21/04/2023. Hace unos años la señora que estaba sentada a mi lado en el Metro, a todas luces más pela bolas que yo, no sé cómo se percató de mis tribulaciones y me espetó como siguiendo el hilo de mis pensamientos: “Una anda malograda por la falta de real, pero peor están los ricos que con todo ese realero no pueden comer casi nada porque si la úlcera, que si el colon y todo eso”. Recordé ese mito en boca de mis viejos. Así que le respondí que eso era una soberana pendejada, que eso lo habían inventado los ricos para que los pobres los dejaran en paz. Ella me miró con una rabia que fue trocando en tristeza, miró al piso y dijo por lo bajo. “Yo si soy pendeja… hasta en eso me jodieron”.
En vez de sentirme bien porque le había quitado un velo de esos que nos adormecen y nos vuelven imbéciles, lo que sentí fue que le había destruido un consuelo y ahora se sentía más pobre todavía. Así que los dos continuamos el recorrido desde Capitolio hasta Chacaíto en silencio, tristes y con cierta amargura añadida por mi manía de andar desvelando esas herramientas estructurales de la dominación.
El teatro griego, el teatro romano, medieval, renacentista, moderno y contemporáneo, como reflejos de su tiempo, han planteado la presencia de una justicia divina, que enmienda lo que la justicia humana no puede. Pero es tanta la impunidad que trasversa la historia del mundo que no hay duda: el que defiende esa idea ampara su frustración o su impunidad, porque también hay piezas como Fuenteovejuna que son más que puro teatro.
Hace unos días, de nuevo en el Metro -está vez rescatado y funcionando cada vez mejor- estaba de pie y escuchando perfectamente la conversación de un señor mal humorado y una señora triste. Me vino la imagen de un famoso fragmento de La cantante calva, pieza icónica de teatro del absurdo.
La pareja frente a mí coincidía en todo, pero los separaba un abismo. “Sí, con tanta pobreza cómo se les ocurre” “Sí, seguro que en lo que pase la bulla muchos quedarán libres”. “Sí, los verdaderos culpables seguirán con sus camionetotas, su ropa carísima y sus viajes a las islas del Caribe”. “Sí, me da rabia”. “Sí, me da tristeza”. En ese punto no se percataron, como en la obra de Ionesco, que los colores de los ojos (el derecho de uno y el izquierdo de otro), no coincidían. Pero igual, el silencio y la amargura los hizo callar. Como a mí y a la señora años antes. Alguien, un tercero, que también estaba escuchado, dijo: No se preocupen hay una cosa que se llama justicia divina… y todos los culpables van a pagar”.
Estuve a punto de abrir mi bocota para explicar que eso era un invento del poder, para que cuando se eludiera la justicia humana, el pobre se consolara. Pero preferí callar. No vaya a ser que Dios me castigue.
POR RODOLFO PORRAS • porras.rodolfo@gmail.com
ILUSTRACIÓN ERASMO SáNCHEZ • (0424)-2826098