23/11/23. Este sótano que en invierno es excesivamente frío, en verano es un Edén. En la puerta cancel, arriba, algunas personas se asoman a tomar fresco durante los días más cruentos de enero y ensucian el piso. Ninguna ventana deja pasar la luz ni el horrible calor del día. Tengo un espejo grande y un sofá o cama turca que me regaló un cliente millonario y cuatro colchas que fui adquiriendo poco a poco, de otros sinvergüenzas.
En baldes, que me presta el portero de la casa vecina, traigo por las mañanas agua para lavarme la cara y las manos. Soy aseada. Tengo una percha, para colgar mis vestidos detrás de un cortinaje, y una repisa para el candelero. No hay luz eléctrica ni agua. Mi mesa de luz es una silla, y mi silla un almohadón de terciopelo. Uno de mis clientes, el más jovencito, me trajo de la casa de su abuela retazos de cortinas antiguas, con las que adorno las paredes, con figuritas que recorto de las revistas. La señora de arriba me da el almuerzo; con lo que guardo en mis bolsillos y algunos caramelos, me desayuno. Tener que convivir con ratones, me pareció en el primer momento el único defecto de este sótano, donde no pago alquiler. Ahora advierto que estos animales no son tan terribles: son discretos. En resumidas cuentas son preferibles a las moscas, que abundan tanto en las casas más lujosas de Buenos Aires, donde me regalaban restos de comida, cuando yo tenía once años. Mientras están los clientes, no aparecen: reconocen la diferencia que hay entre un silencio y otro; surgen en cuanto me quedo sola, en medio de cualquier bullicio; pasan corriendo, se detienen un instante y me miran de reojo, como si adivinaran lo que pienso de ellos.
A veces comen un trozo de queso o de pan, que quedó en el suelo. No me tienen miedo ni yo a ellos. Lo malo es que no puedo almacenar provisiones, porque las comen antes de que yo las pruebe. Hay personas malintencionadas que se alegran de esta circunstancia y que me llaman Fermina, la de los ratones. Yo no quiero darles el gusto y no les pediré prestadas las trampas para exterminarlos. Vivo con ellos. Los reconozco y los bauticé con nombres de actores de cinematógrafo. Uno, el más viejo, se llama Carlitos Chaplin, otro Gregory Peck, otro Marlon Brando, otro Duilio Marzio; otro que es juguetón, Daniel Gélin, otro Yul Brynner, y una hembrita, Gina Lollobrigida, y otra Sophia Loren. Es extraño cómo estos animalitos se han apoderado del sótano donde tal vez vivieron antes que yo. Hasta las manchas de humedad adquirieron formas de ratones; todas son oscuras y un poco alargadas, con dos orejitas y una cola larga, en punta. Cuando nadie me ve, guardo comida para ellos, en uno de los platitos que me regaló el señor de la casa de enfrente. No quiero que me abandonen y si viene a visitarme el vecino y quiere exterminarlos con trampas o con un gato, haré un escándalo del que se arrepentirá toda su vida. La demolición de esta casa está anunciada, pero yo no me iré de aquí hasta que me muera. Arriba preparan baúles y canastos y sin cesar hacen paquetes. Frente a la puerta de calle hay camiones de mudanza, pero yo paso junto a ellos, como si no los viera. Nunca pedí ni cinco centavos a esos señores.
Me espían todo el día y creen que estoy con clientes, porque hablo conmigo misma, para disgustarlos; porque me tienen rabia, me encerraron con llave; porque les tengo rabia, no les pido que abran la puerta. Desde hace dos días suceden cosas muy raras con los ratones: uno me trajo un anillo, otro una pulsera, y otro, el más astuto, un collar. En el primer momento no podía creerlo y nadie me creerá. Soy feliz. ¡Qué importa que sea un sueño! Tengo sed: bebo mi sudor. Tengo hambre: muerdo mis dedos y mi pelo. No vendrá la policía a buscarme. No me exigirán el certificado de salud, ni de buena conducta. El techo se está desmoronando, caen hojitas de pasto: será la demolición que empieza. Oigo gritos y ninguno contiene mi nombre. Los ratones tienen miedo. ¡Pobrecitos! No saben, no comprenden lo que es el mundo. No conocen la felicidad de la venganza. Me miro en un espejito: desde que aprendí a mirarme en los espejos, nunca me vi tan linda.
De: La furia (1959).
La autora.
Silvina Ocampo
(Buenos Aires 1903-1993)
Su irrupción en el panorama literario argentino vino de la mano de un libro de cuentos, Viaje olvidado (1937). Silvina Ocampo apostó por la elevación de la literatura fantástica y policíaca a la categoría de géneros de primer orden. También realizó una extensa obra poética. Entre sus publicaciones encontramos Enumeración de la patria (1942), Poemas de amor desesperado (1949), Los nombres (1953), Lo amargo por lo dulce (1962), Autobiografía de Irene (1948), La furia y otros cuentos (1959), Las invitadas (1961), Informe del cielo y del infierno (1969), Y así sucesivamente (1987) y Cornelia frente al espejo (1988). Junto a Bioy Casares y Borges, publicaron la Antología de la literatura fantástica (1940), presentaron la Antología poética argentina (1940) y escribieron la novela policial Los que aman odian (1946). Fundó y dirigió la revista Sur que agrupó a amigos íntimos y escritores de gran talento que marcaron una época: Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares (su marido, con quien se casó en 1940) Manuel Peyrou, Enrique Anderson Imbert. En dos ocasiones recibió el Premio Municipal de Literatura (1945 y1953), obtuvo también el Premio Nacional de Poesía (1962), el Premio Konex, Diploma al Mérito (1984) y el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (1992).
ILUSTRACIÓN: CLEMENTINA CORTÉS