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Fumata

09/05/25. La fumata negra es negativa, siniestra, desoladora. La blanca, por el contrario, es la consumación de la esperanza puesta en una combustión que arroja humo blanco para advertirnos que por fin, los enviados del gran dios de los cristianos decidieron quién será el heredero de San Pedro en la tierra.

Todos los caminos conducen al estereotipo que caracteriza a lo oscuro como algo infausto, surgido del demonio. La ceremonia para la escogencia del Papa no escapa de ello, y la chimenea humeante del Vaticano, el acto litúrgico pronunciado en latín, la muceta, estola y cruz dorada del traje de León XIV, no son sino una insólita demostración de la inutilidad de una institución que lleva casi veinte siglos imponiendo su hegemonía sobre un mundo donde existen alrededor de cuatro mil doscientas religiones más sin armar tanta perorata.

Incluso, con gran ingenuidad e ignorancia, no podemos dejar de observar el paralelismo entre la liturgia vaticana que decidió al nuevo pontífice y el video viral del pastor evangélico correteando por un camino de tierra a su hijastra adolescente para matarla y enterrarla en una apartada montaña colombiana, luego de violarla impunemente bajo el pretexto defendido por su comunidad de que al pobre hombre lo poseyó un demonio.

En esa ambivalencia cristiana donde entran en juego el bien y mal en constante relación dialéctica, hay una malevolencia implícita incluso en el hecho de nacer, pues estamos condenados desde siempre, como todos sabemos, por la muerte de Cristo a manos de los judíos.

La culpa, esa insoportable opresión que es materia prima para los terapeutas, ha marcado el destino de esa parte de la humanidad conducida bajo los preceptos metafísicos de una mujer embarazada de un fantasma que dio a luz a un niño prodigio caucásico en medio de un caluroso enclave palestino, quien obró milagros pero no logró procurar su propia salvación y enseñar otra cosa que no fuera los martirios del pecado y la redención a través de interminables penitencias como actos de fe para demostrar, ¿abnegación?, ¿sufrimiento?, ¿arrepentimiento?, ¿y eso, por qué?

No sé si agobiarme por el paso de los años o alarmarme por el rigor de las evidencias. De los 267 papas que ha ordenado Roma, he “conocido” a tres, y con este cuarto presumimos el mismo beneficio: ninguno.

Más allá de la retórica efectista que incluso habla de un Juan Pablo II renovador y un Francisco atrevido y hasta rompedor, intuimos que el norteamericano Robert Francis Prevost no dará mayores demostraciones de cercanía a la “realidad real” que la metáfora agustina (orden a la que está adscrito) de “vivir en comunión y ser testigos de la comunión en la iglesia”. Es decir, la nada más allá de la demagogia del poder infecundo que se empeña en mantenerse reinando en un imperio sostenido sobre el miedo a lo más sobrenatural que existe que es el más allá.

 

 


 

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