03/08/23. Le pidió que la acompañara, pero no le dijo adónde. Se juntaron en la esquina de Morandé con Alameda, en una de las entradas de la farmacia. Era domingo.
—¿Adónde vamos? –preguntó él.
—¿Quieres acompañarme? –respondió ella.
Subieron a una micro que cruzó Alameda y tomó Nataniel. La micro iba casi vacía. Solo viajaba una mujer en el primer asiento. Tenía unas venas gruesas y moradas en los brazos: parecían alambres incrustados bajo su piel. Claudia avanzó hasta el fondo.
—¡Ven! –le gritó desde allá.
La micro saltaba como una coctelera. Bajaron a la altura del hospital El Llano. Claudio la siguió con pasos decididos hasta el hospital.
—¿Qué pasa? –le preguntó en la entrada.
—Nada, es mi mamá –dijo Claudia.
—¿No era que estaba muerta?
Ella levantó los hombros y soltó una palabra que más pareció un soplido:
—Quizás.
—¿Quizá qué? –preguntó él.
—Quizás está muerta.
A Claudia la había conocido días atrás en el cine. Se sentaron en asientos contiguos. Daban Alien. El regreso. Ella se reía mucho. Él no sabía de qué se reía; para él la película no era graciosa. Cuando encendieron las luces, le preguntó cómo se llamaba.
—Claudia. ¿Y tú?
—Oh, yo también –se sorprendió él.
—¿Tú también te llamas Claudia?
—No, yo Claudio.
—Hay una pizzería que se llama así –comentó ella–: Yo, Claudio.
—¿En serio?
—Sí, pero nunca he ido. Claudia dijo que trabajaba en el cine: era la boletera. Veía metros y metros de cintas. Le gustaban sobre todo las de ciencia ficción. Podía ver una película veinte, treinta o hasta cuarenta veces. Alien. El regreso, por ejemplo, la había visto veintiocho veces.
—Para mí –dijo mientras se levantaba de la butaca– ver cine es mucho más importante que estudiar, porque una siempre aprende cosas.
—¿Y qué has aprendido de Alien? –quiso saber él.
—Bah, eso es obvio: que no se puede confiar en nadie del más allá.
—¿Y se puede confiar en alguien del más acá?
—Mmm… –balbuceó Claudia. Y zanjó–: Tienes razón, lo que te enseña Alien es que no se puede confiar en nada ni en nadie.
Esa noche fueron al restaurante Marco Polo. Más que un restaurante, un boliche con olor a papas fritas. Ella pidió una malta con huevo; él, una malta sola. Hacía calor, a pesar de la hora. Claudia habló sintéticamente de su familia: su padre era electricista de un circo colombiano y no vivía en Santiago; su madre estaba muerta; no tenía hermanos.
—¿Y con quién vives? –preguntó él.
—Con mi tía –dijo ella. Y miró la hora. Y se tuvieron que ir, porque la tía era estricta como un milico, según contó Claudia esa noche.
Cinco días después la muchacha lo llamó por teléfono.
Le dijo “Hola, soy Claudia, la del cine, ¿te acuerdas?”. Claudio no tenía mucho que hacer. En febrero nunca tenía mucho que hacer. Que lo dijera Paulina, si no. Paulina había sido su mujer hasta el año anterior. Al final se había aburrido de lo que llamaba el “estado fatal” de ocio de Claudio. Pero él no se consideraba ningún ocioso. Era ayudante de dentista, y ayudaba con muchísimo afán a sacar muelas, poner tapaduras, hacer puentes, limpiar bocas que mejor ni se abrieran. El problema, según él, era que a la gente ya no le importaban los dientes. O no pagaban por ellos. O no al menos con los dentistas que lo contrataban a él como ayudante. Y peor en febrero. Era así: había temporadas y temporadas para el trabajador dental. Naturalmente, eso Paulina nunca lo entendió.
El día de la llamada telefónica, Claudio pasó a buscar a Claudia al cine. Ella había vuelto a ver Alien. El regreso. Con esta sumaba treinta y cuatro veces. Apenas lo saludó, dijo:
—Lo de Alien no tiene nada que ver con la confianza, ¿sabes?
—¿Ah no? –preguntó él.
—No, pues… lo que Alien te enseña en realidad es que el bien está detrás del mal. Que nadie está libre, ¿entiendes?
—Ajá –mintió Claudio–. ¿Por qué no tomamos algo?
