25/07/25.
La frontera
“Está en Cúcuta”. La frase, dicha sin emoción visible, pasó entre el humo, la noche y el día siguiente.
A las seis y diez de la tarde del día del acto, el libro llegaba a la terminal. A las seis en punto, según la grilla, la presentación tenía que comenzar... minutos después de la lluvia de pétalos...
El día siguiente, un sábado de julio de 2025, el libro, que estaba cerca de la frontera, tenía que ser presentado en la Feria Internacional del Libro de Venezuela. Los editores de aquí, o mejor dicho, las editoras de este lado, miraban el reloj geográficamente hablando. “Ya estás en Venezuela”, dijo una. Otra, extranjera, preguntaba que cuánto se tarda en venir de Táchira a La Bandera, que es nuestra inacabada terminal de pasajeros, pasando por tanta alcabala.
A las seis y diez de la tarde del día del acto, el libro llegaba a la terminal. A las seis en punto, según la grilla, la presentación tenía que comenzar. Son tan puntuales por allá que, siendo la última presentación de ese anochecer, minutos después de la lluvia de pétalos (hubo lluvia de mangas, pero en otro lugar), pidieron, como se pide eso, “desalojar la sala”.
En la sala, apretujada y apretada entre la desmemoria del orgullo y todo lo demás, la gente esperaba. Silbaba. Cantaba. Leonel Ruiz aseguró, la noche anterior, que Franco Farías, el poeta, saldría desde sus adentros. Masticando el pollo en brasas, como comen los poetas, y luego de tragar, Ruiz cantó como cuando en la frontera, por el 2019, y tuvo los pasajes en su mano derecha pero ella decidió volver. Esa peñona que pasó cerca del rostro de Lilia Vera se perdió en alguna mudanza.
Las mangas
Entrando por la calle El Colegio, parroquia Caucagüita del municipio Sucre del estado bolivariano de Miranda, se llega a la casa del señor Pedro, setenta y un años, nacido en el Táchira. Para alguna colombiana, el mango no se da en una mata, sino en un árbol. Cosas de las fronteras, porque todo el mundo sabe que los mangos y las mangas, crecen en una mata. Franco Farías, en los setenta, fue retratada comiéndose uno debajo de la mata.
De una sola mata, según cálculos de Pedro, que sembró ese pocotón de matas al principio de los ochenta, se cosechan unas diez cestas. Cada una, según cálculos de otra, pesaría unos 40 kilos. Es la propia cuenta para quienes aprenden a multiplicar, si le gustan los mangos. O los libros.
Montarse en la mata de mango, no en la que tiene el panal de abejitas que no son meliponas, porque sólo dos de ellas, aguijón mediante, nos dijeron que buscáramos otra mata. Montarse en la que es, y menear esa mata bien, duro, produce una lluvia de mangos que las recolectoras describieron muy bien.
Hay que saber menear bien eso, no se vaya a caer la rama completa.
Lydda Franco Farías
La noche anterior estaba en Cúcuta. Imprimir allá, corregir aquí, ese diseño requiere estos ajustes, a una le gusta la empanada de allá y a la más grande, la de más acá; la perrita, las fotos, las otras fotos y hay que buscar la proteína. Suspendo la presentación, no la suspensión, vino la familia desde Carabobo, salú.
“Foto hablada no sirve”, me dijo aquel maestro del fotoperiodismo, con mucho carácter, muchísimo. Hábil con la cámara y el puñal, con la velocidad de La Pastora, acostumbraba a, pero con el caminante ya no, y entonces envejecieron y todavía se miran como retándose, como “qué es lo qué”, como si se atrevieran y menos mal que no.
Entonces, Lydda Franco Farías sostiene en su mano derecha un manguito. Está debajo de la mata. Parte del manguito está en la oscuridad que queda entre sus dientes, que no se ven. Lo sostiene entre el pulgar y el índice; si no estuviese el mango y con eso de sin sombra no hay luz, en la pared aquella se proyectan esas imágenes que eran todo cuando ni siquiera el bautismo, esa ceremonia de iniciación, nos había, repito, nos había, según, tanto en la tierra como en el cielo.
POR GUSTAVO MÉRIDA • @gusmerida1
FOTOGRAFÍAS NATHAEL RAMÍREZ • @naragu.foto