15/08/25. A una ciudad vibrante, hostil y tierna como Caracas, llegó Vicente Battista como un susurro del sur. A sus casi ochenta y cinco años, el escritor argentino desembarcó en el Centro de Estudios Latinoamericanos y del Caribe Rómulo Gallegos (Celarg) con la serenidad de quien ha pasado muchas páginas y, sin embargo, está dispuesto a dejarse asombrar. No hubo estridencias ni pompas: llegó con una simpatía arrolladora y sus ganas evidentes de aún querer comerse al mundo.
...recibió el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos en su 21° edición por su obra El simulacro de los espejos. Un texto que se asoma a los abismos de la soledad, el agobio existencial, la reiteración de los ritos sociales y la inteligencia artificial (IA)
Desde su primera aparición en los espacios del Celarg, Battista fue recibido como un viejo amigo que regresa con historias nuevas. Lo entrevistamos dos veces, y en ambas el diálogo se convirtió en complicidad. Battista habló de Borges como de un abuelo sabio, de Buenos Aires como de la infancia feliz y de Venezuela como una patria prestada que le calza perfectamente.
En sus encuentros con la prensa, desarmó micrófonos con frases que parecían aforismos: “La literatura no necesita reflectores, solo lectores”. Su humor, su confesada sordera y su ego “enorme” —dicho entre risas— lo mostraron como un hombre lúcido, entrañable y profundamente humano.
El 2 de agosto pasado, a 141 años del natalicio del autor de Doña Bárbara, recibió el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos en su 21° edición por su obra El simulacro de los espejos. Un texto que se asoma a los abismos de la soledad, el agobio existencial, la reiteración de los ritos sociales y la inteligencia artificial (IA) como un componente de asombrosa actualidad. Tomó un inmenso diploma -de manos del ministro de la cultura Ernesto Villegas- como quien recibe una carta de amor tardía, y no tuvo lágrimas ni discursos grandilocuentes sino una conversa amable, esperanzadora, combativa, y una frase que quedó flotando en el aire como un conjuro: “Escribo para que no se me olvide que estoy vivo”.
Raúl Cazal, viceministro de Cultura, lo definió como un cuentista prestado a la novela. Battista, sin solemnidad, prefirió hablar de lo que aún no ha escrito. Su obra, marcada por la intriga y el relato policial, lo llevó a recibir por unanimidad el fallo del jurado del premio, al que considera “un faro” en la literatura latinoamericana.
Acompañado por su hija, nacida en Barcelona durante su exilio, Battista dejó consejos a los jóvenes escritores: “Escriban creyendo que están haciendo la mejor obra de la historia, aunque después tengan que olvidarse de eso”. Cuando le preguntamos por Javier Milei, fue tajante: “Es horrible. Pero Milei seguramente no sabe que existe el premio ni que existimos nosotros”.
Habló de su envidia hacia los poetas —“porque es el género más glorioso”— y de su incapacidad para escribir un verso, como si eso fuera una herida que aún le duele.
Y así se fue, con el premio en la mano, la literatura en el alma y un tumulto de emociones al comprobar que aún es la hora de la palabra escrita, el verbo natural que une a los pueblos alrededor del lenguaje. Battista fue tajante en su discurso al recibir el galardón: “Mientras quede una historia para contar, la novela seguirá viva. El Premio Internacional Rómulo Gallegos es prueba de ello.”
Diría García Márquez: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Y esta, sin duda, será recordada como la visita de un escritor que convirtió la palabra en patria grande.
POR MARLON ZAMBRANO • @zar_lon
ILUSTRACIÓN ASTRID ARNAUDE • @loloentinta