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Tercera carta: entre el bien y el mal

Ernesto Sábato

 

 

24/07/25.

 

 

 

 

 

 

Lo humano del hombre es desvivirse por
el otro hombre.
E. Levinas

 

 

 

 

 

Esta mañana di por seguro que venía la sudestada, y me equivoqué. La tormenta se mantuvo en suspenso, estática. Los grises se fueron atenuando y a la tardecita ya ningún rasgo plomizo se distinguía en el cielo. Este simple e inofensivo error me llevó, imperceptiblemente, a las grandes equivocaciones que uno comete en la vida. Y de ahí, a través de un vasto territorio de sueños y recuerdos, mi alma quedó al borde de la imagen de mi madre aquella tarde, cuando la fui a visitar a La Plata y la encontré de espaldas, sentada a la gran mesa solitaria del comedor mirando a la nada, es decir, a sus memorias, en la oscuridad de las persianas cerradas, en la sola compañía del tictac del viejo reloj de pared. Rememorando, seguramente, aquel tiempo feliz en que todos estábamos alrededor de la enorme mesa Chippendale, y los grandes aparadores y trinchantes de otro tiempo, con el padre en una cabecera y ella en la otra; cuando mi hermano Pepe repetía sus cuentos, las inocentes mentiras de aquel folklore familiar.

 


A mi madre se le habían empañado los ojos al verme y algo me había repetido de aquello de que la vida es un sueño. Yo la había mirado en silencio. Qué le podía atenuar, ella estaría viendo hacia atrás noventa años de fantasmagorías. Después, como a pequeños sorbos, me fue contando historias de Rojas y de su familia albanesa hasta que fue hora de irse. ¿Había que irse? Los ojos de mi madre volvieron a nublarse. Pero ella era estoica, descendía de una familia de guerreros, aunque no lo quisiera, aunque lo negase.

 

Todavía la recuerdo en la puerta, saludando levemente con su mano derecha, de manera no demasiado fuerte, no fuera a creer, esas cosas. En la calle 3 los árboles habían empezado a imponer su callado enigma del atardecer. Todavía volvió una vez más la cabeza. Con su mano, tímidamente, ella repitió la seña. Luego quedó sola.

 

 

Tan enardecidas fueron mis búsquedas que entonces no supe reconocer que era esa la última vez que vería a mi madre sana, de pie, y que ese dolor perduraría para siempre, como hasta esta misma noche que entre lágrimas la recuerdo.

 

 

Entre lo que deseamos vivir y el intrascendente ajetreo en que sucede la mayor parte de la vida, se abre una cuña en el alma que separa al hombre de la felicidad como al exiliado de su tierra. Porque entonces, mientras mi madre quedaba detenida allí, inmóvil, no pudiendo retener a su hijo, no queriéndolo hacer, yo, sordo a la pequeñez de su reclamo, corría ya tras mis afiebradas utopías, creyendo que al hacerlo cumplía con mi vocación más profunda. Y aunque ni la ciencia, ni el surrealismo, ni mi compromiso con el movimiento revolucionario hayan saciado mi angustiosa sed de absoluto, reivindico el haber vivido entregado a lo que me apasionó. En ese tránsito, impuro y contradictorio como son los atributos del movimiento humano, me salvó un sentido intuitivo de la vida y una decisión desenfrenada ante lo que creía verdadero. La existencia, como al personaje de La náusea, se me aparecía como un insensato, gigantesco y gelatinoso laberinto; y como él, sentí la ansiedad de un orden puro, de una estructura de acero pulido, nítido y fuerte. Cuanto más me acosaban las tinieblas del mundo nocturno, más me aferraba al universo platónico, porque cuanto más grande es el tumulto interior, más nos sentimos inclinados a cerrarnos en algún orden. Y así, nuestras búsquedas, nuestros proyectos o trabajos nos quitan de ver los rostros que luego se nos aparecen como los verdaderos mensajeros de aquello mismo que buscábamos, siendo a la vez, ellos, las personas a quienes nosotros debiéramos haber acompañado o protegido.

