Las once de la noche acababan de dar en el reloj de la Catedral, único reloj que da las horas en esta vasta ciudad; las calles estaban lóbregas y silenciosas; y sólo se descubrían de trecho en trecho algunos bultos de extraña forma: estos eran los serenos que, con sus pesados capotones y sombreros de ala grande, asustan a los pasajeros.
Yo venía de la Trinidad, y al pasar por el puente de Catuche, vi una figura, que me pareció ser de hombre, reclinada en el borde y como a medio descolgarse. Esta situación me llamó la atención; acerqueme, y al favor de un rayo de la luna que en aquel momento se ponía, descubrí un joven de bella persona, algo desaliñado y con unas espesas y largas barbas, que le descendían hasta el pecho. Su mirar me pareció de demente o de un hombre en vísperas de suicidarse.
Creí, sin embargo, que no me eran desconocidas sus facciones; me acerco más, y al reconocerle plenamente, no puedo menos de exclamar:
—¡Mi amigo…!
Pero cuál fue mi sorpresa al ver que el joven, repeliéndome con una mano y poniéndose la otra en la frente, después de algunos momentos de pausa, me dice en tono sepulcral:
— ¿Qué pronuncias, desgraciado?
¡Amistad! funesto nombre
con que la perfidia el hombre
procura siempre ocultar.
Llámame traidor e impío,
pérfido, ruin, insensato,
llámame vil e ingrato,
pero amigo, no, ¡jamás!
Figúrese cualquiera cómo me quedaría con este escopetazo; por de pronto no supe qué pensar de aquella salida tan fuera de camino; lo más natural era creer que a aquel pobre mozo se le habían vuelto los cascos; aunque lo de hablar en verso hacía inverosímil esta idea.
Ocurrióseme luego que podría ser un juego o burla que quería hacerme; y así procurando ponerme en el mismo tono, aunque, a decir verdad, poco se me entiende de chuladas, le dije:
—Pues, señor traidor, ya que no puedo llamarle amigo, hace algún tiempo que no nos vemos, es verdad; pero eso no es bastante para que deje de conocerle; con que vamos dejando el incógnito, venga un abrazo, y hablemos de papá, cuya amistad…
Pero el mozo no me dejó acabar; y por vida mía que me quedé estupefacto, al oírle decir, encarándoseme y echándome unas miradas diabólicas:
— ¡Mi padre!…. sin duda cómplice
eres tú de aquel tirano,
hombre feroz, inhumano,
cuya vista quiero huir. ¡Mi padre!
¡Ay! no, asesino
no me canso de llamarle,
no me canso de execrarle
y su yugo maldecir.
—¡Válgame, Dios, señor! Si esta es una comedia, dije yo, sepa U. que es de las más pesadas que he visto. ¿Qué se le ha metido a U., mi amigo, en la cabeza? ¿Cree U. que por sus grandes barbas y sus más grandes necedades dejo de conocer a U. como el hijo de su padre y de su madre?
—¡Mi madre!, exclamó en tono patético; la conociste, ¿hombre? Oye, pues, mis fatídicas palabras, oye un arcano, oye un misterio: herido por el rayo llevo una existencia maldecida, los hombres me huyen, el abismo me repele… Oye… oye…
Mujer que en tristes plegarias,
al pie de una cruz, pedías
alivio a las penas mías
con maternal inquietud…
Mas ¡ay! que una duda horrenda
sobre mi padre me vino:
¡Madre mía! es mi destino…
yo dudé de tu virtud….
Bueno, bueno, dije yo, ya tenemos muy honrados al padre y a la madre. Hace muy pocos años que les conocí por buenos y virtuosos; pero ya según oigo a su hijo es gente que debe ir a galeras.
—Temo ya preguntar por el resto de la familia; tenía U. una linda hermana; pero calle, ¡no vaya a haberle sucedido lo que a los padres!
—¡Mi hermana!, me dijo entonces, tomándome una mano con expresión arrebatada. ¿Por qué te empeñas, hombre, en atormentarme? El dolor ha bebido mi sangre; pero tú quiebras mis huesos; déjame, no me devores; pon las uñas en mis pupilas y tus dientes en mi corazón; Pero… Pero…
En el regazo materno,
inocente, pura y bella,
¡ay! cuántas veces con ella
reclinado me dormí,
mas creciendo un fuego impuro…
Pero ¿qué digo?…. ¡Oh, tormento!
Hoy la triste en un convento
sepultada ora por mí.
—¡Sublime, mi amigo, sublime! Esta es la familia de Edipo, donde el incesto y el parricidio eran cosas familiares. Quedaos con Dios, pues, no sea que salga yo de aquí, pobre de mí, lo menos antropófago, ¡adiós!
—¡Miserable!, me dijo dándome un furioso tirón por el cuello, ¿qué profieres?
De ese Dios que tú pregonas
yo desmiento la existencia,
no hay crimen, no hay inocencia;
es mentira la virtud…
¡Señor!, por piedad perdona
de mi mente el cruel delirio.
¡Dadme una cruz y el martirio
para mi eterna salud!
Yo no pude ya aguantar. El tirón que me había dado por el cuello, me hizo perder la paciencia, arremetiendo con aquel figurón, iba ya a asirle por las barbas, cuando me dice con voz hueca y profunda:
—¡Yo soy un romántico!
Quedeme suspenso; nunca había yo oído aquel nombre, y así le dije, medio turbado:
—U. será, señor, de algún orden de esos santos ermitaños que…
—Yo soy un romántico, repitió con voz todavía más formidable.
Yo retrocedí aterrado, dejé en paz a aquel fantasma, y desde entonces tiemblo al oír nombrar un romántico.
El autor.
Fermín del Toro y Blanco
(El Valle, C. G. de Venezuela, Imperio español, 1806 - Caracas, 1865)
Venezolano universal que alcanzó relevancia como humanista, político, diplomático, literato, orador y docente, desempeñándose varias veces como ministro plenipotenciario de Venezuela, ministro de Hacienda en dos ocasiones, ministro de Relaciones Exteriores y dos veces diputado en el Congreso de Venezuela. Escribió artículos para los periódicos El Liberal (1837) y El Correo de Caracas (1839), usando para ello su propio nombre o los seudónimos Emiro Kastos o Jocosías. En 1842 se incorporó como redactor al grupo que dirigía El Liceo Venezolano, donde publicó artículos costumbristas y políticos e hizo comentarios a las obras de Rafael María Baralt y de Agustín Codazzi. Sus escritos abarcan el ensayo, la oratoria, la narrativa, la crónica y la poesía. Algunas de estas obras son: Los mártires (1842), considerada la primera novela producida en Venezuela; La viuda de Corinto (1837), cuento considerado como un antecedente de la narrativa fantástica y de la cuentística del horror; El solitario de las catacumbas (1839) y La sibila de los Andes (1840).
ILUSTRACIÓN: CLEMENTINA CORTÉS