Y salieron del cine. Se metieron a un boliche luminoso de la calle Puente. Dos maltas con huevo para ella, tres schop negros para él. Claudia habló de una película japonesa que había visto meses atrás. La protagonista era una japonesita con cara de muñeca rusa, según ella, que tomaba una pastilla para ir al futuro y se equivocaba y llegaba al pasado. En realidad, llegaba a un momento en que aún no existía el mundo. Entonces la japonesa se sentaba en una roca (“que era raro que existiera porque el mundo todavía no existía”, opinó Claudia) y se ponía a pensar en lo terrible que era la nada. Claudio no supo en qué terminaba la película, porque de golpe ella dijo: “Sorry, estoy súper mareada”, y empezó a reírse. Claudio tuvo la impresión de que esa risa era igual a la de Paulina, su exmujer: carcajadas agudas, semejantes al sonido de una ocarina. Al rato, Claudia dejó de reírse y él la fue a dejar al departamento de la tía. Vivía en la calle Catedral, cerca de Matucana. Al despedirse, trató de besarla en la boca. Ella lo separó con un movimiento brusco.
—Hey, hey, tranquiléin John Wein –le dijo.
La tercera vez que se vieron fue cuando ella le pidió que la acompañara. Se juntaron en Morandé, en la entrada norte de la farmacia, subieron a la micro, llegaron al hospital: y ahí estaban ahora. En la recepción Claudia preguntó por Sonia Vera Castro. “Está en la sala catorce”, le informaron. Caminaron en silencio hasta el ascensor.
—Entonces no estaba muerta –dijo él.
—Parece que no –respondió ella.
Bajaron del ascensor, recorrieron varios pasillos que eran como laberintos y llegaron a la sala indicada. Claudio le preguntó si prefería entrar sola. “No, por favor”, le pidió la muchacha. Como si en vez de hacerle una pregunta, él la hubiera amenazado. La mujer que buscaba Claudia estaba al fondo. Avanzaron hacia ella. Claudio la miró y pensó en una gallina sin plumas. Volcada sobre unas sábanas lilas, medio destapada, con el cuello lánguido hacia un lado y el estómago hinchado. Tenía los ojos abiertos, pero parecía que no estuviera del todo viva. La muchacha le agarró una mano y la dejó caer como una hoja sobre el colchón.
—¿Qué es lo que tiene? –preguntó Claudio.
Ella levantó los hombros y miró a la mujer.
—Quién sabe –respondió.
—¿Tú no lo sabes? –insistió él.
—No, no tengo idea.
Se quedaron callados hasta que la enferma empezó a hacer unos ruidos guturales, con la boca muy abierta. Claudio le observó la dentadura: una hilera de dientes color crema, en muy mal estado. Trabajo arduo, pensó sin voluntad. Claudia intentaba descifrar aquellos ruidos. Él no sabía bien qué hacer. Miró hacia el velador común y vio un diario medio arrugado. El titular decía: “Román es el único culpable”. Iba a agarrar el diario, pero en ese instante ella le pidió que la dejara sola. Por favor. Y que le cuidara el bolso.
Claudio salió de la sala con el bolso en la mano. Se sentó en un banquito de madera. Se preguntó qué estaría ocurriendo allá dentro. Quizá la mujer se había puesto a hablar, ahora que estaban a solas. Quizá Claudia veía esta escena como una película; aprendía quizá qué lecciones de esa función privada. Claudio miró el bolso. Sabía tan poco de ella, pensó, y sin embargo tenía la impresión de conocerla hacía siglos. Dudó antes de hacerlo, pero al final lo hizo: descorrió el cierre del bolso y vio una libretita gris. La sacó. Se fijó que la caligrafía era redonda, como de niño. Abrió una página cualquiera. Decía: “Todas las películas del mes eran de terror atómico”. Más adelante escribía: “Película 1/terror atómico”, y se largaba a contar la historia de un hombre que entraba a un túnel y no podía salir. De a poco iba acostumbrándose a la vida del túnel, y plantaba frutas y verduras, y hacía un jardín, y luego vendía sus productos frescos y orgánicos a los viajantes, que eran muchos y muy acaudalados, y al final se hacía rico y nunca más salía del túnel, aunque ciertas mañanas, ya de viejo, el hombre amanecía como descompuesto y sin voluntad. Ahí terminaba la historia. Claudio supuso que no era una película real. Tampoco le pareció que fuera de terror atómico. A menos que Claudia entendiera algo distinto por terror atómico. De golpe temió que ella volviera y lo pillara metido en sus cosas. Guardó la libretita, cerró el bolso; esperó. Claudia regresó a la media hora.
