30/10/24. La memoria es un largo pasillo de espejos hundidos y convexos, donde cada episodio se estrecha o alarga según nuestra capacidad de engañarnos a nosotros mismos. No somos más que recuerdos inventados, dijo Enrique Vila-Matas, y García Márquez le agregó que la vida no es la que uno vivió “sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
Escuchamos a papá hablar de la fuga de casi ocho mil millones de dólares de capitales y el descenso de las reservas internacionales, que había que amarrarse los pantalones, ... pero eso fue, para nosotros, como escuchar a un físico nuclear...
En 1983 teníamos casi doce años, nos habían mudado a la fuerza a un remoto paraje equinoccial en la periferia de Caracas, nos abríamos paso a codazos hacia la adolescencia y no teníamos ni la más remota idea del mundo trémulo de los adultos que para nosotros eran, en síntesis, el enemigo.
Más de una vez, en el transcurso de ese año que sonaba a Michael Jackson y a Madonna, a Porfi Jiménez y a Melissa, vimos un celaje de movimientos espasmódicos en alguna habitación de casa, golpetazo de una puerta, la salida acelerada de papá como una tromba ruidosa y mi mamá sollozando en silencio como un rumor desconcertante, que no cabía en la felicidad de cabriola que practicábamos cual convencidos oficiantes.
¿Crisis? Una palabra ausente en nuestro escaso repertorio verbal. ¿Dólar? Más bien dolor de un pelotazo en una canilla durante nuestras prácticas de béisbol cuando anunciábamos un promisorio futuro en el deporte rey, que finalmente no llegó ni a cruzar la esquina. ¿Bolívar? El héroe, uno más del breviario escolar. Pero nada más que no fuera risa fácil, carnavales pasados por agua y el espaciamiento de la ingesta de carne, de una vez diaria a una vez a la semana, sin razón aparente pero tampoco sin trauma.
Éramos felices, a nuestra manera, montando trompo en caballito, manejando bicicleta, disparando uñita y volado con la “juguita”, la taima en la ere paralizada, detenido en el aire con el stop; un, dos, tres, pollito inglés; guataco por la oreja y la guarimba donde nos refugiábamos para evitar ser sometidos por policías o ladrones de ficción.
A los doce años descubrimos los besos apasionados: una lengua puntiaguda de una muchachita de pelos rizados nos atravesó la garganta y casi nos ahoga, traumando nuestro acercamiento a uno de los gustos más delirantes de la sexualidad. ¿A quién coño le importaba el ardid discursivo de un señor que hablaba en Tv sobre la salida del país del patrón oro y del inicio de una etapa de descalabro entre el gasto público y los ingresos del Estado, si lo que queríamos era caernos a besos para siempre, con todo y trauma, a la hora del recreo o en los parques a escondidas?
Escuchamos a papá hablar de la fuga de casi ocho mil millones de dólares de capitales y el descenso de las reservas internacionales, que había que amarrarse los pantalones, recortar los gastos, evitar los excesos, pero eso fue, para nosotros, como escuchar a un físico nuclear explicarnos la activación neutrónica y el confinamiento inercial.
“Ahora si es verdad que se jodió la vaina” anunció seguidamente mamá, y fue tan importante para nosotros como la aurora boreal o la hermenéutica de Ricoeur, cuando andábamos desquiciados descubriendo la masturbación, mientras un tal “Búfalo” Díaz Bruzual, anunciaba por los medios que el dólar sería llevado de 4,30 a 6,30 bolívares, con lo que jodieron a medio país menos a nosotros, que andábamos distraídos elevando cometas de celofán sobre los cielos lavados de febrero, apostando a que mañana sería aún mejor.
Así de clarito lo recuerdo, como si fuera ayer, en esa fábula que es el pasado.
POR MARLON ZAMBRANO • @zar_lon
ILUSTRACIÓN ASTRID ARNAUDE • @loloentinta