04/12/25.
El hielo no esperó a diciembre, pero mi madre sí lo esperaba a él. Cuando entré en la cocina, tiritando no tanto por la temperatura como por el desconcierto, el estupor que sucedía a su primer zarpazo, me la encontré sentada al lado del fogón, refunfuñando como de costumbre, con el ceño fruncido. Se había envuelto en una capa vieja de mi padre y no pude ver qué estaba haciendo, pero cuando llegué a su lado, me sonrió.
Sostenía en las manos una funda nueva, dos trozos de manta superpuestos, cortados a la medida de una botella de gaseosa y cosidos por el borde con una hebra de lana en puntadas muy seguidas y apretadas. De la base colgaba una pieza redonda, a modo de tapa, que iría rematada con un ojal hecho a la medida del botón, que permitiría cerrarla por abajo, para conservar el calor del agua hirviendo, sin riesgos de quemaduras.
–Mira, ¿te gusta? –la sonrisa de madre se hizo más grande y encontró una manera de brillar también en sus ojos.
–Sí, es muy bonita –y solo entonces entendí–. ¿Es para mí?
Cuando la vi asentir con la cabeza, sentí una alegría salvaje que también era orgullo, gratitud y una expectativa de felicidad, el anticipo de la que sentiría al llegar a la escuela con mi propia botella metida en su funda. No encontré palabras para expresar una emoción tan compleja, y por eso me abalancé sobre ella, la abracé con todas mis fuerzas y la besé tantas veces que estuve a punto de tumbar la silla con nosotros dos encima.
–¡Suéltame, Nino, que nos vamos a caer! –pero se reía.
–Gracias, madre –acerté a decir por fin–. Gracias, gracias, millones de gracias…
–Nada de eso. En enero cumplirás diez años, ¿o no? Eres mayor, y mucho más responsable que tu hermana, y a ella se la hice cuando tenía tu edad, así que… Pero tienes que prometerme que cuidarás bien de ella. No la pierdas de vista, no la dejes tirada en cualquier parte para irte a jugar y no la pongas en ningún sitio donde se pueda caer. Si la rompes, o te la roban, hasta el año que viene no te daré otra. Los cascos cuestan dinero, ya lo sabes.
–No te preocupes, madre, la cuidaré muy bien. ¿Dónde está?
–Todavía no la he comprado, ni siquiera me ha dado tiempo a terminar la funda. No le he hecho el ojal, ni he cosido el botón, pero si quieres, puedes estrenarla esta noche. Y de momento, para ir a la escuela…
Señaló la chimenea con la cabeza y miré por última vez, sin rencor y sin nostalgia, la piedra negra, plana, que certificaba el final de mi verdadera infancia.
–No, no merece la pena. Seguro que hoy no hace tanto frío.
Los alumnos de la escuela de mi pueblo solo reconocíamos dos grupos de niños, los pequeños y los mayores, clasificados según un criterio muy distinto al que empleaba don Eusebio para dividirnos en cursos y grados. Piedras y botellas, esa era la ley suprema que imperaba sobre edades, estaturas o conocimientos. Los niños pequeños eran todos los que salían de casa apretando contra su pecho, con las dos manos, una piedra caliente, liada con trapos. Los mayores, en cambio, habían merecido la confianza de tutelar una botella de gaseosa rellena de agua hirviendo, que la funda casera, fabricada con un resto de manta gruesa, suavizada por el uso, convertía en una fuente de calor muy agradable.
Las botellas conservaban la temperatura durante mucho más tiempo que las piedras, y al sentarse en el pupitre, daba gusto colocárselas sobre las piernas, hacerlas rodar arriba y abajo o ponerlas en el suelo para sujetarlas con los tobillos. Yo lo había visto hacer muchas veces, mientras intentaba apurar sin resultado el calor de la piedra apenas tibia que volvía a llevarme a casa cada tarde, para que madre la desnudara, la pusiera de nuevo a la orilla del fuego, y volviera a liarla con tiras de sábanas viejas para entregármela en el mismo momento en que me mandaba a la cama, el otro lugar donde los mayores se distinguían de los pequeños, según la ley de la piedra y la botella.
De: El lector de Julio Verne (Episodios de una guerra interminable) (2012).
Almudena Grandes (Madrid, 1960-Madríd, 2021)
Escritora española reconocida por su obra que explora la historia reciente de España y su compromiso social y feminista. Se dio a conocer con Las edades de Lulú, en 1989, luego con Malena es un nombre de tango (1994) y Los pacientes del doctor García, una de las novelas de la serie Episodios de una guerra interminable (2010-2017). También fue columnista habitual del diario El País y su legado fue honrado póstumamente con numerosos reconocimientos.
ILUSTRACIÓN: CLEMENTINA CORTÉS