28/03/24. A propósito del despliegue en todo el país del III Festival Internacional de Teatro Progresista (FITP) 2024, existen algunos elementos que debemos desentrañar para comprender por qué apasiona, a veces enloquece y otras incomoda esta milenaria forma de expresión artística.
El teatro es, entre otras cosas, expresión que sublima la dialéctica de la vida a través de la puesta en escena en carne viva. Es, la representación de antiguos rituales mágicos que fueron evolucionando en la medida en que la cultura sustituyó el arte silvestre y la exaltación de los dioses, por textos narrativos que produjeron joyas como las obras de William Shakespeare o de Lorca. Es un universo singular donde en vez de buena suerte, se desea “mucha mierda” o que se te parta una “pata”.
Está plagado de una cantidad de supersticiones y tabúes, que cuesta creer que un productor se arriesgue a invertir en el mundo de las tablas.
Si de colores se trata, el amarillo es pavoso porque trajeado de ese color murió Molière. Si hablamos de flores, aparecerse al escenario con claveles es un escándalo cromático de muy mala espina. Si a sonidos nos referimos, silbar es una trastada, y si hay que hacerlo porque lo exige el guion, la orden es canturrear. No se debe, bajo ninguna condición, tejer en un camerino pues esto podría acarrear una desgracia para el elenco, y si se hace con lana amarilla, el riesgo es doble.
Pronunciar la palabra Macbeth, como el título de la célebre obra, es casi lanzar una maldición. Se recomienda decir “la obra escocesa” para referirse a ella, y si por vainas del destino se te escapa la expresión, debes cumplir un ritual que pasa por salir del teatro, escupir en el suelo, girar sobre ti mismo tres veces y suplicar a gritos que te dejen volver a entrar.
Hablando de misterios, en toda circunstancia se debe dejar siempre una luz encendida por una razón muy clara: los fantasmas al correrse el telón. El teatro está minado de oscuras historias de terror, de donde surge la necesidad de mantener siempre un foco que espante a los bichos del más allá. De ahí El fantasma de la ópera de Gastón Lerroux.
Las plumas de pavo real, ¡ni se te ocurra! Según los teatreros de ahí viene el mal de ojo, por su extraña forma de guiño multicolor. Muchos acontecimientos nefastos han ocurrido en el teatro universal -según cuentan- por este curioso maleficio.
Si los espejos partidos son pavosos en casa, ¡cómo será en el teatro! Están prácticamente proscritos del escenario por un tema técnico de iluminación e incluso de distracción. Si se parte uno durante una obra, eso ha de acabar en carnicería.
Lo del conjuro escatológico tiene varias versiones. La más difundida es que la presencia de mierda de caballo era la evidencia concreta en el teatro antiguo, de una alta concurrencia de espectadores a una obra. Eso era bueno, evidentemente.
Al teatro uno lo asocia, quién sabe por qué exactamente, a la alta alcurnia. Uno quisiera usar corbata de lacito cuando va al teatro. Quizás, porque se asocia a Shakespeare con la burguesía intelectual inglesa. Otro mito.
El más grande dramaturgo de la historia era, según algunos de sus biógrafos, un malandro de la más baja especie, un bachaquero del sigo XVI, de quien se sospecha no ser realmente el autor de los textos que se le atribuyen y de estar incurso en actividades criminales.
Algunas investigaciones muy respetadas concluyen que el escritor acumulaba alimentos en tiempos de escasez, lo que estaba tipificado como delito antes como ahora. Se dice que durante un periodo de quince años, compró y almacenó grano, cebada y malta para luego revenderlo a sus vecinos a precio de usura.
Nos cuesta imaginarlo, escribiendo Romeo y Julieta, y ofreciendo leche en polvo a la salida del Metro de Petare.
POR MARLON ZAMBRANO • @zar_lon
ILUSTRACIÓN JADE MACEDO • @jademusaranha