19/1023. Había venido anoche para que le escucharan su cuento. Nada le importó si lo llegaban a publicar o no. “En verdad –me dijo– quiero que le prestes atención, como si jamás en la vida hubieras conocido algo parecido”.
Así tuvo que ser. Todos bien vestidos. La luz redonda abarcaba los pies. A muchos se nos obligó a permanecer sentados en la última fila. Nosotros nos consolamos pensando que los últimos serán los primeros. Como ella, que había dejado pasar mucho tiempo antes de atreverse. Que apenas tenía la osadía de leerme por teléfono varios borradores. Antes de comenzar, por supuesto, el amigo que hacía las veces de maitre (era la labor más sincera) se nos acercó con su usual: “¿quieren café?”. El nerviosismo nos acribillaba a tal punto que tuvimos que responder: “con azúcar, para disimular el veneno”.
Esperamos diez minutos, que para ella fueron diez segundos y para nosotros, diez años. Ella sería la víctima designada para esa noche y nosotros sus ridículos e inevitables verdugos. Claro que estábamos conscientes de su timidez, de su inseguridad, del dolor que la consumía por semanas y meses, si alguno de nosotros le hacía un comentario seco sobre su falta de estilo, sus prejuicios o su curiosa dispersión. Pero esa noche alguien tenía que arriesgarse a cumplir la misión, que los altos mandos de la inspiración le habían encargado. Al fin y al cabo, la única razón para permanecer allí, y no enclaustrarnos en el cuarto de los locos, era que, aunque nos gustara permanecer a solas, ahora nos hacía falta el contacto con los seres que habitan el lado contrario de la ventana. Aun sabiendo que los espectadores padecen de incongruentes deficiencias visuales, al punto de que ninguno está capacitado para decir la verdad.
Pues sí, todos estábamos preparados para el sacrificio y tratamos de ser lo más cortés posible. Línea por línea, la fuimos conduciendo a su destino. Uno de los lectores propuso: “vamos a ver que no suena”. Otro: “¡zas, que se lo quito!”. Uno por uno, todos vamos zigzagueando los lápices. De repente, uno de los compañeros la detiene, porque hay algo que no comprende. A partir de allí, ella prosigue atropelladamente, como si su única urgencia fuese cesar la lectura. Esperar la decisión.
Voces que corren por los cuatro vértices de la sala, que respiran los minutos suspendidos. Afuera los extraños se preguntan: “bueno, ¿y qué pasa?” El primero de la izquierda emite su opinión, porque ya está acostumbrado a cumplir con sus “responsabilidades”. La segunda pide que la esperen: “paso”. La tercera elogia el texto, lo encuentra muy bonito. El cuarto se rasca la cabeza y dice estar de acuerdo con la anterior. Como conclusión, todos quedamos muy felices.
Pero, precisamente, ahora que la tensión se ha distendido, que el nerviosismo ha desaparecido y que nos encontramos cómodamente instalados, dándole palmaditas y sonrisas de felicitación a la autora, ella nos mira enigmáticamente y permanece callada. Alguien más decidido que yo la conmina a hablar, a darnos una explicación. Entonces ella se ríe con todas sus ganas. Nuestro bochorno no tiene límites. Algunas pretenden levantarse en señal de protesta. Ella nos detiene y revela su secreto. Su rostro de espía se descubre, triunfal.
—Ahora sí, ya puede decirlo. Para que se enteren. ¿Saben una cosa? Que este cuento no lo escribí yo.
La autora
Iliana Gómez Berbesí
(Caracas, 1951-2021)
Licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela. Escritora, cuentista, novelista, educadora, publicista y guionista venezolana. Sus obras se enfocan en la cultura de la ciencia ficción, siendo estudiosa de las formas del simbolismo e instructora de talleres literarios. Se destacó entre las escritoras femeninas de Venezuela en el género de cuentos cortos de ciencia ficción. Entre sus obras se cuentan Las criaturas de la ciencia ficción (2009), Secuencias de un hilo perdido (1982), Confidencias del cartabón (1981), Extraños viandantes (1990) y la novela ¡Alto!, no respire (1999). Entre otros reconocimientos, obtuvo el Premio de Narrativa de la Bienal José Antonio Ramos Sucre, Universidad de Oriente (1980); mención en narrativa del Concejo Municipal del Distrito Federal y finalista del concurso de cuentos del diario El Nacional (1981).
ILUSTRACIÓN: CLEMENTINA CORTÉS