 

 

¡Qué poco tiempo le dedicamos a los viejos! Ahora que yo también lo soy, cuántas veces en la soledad de las horas que inevitablemente acompañan a la vejez, recuerdo con dolor aquel último gesto de su mano y observo con tristeza el desamparo que traen los años, el abandono que los hombres de nuestro tiempo hacen de las personas mayores, de los padres, de los abuelos, esas personas a quienes les debemos la vida. Nuestra “avanzada” sociedad deja de lado a quienes no producen. ¡Dios mío!, ¡dejados a su soledad y a sus cavilaciones!, ¡cuánto de respeto y de gratitud hemos perdido! ¡Qué devastación han traído los tiempos sobre la vida, qué abismos se han abierto con los años, cuántas ilusiones han sido agostadas por el frío y las tormentas, por los desengaños y las muertes de tantos proyectos y seres que queríamos!

 


Yo había intentado un ascenso, un refugio de alta montaña cada vez que había sentido dolor, porque esa montaña era invulnerable; cada vez que la basura ya era insoportable, porque esa montaña era límpida; cada vez que la fugacidad del tiempo me atormentaba, porque en aquella altura reinaba la eternidad. Pero el rumor de los hombres había terminado siempre por alcanzarme, se colaba por los intersticios y subía desde mi propio interior. Porque el mundo no solo está afuera sino en lo más recóndito de nuestro corazón. Y tarde o temprano aquella alta montaña incorruptible concluye pareciéndonos un triste simulacro, una huida, porque el mundo del que somos responsables es este de aquí: el único que nos hiere con el dolor y la desdicha, pero también el único que nos da la plenitud de la existencia, esta sangre, este fuego, este amor, esta espera de la muerte. El único que nos ofrece un jardín en el crepúsculo, el roce de la mano que amamos.

 

Mientras les escribo, vuelve la imagen de mi madre a quien dejé tan sola en sus últimos años. Hace tiempo escribí que la vida se hace en borrador, lo que indudablemente le da su trascendencia pero nos impide, dolorosamente, reparar nuestras equivocaciones y abandonos. Nada de lo que fue vuelve a ser, y las cosas y los hombres y los niños no son lo que fueron un día. ¡Qué horror y qué tristeza, la mirada del niño que perdimos!

 

¡Mira! Las palabras inocentes me han
rejuvenecido al fin
y como en otro tiempo las lágrimas brotan
de mis ojos.
Y recuerdo los días hace mucho pasados
y la tierra nativa vuelve a alegrar de nuevo
mi alma solitaria
y la casa donde crecí un día con tus
bendiciones,
donde, alimentado con amor, muy pronto
creció el niño.
Ah, cuántas veces pensé que yo te
reconfortaría.
Cuando a mí mismo me veía obrar a lo
lejos sobre el vasto mundo.
Mucho intenté y soñé, y me he llagado el
pecho
a fuerza de luchar, pero haréis que yo sane
¡queridos míos! Y aprenderé a vivir como
tú, Madre, mucho tiempo;
es piadosa y tranquila la vejez…
Vendré a ti: bendice ahora a tu nieto una
vez más,
Que, así, el hombre mantenga lo que de
niño prometió.

Hölderlin

 

 

 

 

 

 

De: La resistencia (2000).

 

 

Ernesto Sábato (Buenos Aires, 1911 - Santos Lugares, 2011)

 

 

 

 



Su obra narrativa consiste en tres novelas: El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961) y Abaddón el exterminador (1964). También se destacó como ensayista en libros como Uno y el universo (1945), Hombres y engranajes (1951), El escritor y sus fantasmas (1963) y Apologías y rechazos (1979), en los que reflexiona sobre la condición humana, la vocación de la escritura o los problemas culturales del siglo XX. Fue el segundo argentino galardonado con el Premio Miguel de Cervantes (1984), luego de Jorge Luis Borges (1979).

 

 

 

 

 

ILUSTRACIÓN: CLEMENTINA CORTÉS

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