02/10/25. Escribir es una necesidad para mí, una forma de dar salida a las ideas que se agolpan en la mente. Una de ellas, la noción de la libertad, me obsesiona. Entre tantas preguntas que me hago sobre el tema, surge la idea de la “libertad absoluta”. ¿Existe? ¿Es la verdadera emancipación? ¿O es, en cambio, una utopía que nos sirve de guía?
La memoria y la energía de cada ser siguen su camino, liberadas de las ataduras físicas y materiales. ¿Será entonces que la verdadera libertad es la que nos permite trascender más allá de nuestra existencia corporal?
Quizás la muerte sea la respuesta a estas preguntas, aunque parezca una exageración. Cuando la vida cesa, el cuerpo se transforma. Las células vivas mueren y sus funciones se detienen, pero al mismo tiempo, la vida prevalece de otra forma. Las enzimas inician su trabajo, las bacterias recorren libremente el cuerpo, y este se convierte en un banquete para hongos, moscas y gusanos. En la “danza de la descomposición”, pasamos de ser un cuerpo de carne y huesos a uno de sólo huesos. Y si nos creman, seremos cenizas.
Pero la muerte no es solo un proceso biológico, es también un viaje en la memoria de quienes nos aman. Después de nuestra partida, nos buscarán en cada recuerdo, en cada objeto, en cada paisaje. Aunque no estemos allí físicamente, la idea de nuestra presencia persistirá. Algunos creen que subiremos a las nubes, sentándonos al lado del “señor barbudo”; otros, que nos fusionaremos con la naturaleza, manifestándonos cada vez que “la tierra se expresa”: en la lluvia, el agua, las flores, las hojas y otras formas naturales.
Normalmente romantizamos el cese de los signos vitales con la “liberación del alma”, resistiéndonos a dejar ir a nuestros seres queridos en ese proceso de desintegración material. Aunque no este científicamente comprobado, la creencia de que el espíritu o alma sobrevive a la muerte es una idea poderosa. Nos convencemos del triunfo de las ideas sobre la descomposición del cuerpo, quizás por el supuesto desprendimiento de energía o los 21 gramos menos que planteó la hipótesis de Duncan MacDougall en 1907, aferrándonos de esta manera a la trascendencia.
También pienso en la expansión de las ideas como fin último de nuestra existencia. Estoy casi segura de que con la muerte se da un inmenso paso hacia la libertad del pensamiento, porque las ideas no mueren. Se expanden, se desarrollan y alcanzan otras mentes, haciéndose perdurables. De no ser así, tendríamos pesadillas con la señora esquelética y su enorme guadaña, cantándonos la canción eterna del memento mori (recuerda que vas a morir), todos los días. Sin embargo, esta figura nos enseña una lección sobre la conciencia de nuestra mortalidad y nos invita a reflexionar sobre cómo vivimos. El valor que le damos a la vida.
A lo largo de la historia, las culturas han buscado dar sentido a este proceso natural de cambio que llamamos muerte. Representaciones como La Catrina, Caronte, Canserbero, El Hades y Tánatos, Osiris y Anubis, o La Parca y Átropos cortando el hilo de la vida, le otorgan un encanto y una narrativa fantástica al tránsito por el río infinito que nos lleva al "más allá".
En el hinduismo, el concepto de moksha, la liberación final, representa el fin del ciclo de vida y muerte para llegar al renacimiento, conocido como samsara. Para culturas asiáticas y precolombinas, la vida y la muerte son aspectos inseparables de una misma experiencia, existiendo la certeza de que la vida siempre triunfa.
Esa noción que tanto me intriga parece estar menos en “la vida” como la concebimos que en la muerte como la desconocemos. Para mi no es un final, sino una transformación, es un punto de partida para que las ideas se propaguen. La memoria y la energía de cada ser siguen su camino, liberadas de las ataduras físicas y materiales. ¿Será entonces que la verdadera libertad es la que nos permite trascender más allá de nuestra existencia corporal?
POR NEBAI ZAVALA • @nz_creando
ILUSTRACIÓN ASTRID ARNAUDE • @loloentint