09/05/24. Un texto escrito para teatro siempre responde a una saga trágica, aunque lo que se escriba sea una comedia o cualquier otra cosa. Cuando decimos tragedia decimos fatalidad, es decir algo inevitable.
Es inevitable que la persona que escribe una pieza teatral haga un esfuerzo significativo para que el resultado de su trabajo tenga calidad, que guste, que sea conmovedor, convincente. Es incontestable que ese esfuerzo va enfocado hacia quien dirige, para que sepa interpretar sus intenciones y hacia los actores y las actrices para que hagan fluir las palabras en el sentido con las que fueron escritas. Lo mismo sucede con el resto de la parafernalia teatral que implica llevar a cabo la obra.
Es irremediable que solamente con la puesta en escena un texto escénico pueda llegar a la plenitud. Mientras no ocurra, ese texto es sólo literatura.
Está rotulado en el libro de la fatalidad que el director o directora que recibe una obra para llevar a escena, más que colocarse en las querencias del dramaturgo, se coloca en lo que interpreta en el texto, en lo que le suscita. Atiende a las palabras, las oraciones, los diálogos, la estructura y, aunque le quede bastante claro el discurso y el significado de la obra, ya ha buscado en sí mismo, en su entorno inmediato, formas y nuevos contenidos para llevar a escena lo que tiene en sus manos.
La pieza ha sido abordada, alimentada y ha entrado en conflicto con el universo de quien se dispone a otorgarle vida a las letras que yacen entre esas páginas.
La gente que actúa, la que se encarga del vestuario, de la escenografía, del maquillaje, de las luces harán otro tanto. Es entonces cuando la obra dramatúrgica se multiplica, se convierte en otras piezas sin dejar de ser la misma, hasta el día que es llevada a escena. Entonces se reproducirá con cada espectador, cada día. Visto de esta manera el proceso teatral se muestra como un caleidoscopio y si tomamos en cuenta que cada representación será distinta, entonces el número de versiones de la obra que se desencadena roza el infinito.
Cuando asistimos a una función teatral, no estamos ante la obra de un dramaturgo, o una dramaturga, ni ante la obra de quien dirige; estamos siendo parte de una dinámica estética en la que intervenimos activamente desde el momento que entramos a la sala, interactuando con el texto, la puesta en escena, el vestuario, la iluminación, y sobre todo con los actores y actrices. Si esto no ocurriera, todo el esfuerzo dramatúrgico sería inútil, sería un bucle que se repite, sin cambios, sin movimientos, sin transformaciones… sin vida.
POR RODOLFO PORRAS • porras.rodolfo@gmail.com
ILUSTRACIÓN ERASMO SÁNCHEZ • (0424)-2826098