21/03/25.
María Luisa Ramos fue una mujer valiente y álgida. Nació al final del siglo XIX, en la Hacienda de Arroyo Zarco, una extensión de tierra clara en la que pastaba un ganado tierno y por la que ella y sus hermanas hacían excursiones durante las tardes de diciembre y enero. Los demás meses del año tenían que vivir en la Ciudad de México, porque sus padres habían previsto para ellas un futuro hablado en francés y las pusieron a estudiar en el Colegio del Sagrado Corazón cuando María Luisa era tan niña que desprenderse de ellos fue perder la única inocencia que perdió alguna vez en la vida.
Mané, así la llamaban, tenía los ojos de un azul dócil, la nariz respingada y suave, la boca dueña de media sonrisa, aun cuando la tenía cerrada en la cúspide de una pena. Se casó a los veinticinco años con Sergio Guzmán, el hombre más guapo del mundo, según le aconsejó su mirada, una tarde de mayo. Él volvía de estudiar en Chicago y era un dentista traído del frío al ardor de la tierra caliente, por la que viajaba en busca del primer dinero que necesitaría para poner un consultorio en la ciudad de Puebla. Usaba guantes y un abrigo de casimir inglés, como los de los príncipes. Era un príncipe. Y ella lo veía azul, porque azul se volvía el aire cuando lo cruzaba.
Tuvieron cinco hijos y algunas trifulcas. Ninguna que rompiera la sosegada conjura en que vivían. Se casaron los hijos, nacieron muchos nietos. Todos juntos hacían una familia herméticamente dichosa. No les alcanzaba el tiempo ni para imaginar una contradicción. Sin embargo, las tuvieron como las tienen todas las familias, y con todas quedaron sorprendidos, aunque cada una la acataron con la sentencia que ella aprendió de su madre: la vida se trata de cerrar los ojos y abrir las manos. Todo lo demás está hecho de rencor y rencillas. No vale la pena detenerse en eso.
Mané tuvo un infarto cerebral cuando apenas llegaba a la segunda mitad de sus años sesenta. No era vieja, pero ya se veía una dama entrada en edad de treguas, con el pelo canoso y la figura de quien no cuida su figura, porque no abandona nunca sus antojos. Eran otros los tiempos. Seguía siendo bonita y ni un ápice de su eterna candidez perdió cuando el dolor la tomó por sorpresa. No se quejó jamás, no supo lo que era el chantaje, ni el melodrama, ni la mala lengua, ni la queja de sus sinsabores.
Aprendió a pintar, jugaba cartas, leía en inglés y francés, enseñaba cocina a sus nietas y a conversar a quien quisiera darle alas. En las tardes exigía una partida de ajedrez con su marido, que hasta el último de sus días fue el hombre más guapo del mundo. Cuando, para asombro de todos, él murió antes que ella, tenía ochenta y cinco años. Aún conservaba los hombros altivos, las palabras precisas y una destreza para usarlas con la ironía que algunos de sus nietos heredaron tan cabalmente como otros heredaron la tenacidad de su abuela. Nadie hubiera previsto que él iba a morir antes, pero así fue y ella, menos que nadie, pidió la compasión de nadie. Siguió viviendo sin un día de tregua.
Quince años antes de terminar el siglo XX, un domingo de agosto, la familia se reunió a comer en el rancho de aguacates que tenían los nietos en Atlixco. Celebraban el cumpleaños ochenta y siete de la abuela que había pasado veinticuatro en una silla de ruedas. La hacía reír pensarlo. Apenas había empezado a ser joven: si cerraba los ojos era niña y, de repente, se le estaba acabando el camino con todo y su transparencia. Ella que creyó en Dios y en la vida eterna, tanto como nunca creyó en eso su marido, le dijo a una de sus nietas un día de junio entre mano y mano de brisca: “Yo no quiero que me lleve la pelona. Porque de aquel lado nadie ha vuelto. Y me gusta vivir en este”.
Desde que se casó había usado un anillo en el dedo anular que tenía forma de pepita y estaba hecho de pequeños brillantes. Nunca se lo quitó. Ni cuando estuvo muy enferma en el hospital, ni durante los años que pasó quieta, día tras día, sentada en un cuarto con las paredes pintadas de azul, los sillones tapizados de azul y los muebles pintados de azul al que, para evitar la menor duda, llamaba “mi cuartito azul”. Ese domingo los ojos claros que le acompañaron la vida no habían perdido ni un ápice de su integridad, pero ella estaba cansada.
—Pide un deseo –le dijeron los nietos tras prender las velas del pastel.
Ella se quitó el anillo y lo dejó cruzar alrededor de la flama.
—Quiero una buena muerte –dijo y sonrió como disculpándose por andar pidiendo necedades en una fiesta.
Murió tres días después, mientras dormía, bajo la paz de una madrugada azul como todo lo suyo.
De: Maridos (2007).
Ángeles Mastretta (Puebla, 1949).
Prolífica escritora, autora de libros como Arráncame la vida (1985), su novela inicial, que escribió mientras criaba a sus dos hijos pequeños y fue llevada al cine en el año 2008, y La emoción de las cosas (2013). Su primera obra publicada fue el libro de poemas La pájara pinta (1978). Años más tarde apareció el poemario Desvaríos (1996). Su novela Mal de amores (1997), le valió el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. Le siguieron títulos como El mundo iluminado (1998), Ninguna eternidad como la mía (1999), El cielo de los leones (2003) y El viento de las horas (2016), entre otros. Autora también de cuentos recogidos en Mujeres de ojos grandes (1990) y Maridos (2007). Firme defensora del feminismo, fundó la Unión de Mujeres Antimachistas en la Ciudad de México. Su obra ha sido traducida a más de 20 idiomas.
ILUSTRACIÓN: CLEMENTINA CORTÉS