27/10/25. Uno suele pensar, con inobjetable razón, que los poderosos son injustos y brutales cuando colocan nuestra vida en la picota sin siquiera imaginarse que existimos. Eso causa estupefacción y rabia. Nos abisma y nos da un no sé qué de frustración estructural. También es verdad que ellos son seres humanos (aunque bastante discutible, es así) y como tales sufren de miedos, se les atasca la enorme vanidad en la garganta y en vez de producirle nauseas les provoca unos espasmos de satisfacción. Pierden con frecuencia la libido porque establecen un contubernio íntimo, sensual con la devastación y el olor a cadáver (por eso el exceso de perfumes y esas fiestas espantosas a lo Epstein, Dady, Drake, etc, en donde el sexo se parece más al morbo de la agonía, al abuso y la humillación, que al erótico placer como sustancia creadora). Insisto, es de no creerse, pero son humanos. Les da gripe, afecciones reumáticas y demás padecimientos psicológicos y corporales. Claro, esto no los exculpa, pero entra un fresquito.
Joan Manuel Serrat, hace mucho escribió, cantó y recalcó (cuando parecía, ciertamente, ser de los nuestros) “que entre esos tipos y yo hay algo personal” refiriéndose precisamente a estos asesinos y asesinas con trajes carísimos, eses finales perfectamente utilizadas, buenos modales y con miradas vaciadas, letales que acompañan a esas sonrisas por las que pagan fortunas. Ya no basta con saber que con esos tipos tenemos algo personal, pero estar al corriente de lo que verdaderamente son les quita estatura. Como Lord Farquead, de Shrek, que al bajarse del caballo se hace evidente la verdadera estatura de esas gentes; o Falstaff, de Shakespeare, que con toda su grandilocuencia sólo se engaña a sí mismo, o aquel misántropo de Moliere, Alcestes, quien detrás de toda esa híper moralidad, lo único que tiene es un profundo resentimiento contra lo que él y los suyos significan.
Hay que imaginarse a Trump como a uno de la esquina. Se ve clarito que es echón, tramposo, vanidoso hasta el asco, capaz de traicionar a su mamá para hacerse de una birra; el propio que le jala bolas al que tiene más arriba y maltrata al que está más abajo. Hijo del dueño del burdel y quién sabe cuánto sabe de eso este personaje de marras. Es el hazmerreir, el ladilloso que cree que es el alma de la fiesta, tanta colonia que apesta y que cuando se ve en el espejo por más de veinte segundos voltea la mirada velozmente para no echarse a llorar. Suele ser imprudente y si para disimularlo no le basta la risotada, la cosa puede terminar con un botellazo o sacando la pistola que le tomó prestada al papá. Ese pusilánime ha terminado siendo letal, pero por mí que un burro le prodigue los favores pertinentes. ¡Y para mi casa que no venga!