—Se murió –dijo.
—¿Tu mamá? –preguntó él.
—No era mi mamá.
Entonces Claudia habló. Dijo que le habían dicho que su madre estaba viva. Se lo había dicho su tía esa mañana. Según ella, además de estricta, la tía era una mentirosa compulsiva. Dijo Claudia que dijo la tía que alguien dijo que habían encontrado a una mujer de nombre Sonia Vera Castro por ahí; que le habían avisado que ahora estaba en ese hospital, y alguien debía reconocerla. La tía sugirió, le dijo Claudia a Claudio, que debía ser su hija quien lo hiciera.
Claudia no supo entonces qué pensar. No recordaba haber visto a su madre ni en fotografías. Si quiso ir al hospital, admitió mientras se alejaban de la sala catorce, fue por curiosidad. Pero al ver a esa mujer supo de inmediato que no podía ser su madre.
—No era mi mamá –insistió–.
Estoy segura. Mi mamá se debería parecer a mí, ¿no?… Ella no se parecía en nada, en nada de nada.
Él creyó que debía responder algo.
—Eso es verdad –dijo.
Salieron del hospital y caminaron hasta el paradero de micros. Claudio tuvo la impresión de que a ella se le habían achicado los ojos: tenía cara de japonesa, la muchacha; recién entonces Claudio se dio cuenta. Podía pasar por hija de japoneses si se lo proponía. Por hija de japoneses con cara de muñeca rusa. Le preguntó si estaba triste. “Quién sabe”, dijo ella. Después encogió aún más los ojos, hasta que los cerró del todo. Emitió una especie de soplido por la nariz, dejó el bolso a un lado y se echó en el banquito del paradero, como una lagartija. Eran las seis de la tarde, casi no había gente en la calle.
—¿Qué quieres hacer? –preguntó él.
—No sé –respondió Claudia.
Luego pareció quedarse dormida. Claudio tuvo ganas, después se le quitaron, de agarrar el bolso y ojear la libretita. En vez de eso, se puso a mirar los brazos delgados de la muchacha. Se acordó de las venas gordas y moradas de la mujer de la micro. Pensó en los brazos como palillos de la mujer del hospital. Pensó en los dientes de la mujer que acaso era la madre de Claudia; en su boca. Miró la boca de Claudia y concluyó que no era tan distinta a la de su madre, si es que era su madre. Y volvió a mirar la boca de Claudia, y entonces imaginó que de un minuto a otro iba a abrir esa boca y él iba a diagnosticar cuatro dientes picados y las encías inflamadas, y acto seguido iba a besar esas encías hinchadas como bolsitas de agua y esos dientes uno por uno, los picados y los sanos, y al final la boca entera de la muchacha tendida aquella tarde en el paradero de micros de la Gran Avenida. Pero ella no abría la boca. Y él no dejaba de mirarla.
Recordó en ese instante la llamada de Claudia, esa mañana. Enseguida le vino a la memoria otra llamada. Y otra y otra y otra: Paulina, su madre, el ortodoncista, un paciente, el portero del edificio. De pronto se le ocurrió que todas sus llamadas telefónicas eran parte de una película. Claudia emitió un soplido suave. Él aprovechó para darle unos golpecitos en la espalda.
—Oye, Claudia…
—¿Qué pasa, qué pasa? –reaccionó ella.
—Nada, que podríamos movernos.
La muchacha abrió grandes los ojos, inmensos de un minuto a otro, y dijo:
—Hey, relax, Max.
A él le pareció que los ojos le habían crecido como una nube atómica. Claudia bostezó, se arregló el pelo con las manos y le pidió que la acompañara.
—¿Adónde?
Pero ella no quiso decirle adónde.
La autora
Alejandra Costamagna
(Santiago de Chile, 1970)
Escritora, periodista y doctora en literatura por la Universidad de Chile. Autora de las novelas En voz baja (1996), Ciudadano en retiro (1998), Cansado ya del sol (2002), Dile que no estoy (2007) y El sistema del tacto (2018). Ha publicado también los libros de cuentos Malas noches (2000), Últimos fuegos (2005), Animales domésticos (2011), Había una vez un pájaro (2013) e Imposible salir de la Tierra (2016), así como la antología de crónicas Cruce de peatones (2012-2021). Recibió en Alemania el Premio Literario Anna Seghers en 2008.
ILUSTRACIÓN CLEMENTINA CORTÉS