas y ensayos. Entre sus publicaciones se cuentan El hombre contra el hombre (1977), Infundios (1978), El invencionero (1981), Tardía declaración de amor a Seraphine Louis (1988), La tragedia del Generalísimo (1983), Entrego los demonios (1986), Grand Tour (1987), La esposa del Dr. Thorne (1987), Lugar de crónicas (1985), La carujada (1990) y Parece que fue ayer: crónica de un happening bolerístico (1991). Fue galardonado con el Premio Municipal Manuel Díaz Rodríguez, del distrito Sucre (1978), el Premio Municipal de Caracas (1981), el Premio Conac de Narrativa (1983) y el Premio Casa de las Américas (1983), por La tragedia del Generalísimo, obra que también resultó finalista del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos (1985).
ILUSTRACIÓN: CLEMENTINA CORTÉS