11/05/23. Los Arvelo, en el estado Barinas, constituyen una estirpe de poetas y pensadores que por alguna razón misteriosa confluyeron en una misma generación familiar, dotando a Venezuela de una manera de ver los llanos occidentales del país, con sus imaginarios, sus fascinaciones y sus angustias, sin que interviniera el abandono recurrente de la provincia.
Alberto Arvelo Torrealba, el autor de Florentino y el diablo; su prima; la poeta Enriqueta Arvelo Larriva, y el tercero y nuestro protagonista, el hermano de esta, Alfredo Arvelo Larriva (1883-1934), un autor fragmentado por la vida al emerger como poeta desde las más abyectas condiciones de presidio en las mazmorras que Juan Vicente Gómez le confirió, sin que los grillos de treinta kilos que terminaron atenazándolo durante su estancia en el Castillo de Puerto Cabello, impidieran dotar a su creación del buen gusto, de la gracia, del cinismo, y de la inspiración.
Orlando Araujo, su pariente circunstancial y quien de niño pasó largas temporadas en la vivienda familiar de Barinitas, lo descubre y describe para las siguientes generaciones con nostalgia y esperanzas de sacarlo de ese mutismo forzado a donde van a dar muchos de los poetas suburbanos que no ingresan al cubil de los elegidos por diversas circunstancias: “de cierta crítica de profesores de manual y ficha, discípulos de Procusto y sordos al espíritu de la letra” que se conformaron con calificarlo de “modernista” y “preciosista” para no darle su justo lugar en el tiempo, se quejaba Araujo.
Lo que más conmueve de su biografía es el dato de que permaneció al menos veinte años detenido en los calabozos durante dos períodos casi consecutivos: primero, acusado de un crimen en el estado Bolívar, por el cual fue sentenciado a ocho años (1904-1911) de prisión.
Seguidamente, y luego de una pausa de libertad que le permitió viajar dentro y fuera de Venezuela, y codearse con intelectuales y periodistas de la talla de Lazo Martí y José Rafael Pocaterra, cae por estar incurso en algunas de las acciones sediciosas que pretendían deponer al tirano. Condena que pagó de 1913 a 1922 en diversos antros carcelarios del país incluyendo La tenebrosa Rotunda, hasta recibir como corolario el destierro que cumplió entre México y Europa, radicándose finalmente en España, donde llegaría al término de su existencia sin ver el fin de la dictadura gomecista ni sentirse celebrado con justicia por la intelectualidad venezolana de su época.
En vida publicó los libros Enjambre de rimas (1906), Sones y canciones (1909), un libro recopilatorio titulado La encrucijada (1922), y su último poemario El 6 de agosto (1924), recibiendo elogios de algunos exponentes de la crítica de entonces como Julio Calcaño y Jesús Semprum.
Su obra, sin embargo, recibió el llamado de la estirpe y fue Enriqueta quien se dedicó, años después de su partida física, a enaltecer su poética con un volumen de textos publicados y sueltos que llamó Sones y canciones (1949).
Finalmente los dos tomos de sus obras completas, editados por la Presidencia de la República, hicieron justicia al recoger toda su producción en seiscientas páginas para la eternidad.
POR MARLON ZAMBRANO • @zar_lon