Cuando Rodrigo Huertas abrió los ojos la mañana del 24 de octubre, comprendió de pronto que había agotado todas las opciones menos una: el suicidio. Permaneció en la cama unos minutos más y observó cada detalle del cuerpo desnudo de su mujer: los senos aún firmes, los muslos fuertes, el torso sedoso que tantas veces había acariciado con placer genuino. Pero hacía más de dos años que Rodrigo Huertas era incapaz de sonreír, de disfrutar los placeres de la vida; ni siquiera podía hacer el amor, a pesar de la belleza de su mujer. Le acarició la espalda, las nalgas que durante tantos años lo habían excitado, y al comprobar otra vez más que no sentía nada, decidió de golpe, aunque con cierta tristeza, que había llegado el momento: ese mismo día debía suicidarse. Pero antes la mataría a ella.
No era posible dejarla viva: una viuda hermosa y sensual, con una fortuna para gastar con otros hombres; la mera idea lo enloquecía. Le pondría fin a todo de una vez: la vida no valía nada. Por la mañana, luego de irse al trabajo, él puso sus papeles en orden e hizo testamento ológrafo dejándole todo a su madre. Al mediodía almorzó langosta en su restaurante favorito y luego entró a la Armería San Judas. Aunque estaba vacía, le dijo en voz baja al vendedor de pistolas que deseaba comprar la mejor y más cara de todas. El vendedor señaló una Magnum .357 niquelada que yacía sola, sobre terciopelo negro, en la segunda tablilla de la vitrina.
—No es posible encontrar una pistola más mortífera, señor. En todo el mundo, en el planeta entero, no hay pistola mejor. Tan pronto la saque de la vitrina se la presto para que la sienta. O si quiere la llamo y ella viene sola. Claro, claro, señor, es una broma. No se ofenda, sabe. Me gustan las bromas. Para que le tome el peso, y sienta el balance. Digo, ¿usted la quiere para cazar? ¿Para protegerse de los delincuentes? ¿Quizás para matar a su mujer? ¿La encontró con otro? Claro, señor, es una broma; por supuesto que sí. A nosotros en realidad no nos importa. De hecho, usted ni siquiera parece casado. ¿Lo es! ¿Pero tan joven! ¿Qué fue, un matrimonio concertado? ¿Lo casaron cuando aún era niño? Ja, ja. Vamos, no se ponga tan serio. Es que me gusta alegrarme la vida. Ja, ja. Aquí la tiene, siéntala, acaríciela. ¿Tan joven, no lo puedo creer! ¿Cómo la siente? Tenemos todo tipo de bala, sabe. Hasta de plata, para matar al Hombre Lobo y a Drácula. Se las compramos al Llanero Solitario cuando se jubiló. Ja, ja. Es muy fácil de limpiar. Se desmonta en cuestión de segundos. ¿Cómo la siente? Ah, pero no olvide la apariencia.
Siempre digo que un arma es el último recurso, ¿no cree usted? Mire lo fiera que se ve. Porque el león no es tan fiero como lo pintan. ¿Comprende usted? El “lopintan” es más fiero. Ja, ja. Ese es un chiste que me hizo el nene anoche. Ja, ja. Es comiquísimo el muchacho, como el papá. Ja, ja. Pero aquí nosotros decimos que las apariencias engañan. La pistola se ve fiera y lo es. Intimida sola, sabe. Usted se encuentra de frente con un bandido y le dice “no te muevas o te vuelo los sesos pal carajo” y le garantizo que se orina encima. Porque con una de las chiquitas, con una .22, qué sé yo, miran a uno y se echan a reír. Pero cuando ven esta animalita le juro que se tiran al piso a llorar, a rogar, a rezar y hasta reclaman los poemas de Bécquer. Ja, ja. No me haga caso, sabe. Es bueno sonreír de vez en cuando. Esta brutona se da a respetar con su sola apariencia. La sotana hace a la pistola, ¿ve usted? Ja, ja. Y para suicidarse no hay mejor arma. Mire, es facilísimo. De hecho, el manual de instrucciones explica cómo volarse uno mismo la tapa de los sesos. Ja, ja. Embuste, son bromas mías. Eso no necesita instrucciones. Nada, uno se coloca el cañón aquí en la sien, así, y aprieta el gatillo...
El fogonazo cegó a Rodrigo Huertas. Los sesos del vendedor de pistolas salpicaron el techo y las paredes y se desparramaron por toda la vitrina antes de que el cuero, con un enorme hueco encima de la oreja derecha, cayera al suelo. Cuando se despejó el humo y Rodrigo Huertas comprendió lo que había sucedido, no pudo controlar los deseos de reír. Rio a gritos. Rio como no lo había hecho en más de dos años. Rio hasta casi perder la respiración, hasta doblarse, hasta sentir dolor de estómago y lágrimas saladas en la boca. Rio el resto de la tarde en su casa, mientras esperaba a su mujer con verdaderos deseos de verla, mientras escuchaba música y bailaba en la sala por primera vez en más de dos años. Abrió las ventanas y dejó entrar el sol. Y aún reía esa noche cuando hacía el amor; y tan contagiosa fue su risa que la mujer también rio, y ambos rieron, y se besaron riendo, y se amaron riendo, y no pudieron dormir esa noche porque cada vez que Rodrigo Huertas se acordaba del comiquísimo vendedor de pistolas, le entraban deseos incontrolables de reír y de llorar y de asirse a los deleites del amor.
De: Escribir para Rafa (1987).
El autor.
Luis López Nieves
(Puerto Rico, 1950)
Escritor, catedrático y promotor cultural. Dos veces ganador del Premio Nacional de Literatura Puertorriqueña (2000 y 2005). Es el creador y director de la primera Maestría en Creación Literaria de América Latina, en la Universidad del Sagrado Corazón en San Juan. Fundador y director de la Biblioteca Digital Ciudad Seva, que recibe más de 100 mil visitantes por día. Las novelas El corazón de Voltaire (2005) y El silencio de Galileo (2009), junto con los libros de cuentos Seva (1984) y La verdadera muerte de Juan Ponce de León (2000), son algunas de sus obras más conocidas.
ILUSTRACIÓN MAIGUALIDA ESPINOZA COTTY